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Alguien tenía que hacerlo

19 may 2019 / 16:56 h - Actualizado: 19 may 2019 / 16:59 h.
"Literatura - Aladar"
  • Torre de la Vela. / El Correo
    Torre de la Vela. / El Correo

Bernardo atravesó la glorieta con la cabeza bien alta, arreando con su cayado las últimas reses que quedaban descarriadas. Hizo oídos sordos a los parloteos de las comadres que caminaban agarradas del brazo hacia la iglesia.

—No respeta ni las fiestas de guardar.

—La pobre Guadalupe habrá descansado en paz. Este hombre no tiene temor de Dios.

Y Bernardo pensaba para sus adentros cuánto se equivocaban las que tanto le pregonaban, pues el temor de Dios era algo que tenía siempre presente. La mujer no había dejado de lamentarse cuando estaba en vida.

—Bernardo, que no sé qué va a ser de ti, ven y reza conmigo el rosario, que algo hará por tu bien.

Y Bernardo, agotado de una jornada apacentando sus ovejas, rezaba con Guadalupe.

—Estás rezando sin sentir, Bernardo, que estás perdido y yo contigo.

—Mujer, que sí lo siento.

—Déjalo, por amor de Dios, déjalo.

—Y, ¿cómo vivimos, mujer? ¿Quién le paga al hijo los estudios en la capital?

Y la mujer callaba porque, para ella, también el hijo era lo primero. Que, saliendo del pueblo, aunque no lo vieran, aunque lo perdieran, sería hombre de provecho. Y ningún hijo de pastor de ovejas había llegado nunca a vivir en la capital.

Así que Bernardo, haciendo como que no escuchaba las lenguas viperinas de sus vecinas, chasqueó la lengua llamando al perrillo que le ayudaba con el rebaño y encaminó sus pasos al prado y a la paz que le daba el hallarse solo con sus animales.

A las faldas de la Sierra Nevada el aire era tan puro que casi costaba respirar y el silencio apabullaba. A media mañana, mientras mascaba los restos de la última matanza que habían hecho juntos, pensó en el día del funeral.

El hijo vestía traje para la ocasión en la pequeña iglesia del pueblo, haciéndole sentir pequeño y fuera de lugar. Pero Bernardo lo daba por bueno, porque era lo que la mujer y él habían querido siempre. No lloró, pero se dejó los pellejos de las uñas rascando la boina de pena. Que su Guadalupe era la única que sabía. Ella sabía desde el principio y, aún así, le quiso. Y, aunque sólo fuera por ella, Bernardo rezaba por su alma, porque, si había un dios en el cielo, su mujer estaría a la derecha. Cuando don Gregorio impartió las últimas bendiciones extendió sus manos hacia él, la más descarriada de sus ovejas. Hacía ya mucho que el pobre cura había entendido que el perdón de los pecados de Bernardo debía venir de más arriba.

Las cotillas del pueblo secaban sus ojos sin lágrimas y cuchicheaban en corrillos, que nada alimentaba tanto las murmuraciones como el no saber. Y allí nadie sabía. Ni el hijo sabía. El hijo sólo tenía reproches.

—Madre habrá descansado, que no merecía la vida que le dio usted. Ni una caricia tuvo de su parte, ni una palabra amable. Tanto como rezó por su alma, padre. Que se la ha llevado por las penas que le causó. Y yo le voy a decir una cosa, que a mí me ha visto por última vez en el pueblo. Que a mí nada me ataba a este sitio más que madre.

Y Bernardo asintió con la cabeza, pensando que bien que aceptaba aquel ingrato los dineros que le enviaba para los estudios sin preguntar.

Así que se encasquetó la manoseada boina una vez terminado el oficio y silbó a su perro para que le acompañara al huerto a entresacar las patatas. Al menos, si no estaba en la casa, no vería cómo la sangre de su sangre recogía los últimos recuerdos del niño que fue y abandonaba para siempre el hogar.

Pero eso fue hacía un mes, la pena seguía estando, y los rezos, y el deber. Bernardo agradeció el haber sacado al hijo de aquella herencia. Porque a él no le habían dejado opción. Su padre ejerció el oficio, como antes lo hizo su abuelo, así que Bernardo no se planteó negar su sino. Por tanto, una vez al mes, se subía al tren que le llevaba a Granada.

Alguien tenía que hacerlo

Aquella vez, la primera desde que era viudo,

paró como siempre en la Catedral a rezarle a quien quisiera escucharle allá arriba. Como aún le quedaba una hora, entró a tomarse unos calicasas en las Bodegas Castañeda. El calor del licor no le daba valor pero, al menos, embotaba los sentidos.

—Ibáñez, ¿te pongo otro? —preguntó el camarero, sabiendo de su labor.

—Ponlo.

—¿Pongo tapa?

—No tengo estómago.

Dos paisanos enchaquetados departían en la barra, mirando de reojo a Bernardo, que, vestido con su capa y su sombrero de ala ancha, era la nota discordante de la taberna. Porque Bernardo se disfrazaba para su trabajo en la capital. La capa le hacía tener los hombros más anchos, y el sombrero dibujaba sombras en su cara y le hacía unos centímetros más alto. Y así, el pastor de pueblo se convertía en aquello que era su pena y su cruz.

—¿Se sabe quién es? —preguntó uno de los enchaquetados de la barra.

Bernardo salió de las Castañeda antes de escuchar la respuesta, pues no quería saber, cuanto menos supiera, mejor. Enfiló por calle Elvira y, al llegar a la Plaza Nueva, miró hacia la Torre de la Vela, pensando en la incongruencia de ir a hacer algo tan feo en un sitio tan bonito.

Entró a los juzgados y saludó con la cabeza al alguacil de la puerta, que no se atrevía ni a mirarle a los ojos. En el cuartillo que le servía de vestidor sacó la bota de vino y dio unos cuantos lingotazos. No quería pasarse con la bebida, porque no era bueno que le temblaran demasiado las manos.

Pensó que Guadalupe nunca le había acompañado a Granada, siempre se quedó en casa esperando con el hijo. Cuando volvía, aún borracho, y se acostaba a dormir la mona, su mujer limpiaba la ropa que había vestido con jabón de sosa hasta que le sangraban las manos. Como si con cada restregón limpiara su pecado. Nadie limpiaría su ropa y su sucia conciencia cuando volviera hoy a su casa. Dio otro buche al vino.

Casi le dio la risa al pensar en las teorías de las comadres del pueblo. La más extendida es que se iba a las mancebías del Albaicín a refocilarse con aquellas pobres mujeres que lo único que tenían en común con él era un oficio pecador. Lo cierto es que prefería que pensaran que era un vicioso a que supieran la imperdonable verdad.

Le mirarían como lo hacían todos con los que se cruzaba por los pasillos de los juzgados de la Plaza Nueva. Aquellos pilatos no eran menos culpables que él de lo que estaba a punto de acontecer y, sin embargo, miraban a Bernardo con una mezcla de suficiencia y temor. La muchedumbre, que se aglomeraba en los pasillos en aquellos infaustos días, le abría camino a su paso haciendo hueco como cuando Moisés abrió las aguas, como si tañera la campana del leproso.

Entró en la oscura estancia encasquetándose la capucha y, mientras apoyaba sus nervudas manazas en el tornillo susurró al oído del infeliz que temblaba sentado dándole la espalda:

«Dichoso tú, que atraviesas el umbral de la eternidad... ¡Quién estuviera en tu lugar!»