«El dolor siempre cumple lo que promete»

Diez años después de su publicación, «El hombre que esculpió a Dios», del periodista Fernando Carrasco, continúa agrandando su leyenda. Tras reeditarse en numerosas ocasiones e incluso zarpar a la conquista del mercado nacional, su versión escénica nos permite reencontrarnos con los espíritus de Juan de Mesa y Martínez Montañés, mientras reflexionamos sobre la futilidad de la vida, el papel del arte y nuestras propias creencias. Estos días puede verse en el Teatro Salvador Távora

17 mar 2018 / 08:18 h - Actualizado: 13 mar 2018 / 18:33 h.
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  • Juan de Mesa y su esposa, María Flores perssonajes interpretados por JuanCollantes de Terán y Candela Cruz. / Fotografía de Paco Pérez
    Juan de Mesa y su esposa, María Flores perssonajes interpretados por JuanCollantes de Terán y Candela Cruz. / Fotografía de Paco Pérez
  • Juan de Mesa, personaje interpretado por Juan Collantes de Terán. / Fotografía de Paco Pérez
    Juan de Mesa, personaje interpretado por Juan Collantes de Terán. / Fotografía de Paco Pérez
  • ‘El hombre que esculpió a Dios’ es el ejemplo palpable de que las cosas hechas con el corazón calan entre el público. / Fotografía de Paco Pérez
    ‘El hombre que esculpió a Dios’ es el ejemplo palpable de que las cosas hechas con el corazón calan entre el público. / Fotografía de Paco Pérez
  • María Flores, personaje interpretado por Candela Cruz. / Fotografía de Paco Pérez
    María Flores, personaje interpretado por Candela Cruz. / Fotografía de Paco Pérez
  • Gamazo y Montañés. / Fotografía de Paco Pérez
    Gamazo y Montañés. / Fotografía de Paco Pérez

El6 de febrero de 1930, el diario ABC publicaba una pequeña nota en su sección de Andalucía, que, pese a haber sido insertada a poco del cierre, rápidamente se convertiría en un bombazo informativo, obligando a reescribir la historia del Arte, de la Semana Santa y, por extensión, de la propia Sevilla. Jesús del Gran Poder, una de las obras maestras del Siglo de Oro y espejo de la devoción de miles de almas, no había sido tallada por Martínez Montañés, el «dios de la madera», sino por su discípulo aventajado, Juan de Mesa. Decepción, incredulidad y enfado fueron algunas de las emociones experimentadas por los hermanos, fervorosos y cofrades al conocer el hallazgo del joven Heliodoro Sancho Corbacho, alumno de Filosofía y Letras, quien, tras sumergirse en el Archivo de Protocolos Notariales en busca de tesoros documentales, halló, casi por azar, su anhelada perla negra. Una revelación que, por un lado, engrandecía la figura del casi desconocido escultor cordobés y, por otro, desmitificaba de algún modo la leyenda de su maestro. Y es que la vida de Juan de Mesa y Velasco, nacido en Córdoba en 1538, y de quien no ha quedado ni un retrato, ni un escrito, ni una modesta biografía, era un completo misterio en los albores del siglo XX, y en gran parte continúa siéndolo hoy. Tan solo los contratos y documentos ligados a sus obras nos permiten especular sobre su sensibilidad, gusto estético y condición humana, sobresaliendo especialmente la carta de pago y finiquitopor la hechura de las imágenes de Jesús del Gran Poder y San Juan Evangelista para la hermandadde Nuestra Señora del Traspaso (1 de octubre de 1620) y el contrato de aprendiz en el taller montañesino, firmado el 7 de noviembre de 1607 en la escribanía hispalense de Jerónimo de Lara.

La visión de Fernando Carrasco

Este vacío histórico acerca del maestro de la imaginería, que, «a pesar de su corta vida posee una producción muy numerosa», según la historiadora del arte Pilar Calvo, fue uno de los acicates que impulsaron al periodista Fernando Carrasco a escribir su novela más exitosa hace una década. Un texto delicado y profundo que bajo el título El hombre que esculpió a Dios trataba de cubrir un hueco hasta ese momento insalvable. Narrado en dos tiempos —el siglo XVII y la época actual—, sus páginas nos permiten viajar al momento preciso en que Juan de Mesa alumbró su gran obra, permitiéndonos, a su vez, explorar su relación con otras figuras fundamentales en su vida, como el citado Montañés o la joven María de Flores, con quien se casó en la parroquia de Omnium Sanctorum en noviembre de 1613. Una terna de personajes reales que el tristemente desaparecido Carrasco supo combinar en el relato con otros fruto de su imaginación, y que ocho años después, y merced a un cúmulo de ‘benditas casualidades’, cobraron vida en el Hospital de la Caridad.

Del papel a las tablas

Uno de los mayores retos de la compañía de teatro La Contenida a la hora de enfrentarse a la novela y adaptarla, era la de extraer la esencia de la historia y otorgarle categoría escénica. Una tarea bastante compleja, pues por si por algo destaca El hombre que esculpió a Dios es por sus profusas descripciones —Fernando Carrasco no dudó en incluir hasta los contratos de las imágenes, por poner un ejemplo—, el retrato psicológico de los personajes y el uso del monólogo interior. Recursos que, si bien funcionan en el terreno puramente literario, suponen un obstáculo a la hora de ser dramatizados y llevados a un escenario. En este sentido, hay que aplaudir la labor del equipo recreando unos pasajes que en las quinientas páginas de la novela contaban con espacio suficiente para ser expuestos, pero que en el caso del teatro exigían un ritmo y un tempo completamente distinto. Asimismo merece destacarse la capacidad de sus artistas para ‘concentrar’ la acción en una hora, con el uso de un tablero y apenas cuatro fichas; juego en el que el director, Gustavo A. García, demuestra ser un maestro.

Francisco de Asís Gamazo

Al construir su novela, Fernando Carrasco optó, como muchos escritores, por el narrador omnisciente. Un recurso tradicional y efectivo que le permitía observar con ojo analítico la Sevilla del XVII, y por supuesto dotar de suspense a la trama paralela, acaecida en nuestro siglo. Esta decisión obligaba a La Contenida a escoger entre una voz en off o un narrador en primera persona, optando acertadamente por lo segundo y rediseñando, de paso, una de las figuras más logradas de su experimento. Nos estamos refiriendo al joven aprendiz Francisco de Asís Gamazo, interpretado en la función por Mario Boraita, cuyo papel es clave en la novela, y que en el caso del espectáculo se erige como auténtico timón del barco. Suya es la responsabilidad de meter en situación a los espectadores desde que se encienden las luces, de tomarlos de la mano y guiarlos por el tenebrismo de la historia, y de manejar los minutos con la precisión de un relojero. Pero es que además, el ‘joven’ Gamazo de Boraita «crece» junto a los personajes principales, se desnuda emocionalmente al igual que ellos, y demuestra estar a su altura en todo momento. Eso por no hablar de su pulcra dicción, su natural frescura o su carisma a la hora de conectar con el público.

Juan Martínez Montañés

Para entender la figura de Juan de Mesa hay que acudir necesariamente a su maestro y referente artístico, el escultor de Alcalá la Real, Juan Martínez Montañés. Un personaje que, en el difícil proyecto de La Contenida, no podía ser encarnado por nadie mejor que Pedro García. Y es que si el Mesa de Fernando Carrasco representa en cierto modo al antihéroe clásico, su Montañés es exactamente lo contrario. Fuerte, seductor, influyente y orgulloso, su retrato es a la imaginería lo que Lope de Vega a las comedias, de ahí que el actor que lo encarna haya recurrido al arquetipo del caballero áureo para otorgarle verosimilitud. En un rol controvertido y salpicado de aristas, García esboza todo eso y mucho más, pues a ese Montañés rotundo, enérgico e intimidatorio —cercano a las grandes siluetas del repertorio clásico español—, el actor añade un perfil sensible que nos agita y conmueve a partes iguales. Un matiz casi imperceptible en el arranque, pero que poco a poco va calando en el espectador hasta hacer cognoscible su drama. Magistral es su evolución física, discursiva y emocional y aún más su presencia escénica. Tanto, que sus entradas suelen coincidir con los momentos más álgidos del espectáculo. Frente a la inocencia de Gamazo, Montañés es la experiencia y el carácter; dos modos de enfrentarse a la vida que el responsable de la dirección ha sabido leer con madurez y acierto.

Juan de Mesa y Velasco

El triunvirato de Fernando Carrasco se completa con Juan de Mesa y Velasco, el escultor en la sombra, el talento en la madriguera, el eterno discípulo del superlativo maestro. Un personaje que, para cualquier actor andaluz, supone un inmenso regalo, pero también un reto, dado su perfil huidizo e indeterminado. En una época en la que los claroscuros están de moda, la figura creada por Juan Collantes de Terán trasciende el propio escenario. Si su parlamento ya resulta hondo, sincero y hasta piadoso en los diversos capítulos que componen la novela, en la versión de La Contenida roza incluso el misticismo. Ello se debe a su cuidado trabajo corporal, a la benignidad de su palabra y, sobre todo, a la humanidad de su gesto, características que lo emparentan con la tradición humanística y lo erigen como el vehículo perfecto para transmitir el mensaje. Junto a sus compañeros, Collantes eleva el texto a la categoría de arte, asumiendo en sus propias carnes la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, y trasladándola a la madera con clarividencia y mucho, mucho dolor. Ese dolor que para Germaine de Staël, «cumple siempre lo que promete», y que en la visión del recordado periodista, vertebra gran parte de la trama.

María de Flores

Como complemento vital, afectuoso y necesario, El hombre que esculpió a Dios le otorga al protagonista la mejor compañera posible. De este modo, la histórica María de Flores, cuyo ostracismo es mayor incluso que el de su marido, pasa a ser aquí una mujer tierna, hermosa y enamorada cuyos parlamentos nos permiten comprender las miserias de su personaje en contraste con el ascenso de su partenaire. Rol que recae en la maravillosa Candela Cruz, cuyo rostro evoca las ilusiones y el ímpetu de la juventud, pero también los sinsabores del paso del tiempo en las diversas fases del matrimonio. Con su palabra dulce, armoniosa y de una elegancia innata, María ejerce de esposa, pero también de confidente para el espectador, ofreciéndonos una estampa que bebe de las fuentes de Aristófanes, Calderón o Federico García Lorca, y se complementa con los ricos recursos propios de la actriz. En este sentido, el personaje esbozado por Cruz, y envuelto en telas moradas, nos ofrece la otra cara de la moneda, la del ser querido que aguarda al artista, que sufre su ausencia en silencio y lo apoya incondicionalmente en detrimento de su propio yo. O lo que es lo mismo: la generosidad de la madre, que ve tropezar a su hijo y acude rauda en su auxilio; que lo consuela en los momentos de traspaso y se muestra pletórica en los gloriosos; que escucha y aconseja pero jamás constriñe; que es faro incombustible y cálido regazo. ¿A qué nos remite esto?

Un producto redondo

Presentadas las fichas sobre el tablero, la responsabilidad de dotar de credibilidad a la historia recae en los cuatro intérpretes, pero también sobre el adalid de la función y su estupendo equipo. En este sentido, Gustavo A. García, actor, director y responsable de Tomateatro, con veinticinco años de experiencia en los escenarios, no duda en contar con los mejores profesionales. Desde Francisco José Cuadrado, cuya música y diseño de sonido está a la altura de los grandes —en su haber cuenta con bandas sonoras de películas, trabajos para TVE y producciones con Acciona—, hasta el sutil maquillaje de Marta Rodríguez Ferrete, pasando por el vestuario de Pepe Vázquez, todo en este espectáculo está medido y estudiado. Y qué decir de la iluminación, ejecutada por Julián Valladares a partir del mágico diseño de Antonio Villar, técnico de Teatro Clásico de Sevilla, cuya disposición en la sala es una de las sorpresas del montaje; o ese inteligente y práctica escenografía ideada por el grupo, que nos traslada a la época dorada de la imaginería en un ejercicio sensorial donde no existe la cuarta pared y en el que el espectador sufre, respira y llora a la par que los personajes. Ingredientes que, combinados con precisión y tras muchas horas de ensayo, dan como resultado un producto redondo que bascula entre los autos sacramentales del XVII y el teatro naturalista del XIX, pero con el sello posmoderno de esta joven compañía. En suma, El hombre que esculpió a Dios es el ejemplo palpable de que las cosas hechas con el corazón calan entre el público; máxime cuando su autor, un referente de la profesión y de las letras locales, puso el suyo en manos del Gran Poder una noche de Cuaresma, tras ver nacer a la criatura.