Con nombre de hombre

Has sido cientos de mujeres las que han ocultado su identidad tras un nombre masculino buscando una igualdad de oportunidades. Las hermanas Brontë, Mary Anne Evans, Amandine Aurore Lucile Dupin o Cecilia Böhl Von Faber Larrea, son algunas de ellas. Todas hubieran tenido enormes problemas para publicar sus obras si los editores conocieran su verdadera identidad. Aún hoy, J.K. Rowling o P.D. James, eligieron las iniciales para presentarse.

28 may 2016 / 12:01 h - Actualizado: 23 may 2016 / 11:47 h.
"Tribuna Aladar"
  • George Sand. / El Correo
    George Sand. / El Correo
  • Charlotte Brontë. / El Correo
    Charlotte Brontë. / El Correo
  • Lionel_Shriver. / Fotografía de Eamonn McCabe
    Lionel_Shriver. / Fotografía de Eamonn McCabe

A lo largo de los siglos han sido muchas las mujeres que han decidido ocultar su arte tras un nombre de hombre; normalmente el hecho de fingir ser varones les facilitaba el camino, abría las posibilidades de ser conocidas y respetadas. No es algo nuevo, pero sí llama la atención que, a día de hoy, todavía algunas prefieran buscar unas siglas tras las que esconderse. Si no ya me explicáis por qué J.K. Rowling o P.D. James escogieron darse a conocer con sus iniciales.

Uno de los casos más curiosos fue el de las hermanas Brontë que publicaron poesía bajo seudónimo masculino. Ellas fueron los hermanos Bell: Charlotte fue Currer, Emily tomó el nombre de Ellis y Anne el de Acton. Nombres inusuales, pero que se correspondían con sus iniciales. No deja de tener gracia que eligieran también la hermandad en ese caso. De todas formas el éxito que obtuvieron fue nulo, porque se vendieron un par de ejemplares de sus libros de poesía (no parece que resulte más sencillo vender poemas hoy en día que antes). Sin embargo no desfallecieron y Jane Eyre, de Charlotte, Cumbres Borrascosas de Emily y, Agnes Grey de Anne, aparecieron en 1847, empleando esos seudónimos masculinos. Los chicos Bell, perdón las chicas Brontë, por fin abrían las puertas del éxito. Un año después decidían terminar con su anonimato y dar por difuntos a los hermanos Bell, así una saga imaginaria de autores era suplida por una real de escritoras. Me imagino la cara de su editor, que no sabía que eran mujeres, cuando Charlotte y Anne Brontë se presentaron en Londres con las cartas que habían cruzado con él, como hermanos Bell. Tuvo que ser un momento digno de ser vivido.

En el siglo XIX y también en Inglaterra publicó sus obras Mary Anne Evans, bajo el nombre masculino de George Elliot. Se ocultó tras este nombre para ser tomada en serio por los lectores y editores, a los que conocía de buena mano al haber sido subdirectora de la revista Westminster Review (de tendencia positivista y radical). Además trataba de que sus novelas fueran juzgadas de forma separada de su trabajo como editora y crítica. También, bajo ese nombre protegía sus obras del escándalo que habría supuesto que se conociese abiertamente que convivía con un hombre casado (en realidad él tenía una relación extraordinariamente abierta con su esposa, hasta el punto de reconocer como suyos, los hijos que ella tenía con otra persona). Sólo después de la muerte de su pareja consintió en contraer matrimonio y lo hizo con John Cross, un hombre veinte años más joven que ella, y que había sido amigo de la pareja. Mary Anne moría poco después.

El nombre de George como seudónimo tenía que estar muy de moda en la época porque la francesa Amandine Aurore Lucile Dupin también decidió acogerse a él, aunque con otro apellido (no podía ser de otra manera). Se hizo llamar George Sand. Divorciada de su marido, un barón diez años mayor que ella (lo que no dejaba de ser escandaloso para la época) comienza a escribir novela y a publicar artículos en Le Figaro, donde hace gala de una ideología republicana (a pesar de su ascendencia noble) y su defensa de la mujer. También comenzó a vestirse de hombre para poder circular con más libertad por Paris, teniendo acceso a lugares que normalmente no eran visitados por féminas. Bueno no de cualquier tipo de hombre, iba vestida de caballero y fumando ante todo el que quisiera verla. Eso sí, en las reuniones sociales continuó vistiendo de señoracomodiosmanda, que no era cuestión de llevar el escándalo más allá de lo preciso. Uno de sus romances más conocidos fue el que mantuvo con el compositor Chopin, que le llevaría a viajar a Mallorca en compañía del músico, para ver si se reponía de la tuberculosis que finalmente acabó con él.

En nuestro país también algunas las escritoras decidieron esconderse tras un seudónimo masculino. La más conocida fue Cecilia Böhl Von Faber Larrea, alias Fernán Caballero. Esta española nacida en Suiza, pasó buena parte de su vida en Andalucía y contrajo matrimonio en tres ocasiones (la última de ellas con gran escándalo, porque el novio era trece años más joven que ella), lo que la hizo objeto de no pocas críticas, incluso por parte de su madre. Cecilia fue educada por su padre de la forma más esmerada posible, que, sin embargo, no veía con buenos ojos que su hija escribiera, hasta el punto de que le rompía los manuscritos, aconsejándole y que no perdiera el tiempo en hacer cosas de hombres. Sin embargo, su madre, Frasquita Larrea mujer muy conservadora y crítica con la conducta personal de su hija, la apoyó sin fisuras en su carrera profesional, llegando a prestarse a ser su copista y haciendo cuanto fuera necesario para darla a conocer. Y es que Frasquita fue una gran impulsora de la cultura, llegando a tener en Cádiz una tertulia reconocida por Pérez Galdós en Los Episodios Nacionales. En la época en la que vive Cecilia Böhl había mujeres que escribían con su nombre (mi paisana Carolina Coronado fue una de las más reconocidas), sin embargo ella prefirió ocultarse bajo un nombre masculino pensando que así obtendría más respeto y consideración. ¿Por qué escogió el nombre de un pueblo de Ciudad Real? Según la escritora cuando se vio en la obligación de publicar, la que sería su obra más conocida, La Gaviota «(...)cogí unos periódicos que había sobre la mesa para buscar un nombre cualquiera que pudiese evitar al mío propio el salir a la vergüenza pública, y encontré la relación de un asesinato cometido en un pueblecillo de la Mancha llamado Fernán Caballero (...) Gustóme ese nombre por su sabor antiguo y caballeresco, y sin titubear un momento lo envié a Madrid, trocando para el público, mis modestas faldas de Cecilia por los castizos calzones de Fernán Caballero». Autora conservadora, costumbrista, monárquica y tradicional, el público creyó durante muchos años que realmente se trataba de un escritor y sus obras tuvieron buena acogida en su momento.

También Caterina Albert, una de las primeras mujeres que escribió en catalán, optó por adoptar un seudónimo masculino, y lo hizo después de presentarse a unos juegos florales al inicio de su carrera. Una de las obras que presentó era un monólogo titulado La infanticida, trataba de una chica explotada por la sociedad, que decide matar a la niña que ha parido, por el miedo que siente a que su padre se entere de que ha sido deshonrada. Cuando el jurado descubrió que el autor era una mujer, se montó un escándalo de padre y señor mío, lo que la llevó adoptar el nombre de Víctor Catalá para siempre y es que, según algunos, determinados temas sólo podían ser narrados por hombres. La escritora explicó sus motivos de la siguiente forma: «Cuando supieron que el autor era una mujer, el escándalo fue sonado. No les parecía correcto que yo pudiera explicar la historia de un infanticidio. ¿Acaso la obra de un artista puede tener límites? No creo que unas normas morales puedan frenarla. Creo que es básico defender la independencia del arte. Gracias a esta independencia he podido ser fiel a mi vocación, una vocación en la que todo el mundo habría querido intervenir».

Un caso diferente y muy llamativo en cuanto al empleo de nombre masculino es el de la americana Lionel Shriver. Bautizada como Margaret Ann nació en el seno de una familia profundamente religiosa y a los quince años decidió cambiarse el nombre a Lionel. No se ha presentado como hombre, pero cuando escuché hablar por primera vez de su novela, Tenemos que hablar de Kevin, pensé que lo era. Siendo su elección libre y no obedeciendo a cuestiones de oportunidad de ventas, visibilidad o respeto, se aleja del resto. Un nombre no debería ser una carga, ni un freno o una forma de amparase del qué dirán. Un nombre no debería ser más que una manera de reconocerse una misma.