«Colorín, pingajo y hambre»

Tras el éxito incontestable de ‘Hamlet’, con más de veinte galardones a sus espaldas, la compañía Teatro Clásico de Sevilla se atreve con uno de los textos más rotundos de la escena española de todos los tiempos, ‘Luces de Bohemia’. Fiel al espíritu de Valle-Inclán y a los códigos de su época, la versión de Alfonso Zurro no renuncia en ningún momento a su compromiso contemporáneo, fortaleciendo aquellos aspectos que hacen de este esperpento una obra única y atemporal

28 oct 2017 / 09:00 h - Actualizado: 25 oct 2017 / 07:26 h.
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  • ‘Luces de Bohemia’ es un alegato en defensa del arte, la belleza y la libertad. / Luis Castilla
    ‘Luces de Bohemia’ es un alegato en defensa del arte, la belleza y la libertad. / Luis Castilla
  • «Colorín, pingajo y hambre»
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Decía el emperador Marco Aurelio que «todas las cosas desde la eternidad son de formas semejantes y dan vueltas en círculos», como ese símbolo de origen egipcio llamado uróboro, en el que se representa a una serpiente que se muerde la cola. Dicho icono, revitalizado gracias a los tattoos, remite al concepto de ‘eterno retorno’, formulado por el estoicismo hace 2300 años y popularizado por Nietzsche en Así habló Zaratustra. Algo que debió tener en mente Valle-Inclán a la hora de escribir Luces de Bohemia y que hoy, casi un siglo después de su aparición, parece confirmarse. Sirvan como ejemplo la inestabilidad política, el menoscabo del talento o la manipulación de los medios de comunicación, problemas cotidianos de la España de 1920 y, ¿casualidades de la vida?, de la de 2017. Pero hay mucho más. Lejos de ceñirse a la problemática de su país y de su tiempo, el autor de Divinas Palabras quiso hacer un alegato en defensa del arte, la belleza y la libertad, utilizando cuantos recursos halló a su alcance. Así podemos encontrar referencias a la Belle Époque y al estilo de vida parisino, al modernismo literario o la revolución bolchevique; temas que se repiten una y otra vez en los discursos del protagonista, Máximo Estrella, y que obtienen su réplica en las figuras que lo acompañan. Esa es quizás la razón por la que la obra ha influido tan decisivamente en la cultura popular, pudiéndose hallar desde temas musicales basados en sus personajes —Pasión Vega le prestó su voz a La Lunares en su segundo trabajo discográfico— hasta el título de los galardones que desde 1998 concede la Sociedad General de Autores (SGAE), los Premios MAX del Teatro. Eso por no hablar del evento que el Círculo de Bellas Artes de Madrid organiza cada año bajo el título ‘La noche de Max Estrella’.

La muerte como hilo conductor

Desde el inicio de Luces de Bohemia los espectadores asisten a un crepúsculo físico pero también filosófico. El de una forma de pensar y de sentir que, inevitablemente, se diluye en las fronteras del tiempo. Max Estrella está ciego, pues los bohemios suelen residir a menudo entre las sombras, lo que le permite además emparentarse con Homero, el poeta épico griego a quien tanto admira —no olvidemos que nuestro protagonista se considera el mejor bardo de su época—. Una ceguera que, sin embargo, le aporta clarividencia a la hora de ejercer su crítica social. Dicha discapacidad no es óbice para cumplir con su anhelo de trascender, convirtiendo a la muerte en el «centro temático» de la obra, según el profesor García Barrientos. En ese sentido, es de alabar la apuesta de Zurro por arrancar el espectáculo in media res, esto es con el entierro del arquetipo, dotando así de estructura circular a la narración y evocando directamente la figura del uróboro. Para reforzar este concepto, Curt Allen Wilmer (justamente reconocido por su anterior trabajo en Hamlet) dibuja una escenografía basada en la arquitectura del féretro, que, además de ejercer de hilo conductor a las numerosas escenas yuxtapuestas, permite a los intérpretes jugar con su plasticidad. Amén de su capacidad para concentrar a más de treinta personajes en la siempre limitada caja escénica, el truco de Allen —hábilmente desarrollado por Mambo y la propia compañía—, ofrece solución a los múltiples espacios presentes en el libreto, esos con los que Valle reflejó «un Madrid absurdo, brillante y hambriento», y que en el montaje de Teatro Clásico rezuman lirismo por los cuatros costados. De este modo el público puede acompañar a Máximo Estrella y su fiel ‘can’, Don Latino de Híspalis, desde el «guardillón con ventano angosto» en que duerme con Madama Collet, a la taberna Pica-Lagartos de la calle Montera, pasando por la cueva del librero Zaratustra y el Ministerio de la Gobernación.

Tiempo histórico vs tiempo dramático

Luces de Bohemia sitúa su trama en la segunda década del siglo XX, aunque su autor alude a acontecimientos ocurridos en España desde finales del diecinueve, como la pérdida de las colonias de América, la semana trágica de Barcelona o la dimisión del presidente Antonio Maura. De este modo, frente a la distorsión de la realidad propia del esperpento, Valle-Inclán introduce temas históricos que refuerzan la verosimilitud de su discurso. Un conglomerado político-social que navega implícito en la nueva versión de Teatro Clásico de Sevilla, pero que Alfonso Zurro actualiza con destreza, aclarando muchos términos y alterando otros, para así reforzar el mensaje de cara al espectador contemporáneo. En el otro plano, el del tiempo dramático, la acción transcurre en menos de veinticuatro horas, tal como fijaba la preceptiva clásica; con esto el creador de las Comedias Bárbaras insistía en su objetivo de iniciar una ruptura mesurada y progresiva. No olvidemos que el teatro de su época se hallaba dominado por una dramaturgia inmovilista muy al gusto del público conservador. Dicho lapso temporal es administrado con sapiencia por el fundador de La Jácara, adaptándose a las pautas presentes —el ritmo es uno de los grandes logros de la función—, pero sin renunciar jamás al espíritu valleinclanesco. Y es que siendo fieles a la verdad, el remate planteado por Zurro supera en mucho al original.

El aporte del coro

La acción de la obra se desarrolla mayoritariamente en espacios cerrados cuyo denominador común es la sordidez. En ese sentido la iluminación de Florencio Ortiz contribuye a crear una sensación de miseria realista hábilmente fusionada con lo onírico. Este aspecto, tradicionalmente bien cuidado por la compañía, se combina a la perfección con el espacio sonoro, cuyo lúcido diseño corre a cargo de Jasio Velasco, amén de la impecable coreografía de Isa Ramírez y Violeta Casal y las proyecciones de La Buena Estrella. En paralelo a esto, una de las grandes aportaciones de Teatro Clásico de Sevilla es la introducción de parte de las acotaciones originales de Valle-Inclán en forma de piezas para corifeo. Al igual que ocurriese en el aclamado título de Shakespeare, los aspectos formales del espectáculo trascienden su función primigenia para convertirse en una de las señas de identidad del colectivo. Ni que decir tiene que el diseño de vestuario —otra genialidad de Curt Allen— representa fielmente el ideario esperpéntico, combinando el feísmo de raíz barroca con la excentricidad de los años 20. En este sentido el sabor tradicional vuelve a estar presente tanto en los tejidos como en los complementos, aunque Allen y su equipo —Rosalía Lago, Mar Aguilar y el taller de María Calderón— los dotan de un desenfado posmoderno que contrasta con lo elegíaco del argumento. Para completar el apartado técnico es de justicia mencionar a Manolo Cortés, cuyo maquillaje de estilo expresionista es una auténtica obra de arte, tanto o más que el cartel de su tocayo, el pintor Manolo Cuervo.

Nueve actores y un lamento

La versión de Alfonso Zurro prescinde de algunos personajes del libreto original como Basilio Soulinake o Rubén Darío, pero a cambio nos regala la presencia del propio autor, a quien da vida el sobresaliente Juan Motilla. Asimismo el director acierta encomendando a Roberto Quintana el papel de Marqués de Bradomín, una suerte de Don Juan al que la crítica identificó con el mismísimo creador de las Sonatas de Otoño. De este modo podemos disfrutar de Valle-Inclán y su alter ego en el arranque del espectáculo. Eso sí, a la hora de juzgar la labor principal de Quintana nos hallamos ante una encrucijada, pues resulta imposible resumir tantísimos matices en unas pocas líneas. Baste decir que su Máximo Estrella traspasa, como una flecha envenenada, el corazón de los espectadores, algo a lo que, por otra parte, ya nos tiene acostumbrados este genial actor —su reciente Stefan Zweig es el mejor ejemplo—. Junto a él despunta otro monstruo de la escena, Manolo Monteagudo, quien construye un Don Latino de tal altura que, de continuar entre nosotros, el propio Zamora Vicente lo habría elogiado en la Academia. Ambas figuras, Max y su amigo hispalense, son, en palabras del filólogo madrileño, «el desdoblamiento de un personaje real», Alejandro Sawa, periodista sevillano inmortalizado por la Generación del 98, y ambas deberían encumbrar a sus intérpretes. En cuanto al resto del elenco, solo podemos dedicarles palabras de admiración; comenzando por Amparo Marín, quien cumple brillantemente con sus cuatro roles, destacando por encima de todos el de la Ministra doña Paca —dicho papel fue creado en origen para un hombre—. Antonio Campos borda a su vez los suyos, aunque es quizás el de Don Gay el que más le luce. Otro actor solvente donde los haya es Juanfra Juárez, capaz de construir personajes tan tiernos como sibilinos (caso de Don Filiberto y Serafín el Bonito); por no hablar de José Luis Bustillo, mágico Dorio de Gádex cuyo retrato de El Preso nos permite escuchar algunos de los diálogos más potentes de la función («Barcelona alimenta una hoguera de odio»). Otro ejemplo de versatilidad es el de Silvia Beaterio, a quien el director encomienda los papeles de menor edad (de Claudinita a La Lunares), y por supuesto Rebeca Torres, cuya Pisa Bien y La Madre del Niño la confirman como una actriz todoterreno. En suma Luces de Bohemia, con producción de Noelia Diez y Juan Motilla, es una apología del teatro de mampostería, donde la palabra y el gesto se funden con exquisitez durante más de dos horas, y en la que subyace el eterno lamento de la intelectualidad: «¡Las letras son colorín, pingajo y hambre!».

La inestabilidad política, el menoscabo del talento o la manipulación de los medios de comunicación, eran problemas cotidianos de la España de 1920 y, ¿casualidades de la vida?, de la de 2017. Esta producción exquisita nos acerca Luces de Bohemia, un obra de arte auténtica

Desde el inicio de Luces de Bohemia los espectadores asisten a un crepúsculo físico pero también filosófico. / Luis Castilla

Luces de Bohemia, con producción de Noelia Diez y Juan Motilla, es una apología del teatro de mampostería. / Luis Castilla