Después de nosotros

La Bienal de Venecia es una de las citas más importantes para el mundo del Arte contemporáneo. Un escaparate de artistas, un lucimiento para los intermediarios, una proyección de los países participantes, y un banquete para los inquietos. La ciudad reta permanentemente a la raza humana con el recordatorio de ser ella la que no se hundirá, que primero seremos nosotros. Las obras, entre lo insustancial y lo profundo, invitan a una reflexión serena

24 ago 2017 / 16:49 h - Actualizado: 24 ago 2017 / 17:35 h.
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  • Support de Lorenzo Quinn. / Augusto F. Prieto
    Support de Lorenzo Quinn. / Augusto F. Prieto
  • Golden Tower de James Lee Bryan. / Augusto F. Prieto
    Golden Tower de James Lee Bryan. / Augusto F. Prieto
  • Jesús Balsa envuelto el las Volute de Janssens. / Augusto F. Prieto
    Jesús Balsa envuelto el las Volute de Janssens. / Augusto F. Prieto
  • El Genio de Hirst en el Palazzo Grassi. / Augusto F. Prieto
    El Genio de Hirst en el Palazzo Grassi. / Augusto F. Prieto
  • La obra de Fontes en el Pabellón de Argentina. / Augusto F. Prieto
    La obra de Fontes en el Pabellón de Argentina. / Augusto F. Prieto
  • Escultura en el jardín del pabellón chino. / Augusto F. Prieto
    Escultura en el jardín del pabellón chino. / Augusto F. Prieto

Mientras el mundo se acaba (porque se acaba), Venecia arde en el fulgor de la Bienal. Ignorando al turismo de masas, a los grandes cruceros que atraviesan la Giudecca, a los yates de los príncipes sauditas anclados en la Riva degli Schiaboni, o las esclusas del proyecto «Moisés» que no se terminan nunca por una corrupta ineficiencia, la Vieja Señora de la Laguna nos demuestra que al final todo se hundirá menos ella. Y como somos nosotros, los humanos, los responsables de ese naufragio -pero también de organizar esta feria inigualable, que es una hoguera de las vanidades- podemos decir como Madame de Pompadour: Après nous, le déluge. ¡Después de nosotros, el Diluvio!

Se decanta este mensaje en dos esculturas al aire libre: «Suport», de Lorenzo Quinn, que son dos manos inmensas y fantasmales que sostienen la Ca´Sagredo –e imaginamos que la ciudad y el mundo- y la columna fálica dorada de 22 metros, erigida por James Lee Bryan en el Campo San Vito, «Golden Tower». A ambos lados del Canal Grande se sitúan pues la reflexión y el tótem. Ninguno de los dos sirve para nada, pero son hermosos.

Encontramos la muestra más interesante en el palazzo Fortuny. Se titula Intuition. En ella se analiza y se medita ese acontecimiento que es la intuición. La de los artistas, para pulsar esa cuerda sutil que emociona y comunica. La del contemplador, con la súbita revelación de alma en un objeto inanimado. Es el triunfo de los comisarios sobre el resto del engranaje artístico, porque solo con maestría se puede hacer una selección oportuna para un marco tan trascendente como es el viejo caserón de San Benedeto.

Entre el agua del canal, las telas de Mariano Fortuny, los ladrillos, las bibliotecas, la madera de andamios y pilares, y las texturas de los muros, Axel Vervoordt y Daniela Ferretti sugieren laberintos que atraviesan cuartos blancos y cámaras oscuras. Con máscaras africanas, vacas sagradas, y clásicos contemporáneos. Utilizan para provocarnos todos los sentidos, dejándonos encerrados en una casa encantada en la que nos hubiéramos quedado si allí afuera no estuviera Venecia, como una intuición. Anish Kapoor, Jean Michel Basquiat, Marina Abramovic, Joseph Beuys, Giacometti, De Chirico, Ernst, Duchamp, o Breton; Galileo Galilei y Óscar Domínguez, Natalia Goncharova. Luces, sombras, nieblas, barro, juegos, performances hipnóticas. Una experiencia feliz y estremecedora en la que destacamos «Tristis est anima mea», una instalación de luces y sombras basada en el madrigal espiritual de Gesualdo de Venosa de 1661; y las «Volute» de agua nebulizada de Ann Veronica Janssens. Colaboran en la curadoría Dario Dalla Lana, Davide Daninos, y Anne-Sophie Dusselier.

Herederos de los legendarios mecenas y de los artistas lagunares, el magnate François Pinault y el implacable Damien Hirst se conchaban en una de las grandes imposturas de los últimos años y la sacralizan en las salas del palazzo Grassi y la Dogana.

Llena el patio del Grassi, un «Demonio con un cuenco», decapitado, de 18 metros de altura. No es auténtico, sino la copia en resina de un bronce más pequeño, encontrado en un pecio que llevaba sumergido en el Océano Índico más de dos mil años. Todo es mentira. Todo postverdad. El naufragio del Apistos, la nave en la que un liberto de Antioquía transportaba sus colecciones suntuarias, es el pretexto para una broma de dimensiones colosales. Hirst manufactura objetos degradados por el parasitismo marino, deformados por concreciones coralinas y calcáreas, pero también sus modelos idealizados, los fotografía minuciosamente, sumergidos en el mar, documenta con fotografías y cajas de luz el evento feliz de su recuperación, y así, entre colecciones de monedas, calendarios mesoamericanos, cráneos de unicornio, muñecos de Disney, y cabezas de soberanas egipcias, elabora el polémico británico –sumo sacerdote de la modernidad- una monstruosa quimera en la que no sabemos quién se está riendo de quien, si el artista, su equipo, el patrocinador, el director del museo, el alcalde de Venecia, ustedes que han pagado su entrada, o yo, que si me acredito como periodista no la pago.

Está la maqueta del barco, con la simulación de cómo se estibaron en su bodega los objetos, cuyas fichas prolijas se pueden consultar pasando sobre este modelo un pantalla escaneadora (que también es una farsa). Para añadir confusión, los rusos, los chinos, y los visitantes desinteresados, engañosamente informados por las explicaciones en inglés, y por los vídeos documentales, no parecen enterarse de lo que están viendo en este juego entre lo verdadero, lo mitológico, lo alegórico, y lo falso. Damien Hirst es una máquina de hacer dinero.

A los derechos históricos de las naciones prebélicas que monopolizan los Giardinni, se añaden cada vez más países, porque parece que todos quieren salir en la foto del certamen más antiguo y más célebre del mundo, récord de participación este año. Unos lo consiguen y otros no. Unos lo persiguen y otros se resignan a cualquier cosa. España malversa su privilegio con una proyección de vídeos de Jordi Colomer, curiosos y divertidos, sí, pero poco intensos para semejante celebración. Aun así, nuestro país reivindica en el pabellón internacional a Antoni Miralda –La Endible Performance- lo que nos parece acertado, y conectado con Colomer. Al menos Christine Macel, nuestra comisaria, es coherente.

Letonia nos deja perplejos con otra arqueología esotérica e inventada: «What Can Go Wrong», de Mikelis Fisers; mientras que Nueva Zelanda utiliza uno de los mecanismos clásicos de catarsis con una proyección -continuada y panorámica- que analiza de una manera bastante naif la agresión colonial, situando la cámara en un punto de vista adánico bastante poco creíble. Los griegos presentan «Laboratorio de dilemas», una instalación que arranca con el mensaje de «Las suplicantes», de Eurípides, pero se continúa con un extraño experimento inconcluso que se monta como un documental abierto, con el aire inquietante de una ucronía vintage.

La República argentina demuestra que cuando quiere es una gran potencia, con el gigantesco caballo con el que Claudia Fontes tira una vez más de mito fundacional, trabajando sobre las sensaciones y el enigma. Japón se viene arriba con las visiones post-industriales, anegadas en tinta negra, de Takahiro Iwasaki. Pero si hay un espacio que brilla con luz propia es China, que lucha por consolidarse también como referente cultural, basándose en algunos de los patrones tradicionales de su cultura milenaria, su comisario Qiu Zhijie concita una imagen delicada pero poderosa, sutil, y al mismo tiempo endiabladamente refinada, cuyos hilos conductores son la permanencia, y la continuidad.