{Algunos consideramos que la cumbre de Ray fue Chicago años 30 (Party girl, 1958). Es además una de las mejores películas de gánsters de la historia y tan extraordinaria, que me dan ganas de pedirles a quienes no la conozcan que, por favor, la vean. No se arrepentirán porque es puro cine: hay gran espectáculo y aun así intimismo, una trama original que corta la respiración, un hombre amargado, pero rescatable; una mujer con más carácter y corazón que casi cualquier otra que haya aparecido en este género, un romance apasionado y redentor entre estos dos seres y encima ¡un par de estupendos números musicales de Cyd Charisse! ¿Qué más se puede pedir? ¿Violencia y sexo? ¡Pues también lo tienen! (explícita aquella e implícito éste; recuerden que, al fin y al cabo, hablamos de una película de los 50...). Por si no les he convencido, adentrémonos un poco más en esta obra maestra.
La produjo la Metro Goldwyn Mayer, que siendo el estudio más conservador, solía tener en nómina eficientes artesanos antes que realizadores verdaderamente creativos. Por eso, fue excepcional que contara en esta ocasión con un director tan personal y distinto como era Nicholas Ray. De hecho, intentaron cortarle las alas mediante un contrato humillante que pretendía condicionar intensamente el resultado del rodaje, pero el cineasta logró trasladar a la pantalla su visión. De hecho, el gran Nicolás insuflaba su personalidad en prácticamente cualquier material que tocara, haciéndolo suyo. Así, llevó a su campo la historia de amor de un abogado defensor de mafiosos y una party girl, trocándola en la de dos inadaptados solitarios que se encuentran.
Él se llama Thomas Farrell (Robert Taylor) y es un profesional brillante pero carente de escrúpulos. En los pleitos, para despertar la simpatía del jurado a favor de su defensa, acentúa una cojera que padece desde su infancia y que ha hecho de él un hombre amargado. En una velada conoce a Vicki Gaye (Cyd Charisse), que ha venido como una de las acompañantes (party girls) del grupo de mafiosos para el que Farrell trabaja. Al principio, él le menosprecia porque considera que se vende por dinero, pero ella le obliga a enfrentarse al hecho de que él hace lo mismo, por muy superiores que sean sus honorarios. Pese a que ambos han caído bajo, preservan un fondo de dignidad que les lleva a aferrarse el uno al otro para no ahogarse en el oscuro mundo que habitan. A lo largo de los vericuetos de la trama, van tomando conciencia de que su verdadera salvación pasa inevitablemente por liberarse de los delincuentes de los que dependen.
Pero hace falta mucho valor para desafiar a Rico Angelo (Lee J. Cobb), cuya maldad carece de grises y de atenuantes. Su presencia amenazadora nos perturba a lo largo del metraje en numerosos momentos, como la cruel escena en la que, durante una cena, machaca a golpes a otro gánster (momento que décadas después fue imitado, digo homenajeado, por Brian de Palma en Los intocables de Elliot Ness). Sobre un trasfondo de violencia, la intimidad de la historia romántica de los protagonistas es capturada por una cámara que no deja escapar ni un gesto cómplice ni una mirada anhelante. Para nuestra fortuna, Ray ni sabía ni quería rodar de otra manera el fenómeno amoroso.
Es insuperable la belleza de la puesta en escena, especialmente la suntuosa paleta de colores que casi nos salpica desde la pantalla. Combinando el vestuario, la dirección artística y la fotografía, Ray logró unas imágenes llenas de textura, que nos envuelven en tonalidades cálidas. Dada la importancia psicológica que el cineasta atribuía al elemento cromático, nos transmite un mundo de significados que tenemos que ir desentrañando. El descreimiento de Farrell aparece en su vestimenta oscura y la frivolidad del estilo de vida de las party girls se refleja en los dorados y plateados que otorgan un falso brillo a su mundo. La gama de rojos denota tanto la sensación de peligro como el deseo. Por eso, por una parte rodean al amenazador Rico y por otra visten el cuerpo incandescente de Vicki en sus escenas más seductoras. Parece que sólo el tradicional soporte del medio cinematográfico, el celuloide, permitía alcanzar este nivel de riqueza pictórica. Por eso, directores actuales, como Scorsese, manifiestan una comprensible melancolía, a medida que el medio se ha ido digitalizando.
Los personajes están muy bien construidos, a partir de un sólido guión de George Welles, lleno de situaciones y diálogos inteligentes. Como era habitual en Ray, se implicó intensamente para ayudar a los actores en su proceso creativo. Por eso no es de sorprender que el normalmente acartonado Robert Taylor lograra una interpretación matizada, transmitiéndonos con sus tristes ojos azules, sus cejas arqueadas y el rictus amargo de sus labios un cerebro en ebullición y un mundo de emociones contradictorias. Ray también supo hacer maravillas con Cyd Charisse, una mujer de gran belleza, clase y atractivo, pero que era mucho antes bailarina que actriz. Aunque su rostro no era particularmente versátil, había algo en su mirada profunda que contaba toda una historia. Pero únicamente el ojo genial de Ray pudo captar y realzar ese misterio.