Nunca hubiera imaginado que las dos últimas horas de vida fueran a ser tan anodinas. En algún momento había pensado en ataques de nervios, en llantos incontrolables, en un desmayo tras otro. Sin embargo, la celda seguía siendo la misma cosa, el sonido de la corriente eléctrica se escuchaba como un ligero rumor, el olor a verdura cocida seguía instalado en cada rincón y su respiración era regular y casi tranquila. La muerte iba a llegar con pereza, sin sobresaltos, como el cartero una mañana cualquiera de primavera.
G. era el más veterano de los reclusos condenados a muerte. Nunca había reconocido su crimen. Y no lo había hecho porque él no había matado a nadie. Eso era lo que decía. El jurado no lo creyó. Había ADN de G. en cada centímetro cuadrado de la casa, huellas dactilares en una docena de objetos incluido el cenicero con el que habían matado a ‘Sheila la Mofletes’, una puta cargada de años que terminó con una rotura de la base del cráneo después de recibir un golpe que resultó fulminante. Eso era cierto y lo extraño es que no hubieran encontrado todas aquellas pruebas. G. pasaba tanto tiempo en el piso como en su propia casa.
En el juicio nadie habló de lo mucho que ‘Sheila la Mofletes’ quería a G. Cuando ella no tenía clientes que atender, algo que cada día era más frecuente; cuando G. terminaba su turno en el cementerio como enterrador; solían pasear por la ciudad. Ella se agarraba del brazo de G. e imaginaba que caminaba junto a su marido, junto al hombre de su vida y no a la izquierda de uno de sus clientes más antiguos. Iban hasta el bar de Joe porque a G. le gustaban las costillas asadas con salsa picante. Cenaban y regresaban por el mismo camino por el que habían llegado. Mientras ‘Sheila la Mofletes’ pensaba en su matrimonio imposible, G. contaba las historias de los que había enterrado aquel día. Siempre inventadas.
‘Sheila la Mofletes’ quería a G. y él sentía un enorme cariño por ella. Amor de una parte, desahogo de la otra.
Tampoco quedó claro si G. tenía una coartada. Afirmó que esa tarde estaba en la cama con fiebre. Pero no había nadie sobre la faz de la Tierra que pudiera confirmar eso. Ni un testigo. Al contrario, alguno aprovechó para cobrarse facturas antiguas. Algunos testigos le habían visto merodeando, nervioso, en la calle de ‘Sheila la Mofletes; otros le vieron correr con las manos llenas de sangre por esa misma calle; eso sí, unos a las dos, otros a las tres, otros a las cuatro... Incluso hubo quién afirmó ver cómo escapaba a la carrera con un fajo de billetes en la mano el día anterior al asesinato. El juicio fue una chapuza, el trabajo de su abogado otra, y todo lo que rodeó su vida desde el día que apareció el cuerpo de la mujer se podría confundir con un enorme cataclismo en el corazón de la decencia.
Sin embargo, G. fue condenado a muerte. Era negro y eso, que ya en sí mismo era una carga pesadísima en aquella ciudad, fue definitivo para que un jurado declarase culpable de asesinato a G. y para que el juez le condesase a morir tumbado en una camilla. Alguien le inyectaría una mezcla de venenos y fármacos que le enviarían al infierno en pocos segundos. Porque era negro y ‘Sheila la Mofletes’ era blanca.
Soy la única persona que intentó hacer algo por G. Tras la muerte de ‘Sheila la Mofletes’ se quedó solo. Ni amigos, ni familiares (tenía un par de primos que no se interesaron en absoluto), ni periodistas, ni voluntarios que quisieran jugar al Monopoly las tardes de los domingos. Nadie. Solo yo.
Cuando me decía que él no había matado a nadie le contestaba, con sinceridad, que le creía. Él no podía saber que era yo el que había matado a esa puta, y le encantaba saber que al menos una persona tomaba en serio su palabra.
Iba a morir en unas horas y nada estaba siendo como él había imaginado. Del mismo modo que cuando era joven imaginaba el encuentro con su novia después de unas semanas separados y todo era distinto y sin pizca de emoción o romanticismo, se iba a encontrar con la muerte y no podía sentir, ni siquiera, miedo. Todo lo que pasó durante las últimas horas lo conozco porque G. lo dejó grabado. Nada de bolígrafos o lápices que pudiera clavarse en el cuello o en un ojo o en un oído. El espectáculo no podía convertirse en un escándalo. Los malos, además, no tenemos derecho a morir si nos detienen. Solo es posible que nos maten para que la sociedad sienta que se hace justicia y que los peligros son menores. Le dejaron una grabadora a medio metro de la puerta de la celda y pudo grabar eso de las últimas horas anodinas y de la visita del cartero cualquier mañana de primavera.
Maté a esa puta porque no hubo más remedio. Dejé que se cargasen al negro porque no había más remedio. Ella me recordaba a mi madre. La misma mirada triste, idéntica forma de esbozar una sonrisa triste, esa canción tarareada una y otra vez. Quand il me prend dans ses bras, Il me parle tout bas, Je vois la vie en rose... Si él no moría tenía que confesar yo. No había más remedio y debían morir.