‘EL BAZAR DE LAS SORPRESAS’. El escaparate de la vida

Lubitsch declaró en alguna ocasión que su mejor película fue ‘El bazar de las sorpresas’. Fue desde luego una de las joyas de su impresionante corona y una de las comedias románticas más entretenidas, entrañables, profundas y logradas del séptimo arte

29 jun 2015 / 09:55 h - Actualizado: 29 jun 2015 / 10:08 h.
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  • Fotograma de ‘El bazar de las sorpresas’ con James Stewart acaparando toda la atención: lidera el diálogo, viste de forma más llamativa... ¡hasta es más alto que el resto de intérpretes!
    Fotograma de ‘El bazar de las sorpresas’ con James Stewart acaparando toda la atención: lidera el diálogo, viste de forma más llamativa... ¡hasta es más alto que el resto de intérpretes!

El bazar de las sorpresas (The shop around the corner, 1940) es muchas cosas a la vez. Es probablemente la más bella historia de amor que dirigió Lubitsch. También es una comedia de costumbres que ilustra las estrecheces de la clase media en el periodo de entreguerras en una capital centroeuropea (Budapest). Es un esperanzador cuento navideño con ecos de Dickens. Y es además un acertado retrato de las relaciones de poder, compañerismo y rivalidad que se producen en una empresa.

Lubitsch y el que fue su mejor guionista, Samson Raphaelson, se basaron en una pequeña pieza de teatro húngara. Desde la primera secuencia a las puertas de la tienda de regalos sobre la que pivota la trama, el realizador nos va haciendo una magnífica presentación de todos los prototipos que concurren en un microcosmos empresarial: el empleado honesto que se atreve a decirle al jefe lo que piensa aun a costa de llevarse más de una colleja, los compañeros menos osados pero leales a su manera, el trepa que no da puntada sin hilo, la marisabidilla que disfruta dando lecciones, el cizañero liante sin escrúpulos. Y por supuesto, el complejo jefe y dueño del negocio, que es amable o despótico con sus empleados en función de cómo vaya la caja registradora o de cómo le haya sentado la cena de la noche anterior.

Lubitsch tardó menos de un mes en rodar esta maravilla. Habituados a que ambientara sus películas en palacios, mansiones y otros suntuosos lugares, resulta emocionante imaginarnos que también pudiera sentirse feliz rodando algo mucho más cercano a sus propios orígenes.

Al parecer, el cineasta quiso rendir un homenaje a su padre, un pequeño empresario berlinés. La puesta en escena es directa y sin pretensiones, totalmente acorde con los sencillos escenarios, ya que la mayoría de la obra transcurre dentro de la tienda (los personajes deambulan entre la zona principal, la trastienda y la oficina del dueño) o a sus puertas.

Lo más extraordinario de esta película coral es la inspirada manera en que los intérpretes otorgan vida, a través de sus diálogos, expresiones y movimientos, al ingenio del cineasta. El protagonista, el dependiente de más antigüedad, Alfred Kralik (James Stewart) descubre con estupor en un café de Budapest que la desconocida con la que mantiene una correspondencia romántica es su enemiga del bazar, Klara Novak (Margaret Sullavan). Gracias a la evolución de las miradas de Stewart, pasamos de apreciar su rechazo inicial ante el hallazgo a su creciente atracción ante la elocuencia de la joven.

Margaret Sullavan, que bordó su respondón personaje, pasa de irritarnos por su lengua afilada a inspirarnos piedad por su desesperación cuando la correspondencia amorosa que da sentido a su vida se suspende. La vulnerabilidad de sus posturas y sus expresiones faciales en momentos clave, como cuando se desmorona ante su apartado de correos vacío o cuando se transfigura al recibir una nueva carta, suponen una lección interpretativa de primer nivel.

En cuanto a los secundarios, todos estuvieron sobresalientes, con mención especial para Felix Bressart, que ya nos había hecho pasar buenos ratos en Ninotchka y reincidiría en Ser o no ser. Como el mejor amigo del protagonista, acapara varios de los momentos más divertidos de la cinta.

Cada vez que el jefe pide a los empleados que le digan con franqueza su opinión, huye despavorido. Cuando le explica a su amigo que para fundar una familia basta un piso pequeño nos tumba de risa: ¿Un comedor para recibir visitas? ¿Acaso eres un embajador? Si son amigos de verdad, te visitarán después de la cena...

Como muchas veces ocurría con Lubitsch en la etapa final de su carrera, más allá del divertimento, se nos pone ante cuestiones esenciales. Tal vez, él no pretendiera imponernos ningún mensaje, pero dada su gran inteligencia, era inevitable que su conocimiento de la vida aflorara en su obra. En esta película nos dio pinceladas sobre muchas cosas, especialmente a través de las vivencias del dueño del negocio (excelente interpretación de Frank Morgan) y del impacto que éstas provocan en los otros personajes del filme.

Así, a lo largo del metraje, Lubitsch nos habló del peso de la soledad y de la forma legítima y a veces desesperada en que tratamos de huir de la misma. Nos contó cómo en la historia del mundo cada uno tiende a abusar de su ámbito mayor o menor de poder: el jefe somete a los vendedores, que a su vez dan de menos al chico de los recados, que en cuanto es promocionado, se ensaña mezquinamente con su sustituto. También puso en evidencia cómo es más sencillo reaccionar con coraje frente a la arbitrariedad cuando somos independientes y cómo tendemos a contemporizar con los desmanes ajenos cuando tenemos una familia que mantener. Incluso trató del dolor insuperable que genera saberse traicionado por los seres más cercanos y el bálsamo que representa sentir que a pesar de todo hay quienes se preocupan por nosotros.

Todo esto y aun más en 100 minutos durante los cuales no dejamos de oscilar entre la risa y la sonrisa y de apreciar que la mirada del cineasta sobre sus criaturas estaba desprovista de acritud. Porque el toque Lubitsch era mucho más que un toque. Era un abrazo irónico, melancólico e indulgente a la condición humana.