Cariño, no seas boba, deja que firme por ti

La sombra de los maridos siempre ha sido excesiva, egoísta y dolorosa. Al menos, para muchas artistas que tuvieron que ceder, sin desearlo, la fama, el dinero; y lo que es peor, su obra; a los hombres que les acompañaron durante años. Casi siempre, el final fue similar: después de años de plagio, de infidelidad y de engaños, el divorcio se imponía. Y no siempre se ha reconocido que la autoría de las obras era de las mujeres y no de los hombres que abusaron de su confianza.

14 may 2016 / 12:58 h - Actualizado: 13 may 2016 / 10:57 h.
"Tribuna Aladar"
  • Margaret Keane. / El Correo
    Margaret Keane. / El Correo
  • Colette. / El Correo
    Colette. / El Correo
  • Maria de la O Lejárraga. / El Correo
    Maria de la O Lejárraga. / El Correo

Esa o alguna frase similar emplearon los esposos de las artistas sobre las que escribo hoy. Es cierto que muchas mujeres han vivido a la sombra de sus maridos. Nuestra sociedad ha incentivado que asumiéramos trabajos poco gratificantes y mal o nada remunerados. Sin embargo, el hecho de que un hombre usurpe la obra de su esposa supone un paso más en la cosificación y destrucción de la mujer. En los hombres sobre los que escribiré he observado un ansia mercantilista desbordado y una completa falta de escrúpulos. En ellas, una dependencia inexplicable, que finalizó (casi siempre) cuando tomaban conciencia de lo que estaba sucediendo y se sacudían complejos y miedos.

Os resultará familiar la historia de Margaret y Walter Keane, popularizada en la película Big eyes de Tim Burton hace un par de años. Durante los diez años que duró su matrimonio, construyeron un negocio de lo más lucrativo. Él se apropió de la obra pictórica de ella, la hizo pasar por suya, firmando como Keane. Gracias a las dotes de marketing de Walter (que había sido agente inmobiliario antes que plagiador) las pinturas de ojos enormes y tristes de Margaret, se hicieron extraordinariamente famosas. Al tiempo, se encargaba de sepultarla bajo una mentira, aprovechando la escasa autoestima de su mujer, que minaba diciéndole lindezas del tipo «estás horrible» «quédate mejor con la boca cerrada»... con esta mezcla y teniendo en cuenta que él era doce años mayor que ella y muy dominante, el engaño quedó perfectamente engarzado. Margaret pintaba hasta dieciséis horas diarias mientras él dilapidaba los miles y miles de dólares ganados en alcohol y mujeres, con las que le era infiel. Los últimos años de su relación, los cuadros tornaron aún más oscuros, y mientras él alegaba que eso se debía a que se estaba inspirando en los niños alemanes que había conocido durante su estancia en Europa, en los años cuarenta, Margaret se hallaba inmersa en una depresión de la que salió escapando de su marido, al que pidió el divorcio con un océano de por medio (huyó a Hawái, mientras él permanecía en California). Desde entonces los enfrentamientos entre el plagiador y su exmujer se sucedieron, porque él continuaba atribuyéndose la autoría de los cuadros. En los años ochenta la disputa se solventó en un juicio mediante una prueba salomónica. El juez que conocía el procedimiento los instó a pintar un cuadro estilo «big eyes». Margaret lo hizo en poco más de cincuenta minutos, pero Walter no logró dibujar nada alegando tener un fuerte dolor en un hombro... os imagináis quien gano ¿verdad?

Ella no ha sido la primera (lamentablemente no será la última) de esta saga de mujeres que han visto como su obra pasaba por ser de otra persona, que además era quien sacaba partido de su trabajo. La escritora y artista de revista y cabaré, Colette sufrió el mismo trato por su marido Henry Gauthier-Villars, quince años mayor que ella. Él tenía experiencia aprovechando el trabajo de otros para sí, pues muchas de las novelas y obras que publicaba eran realizadas por «escritores fantasmas». Al ver el talento de su mujer la animó a escribir, haciendo pasar por suyas estas obras, que dieron origen a la serie de las de Claudine que trataba básicamente los recuerdos escolares y de juventud de ella. Tuvo un éxito tan grande que dio origen a todo un merchandising en la época: cigarros, perfumes, jabón, uniformes..., hasta un musical. No me diréis que el tipo no era un genio en esto de aprovecharse del trabajo ajeno, porque a ella, al menos, la conocemos, pero el resto de escritores son pura niebla, nada. Volviendo a Colette, se repitió el esquema que acabamos de ver con los Keane y durante el matrimonio los dispendios y el adulterio estuvieron a la orden del día, hasta que llegó el momento en que ella se lió la manta a la cabeza y decidió hacer lo mismo, comenzó a explorar su sexualidad con hombres y mujeres disfrutando de relaciones extramatrimoniales. Terminaron por divorciarse después de trece años de matrimonio, y Colette comenzó una de las carreras más interesantes y variopintas que se han visto. Frecuentó el ambiente del París lésbico de la época, se vistió de hombre, enseñó los pechos en fotografías: escandalizó y sedujo. Vivió su vida como le dio la gana y creo que ese es el mejor de los triunfos. Colette es aún hoy un mito del arte, la cultura y la iconografía francesa.

En España también tenemos artistas vampirizadas por sus maridos. Me refiero a María de la O Lejárraga, a muchos no os sonará el nombre, ni tampoco el del hombre que se lucró escondiendo la autoría de sus escritos durante años: Gregorio Martínez Sierra. María nació en 1874, en el seno de una familia acomodada riojana, lo que le permitió formarse como maestra. En 1900 se casó y María que era militante socialista (llegó a ser diputada por la provincia de Granada durante la República), sufragista y adalid del feminismo se vio involucrada en una de estas historias de ocultación del talento femenino que provoca perplejidad y sonrojo a partes iguales. La pareja creó distintas revistas literarias, se rodeó de compositores, directores y obtuvieron grandes éxitos en el teatro de la mano de una gran compañía encabezada por la amante de su marido, Catalina Bárcena. Sí, la amante de su marido. Así mientras ella escribía las obras, su marido ponía en circulación en el teatro y la amante representaba lo que María escribía. El negocio era redondo para Gregorio, no me lo negaréis. Para rematar tuvo una hija con su amante que sería la desencadenante de que María reivindicase su obra, pues quería hacerse con los derechos de autor que había «generado» su padre. No me digáis que no es para echarse unas risas y no parar.

Gregorio no sólo se dedicó a engañar a su mujer y a su amante, también sacó tajada siempre que pudo de otros autores a los que no pagó sus derechos, mientras que él sí los percibía. Un tipo que era mucho mejor tener lejos que cerca. Uno de esos listillos que se camuflan hábilmente en nuestra sociedad. Antes de morir sin embargo accedió a firmar un escrito en el que reconocía la «coautoría» de su mujer (ahora es cuando me da un ataque de risa), pero reclamaba estos derechos para sí. Es complicado tener menos vergüenza, aunque a todo hay quien gane.

María fue la autora de obras como Canción de cuna que ha sido llevado en dos ocasiones al cine (la última por Garcí en el año 1994), escribió best-sellers de la época, tradujo a Ionesco, Ibsen, Shakespeare o Sthendal...se cree que la letra de El amor brujo también es obra suya. Sin embargo no llegó a librarse nunca de la carga que supuso su marido, tal vez ni siquiera lo habría intentado de no ser por la polémica creada por la hija ilegítima de Gregorio. Cuando escribió una biografía sobre la pareja, después de la muerte de él, titulada Gregorio y yo. Cincuenta años de colaboración, no llegó a atribuirse abiertamente la autoría la de extensa obra que había creado, aunque la dedicatoria del libro es esclarecedora «A la Sombra que acaso habrá venido -como tantas veces cuando tenía cuerpo y ojos con que mirar- a inclinarse sobre mi hombro para leer lo que yo iba escribiendo».

Es de agradecer, en casos como el de Maria de la O Lejárraga, la labor de los investigadores, que han trabajado y logrado ver más allá de los chupópteros que se empeñan en plagiar, tapar y entorpecer cualquier talento, conscientes de que el suyo se reduce, en el mejor de los casos, a ser buenos vendedores.