«El 7 de abril de 1766, quinientos cincuenta y un soldados del Regimiento de Córdoba, recién llegados de Cuba, se encerraron en el convento de San Francisco para iniciar un motín. Seis días antes, concretamente el día 1, el Señor del Gran Poder y la Virgen del Mayor Dolor y Traspaso experimentaron un extraño fenómeno en su capilla de la iglesia de San Lorenzo». Así comienza, como si de una novela de intriga se tratase, la última apuesta de El Paseo Editorial, Los orígenes modernos de la Semana Santa de Sevilla, un libro que puede leerse como ensayo histórico, relato de costumbres o manual para cofrades, y también para no cofrades, pues sus páginas contienen los ingredientes necesarios para captar la atención de cualquier sevillano, más allá de sus creencias y/o aficiones. Y es que Rocío Plaza Orellana, la autora de esta estupenda obra, posee una amplia experiencia en el terreno literario. Profesora de Historia del Arte en la Universidad de Sevilla, lleva años investigando la historia cultural andaluza de los siglos XVIII y XIX, especialmente en las temáticas del flamenco, los espectáculos escénicos, la moda y la literatura de viajes. Bagaje que le ha permitido publicar un buen número de obras, entre las que destacan El Flamenco y los románticos. Un viaje entre el mito y la realidad (1999); Los bailes españoles en Europa (2013) o Recuerdos de Viaje. Historia del souvenir en Andalucía (2013). De ahí que su particular visión de las cofradías hispalenses resulte tan académica como seductora.
Prohibido salir de noche
Son muchas las noticias, sucesos y curiosidades presentes en Los orígenes modernos de la Semana Santa de Sevilla, si bien las más jugosas tienen que ver con las vicisitudes de la propia ciudad. La primera de ellas se enmarca en el último cuarto del siglo XVIII, durante la Asistencia del Pablo de Olavide, un momento especialmente delicado por la centralización en la gestión económica y el ordenamiento político en nombre de la modernización. No en vano, y como nos recuerda Rocío Orellana, «el Estado legislaría desde los pagos fiscales al erario público hasta la distancia que mediaba entre la primera fila de asientos de las lunetas y la escena de un teatro». Intervención que perseguía aumentar los ingresos de la hacienda y fortalecer la nación, pero que se daría de bruces contra una población en la que nadie parecía dispuesto a dejarse reformar. En el caso de las hermandades, Carlos III fue especialmente riguroso. A través de una Real Cédula firmada el 20 de febrero de 1777, el rey prohibía los disciplinantes, empalados o cualquier tipo de espectáculo similar en las procesiones, como los penitentes de sangre, además de procesionar de noche. Y decimos bien: «procesionar de noche». Una medida impopular que Olavide ya intentó poner en marcha en la Sevilla de 1768, alegando desórdenes públicos y delitos amparados por las sombras, y que obtuvo el rechazo inmediato de los cofrades. De este modo, merced a la complicidad de las autoridades eclesiásticas y de importantes miembros del Ayuntamiento, algunas corporaciones señeras, como la de San Antonio Abad, sortearon las leyes hasta la llegada del decreto. A partir de ese momento es cuando la inventiva de los sevillanos adquiere matices épicos, tomando al Señor del Gran Poder como estandarte de su valiente empresa. De la Madrugá de 1791 a las riadas de Triana
Concebido como un primer volumen con vocación de continuidad, uno de los capítulos más apasionantes de este libro tiene que ver con la Madrugá de 1791. Jornada en la que debían procesionar hermandades tan populares como la Macarena, el Gran Poder y Las Tres Necesidades —vulgo Carretería— y en la que, por circunstancias, sólo llegó a salir El Silencio. Los detalles de aquella insólita noche, recogidos por cronistas como Félix González de León, son de lo más impactantes. Por citar alguno, baste decir que una tropa fue dispuesta en la plaza de San Lorenzo para evitar la salida de los nazarenos... Y es que no corrían buenos tiempos para nadie. Sin ir más lejos, las representaciones teatrales, una de las ofertas lúdicas preferidas por los españoles, se vieron interrumpidas durante la friolera de treinta años. En el caso de Sevilla, la actividad se reanudó el 17 de octubre de 1795, gracias al empeño de una pareja de cantantes italianos que, no sin muchas dificultades, lograron construir una sala permanente en la llamada calle de la Muela, hoy Pedro Caravaca, frente al actual Círculo de Labradores. Un recinto bautizado como Teatro Cómico que, lamentablemente, sólo sobreviviría un lustro. Pero aún resulta más trágico el pasaje correspondiente a 1800, cuando una terrible epidemia de fiebre amarilla asoló la ciudad en pleno mes de agosto. Capítulo que Plaza Orellana enfoca con brillantez, tanto en lo concerniente a su origen y desarrollo como a las acciones impulsadas para tratar de frenarla. Especialmente las religiosas, en las que no faltaron salidas extraordinarias promovidas por algunas cofradías de penitencia ni grandes funciones en la catedral. Pero si hay un apartado que resulta verdaderamente esclarecedor es el que tiene que ver con el desbordamiento del Guadalquivir y sus funestas consecuencias. Circunstancia que no solo golpeó con crudeza al arrabal de Triana, sino que truncó numerosas Semanas Santas —ya de por sí debilitadas por la guerra contra los franceses—. Es aquí donde probablemente la obra adquiere su mayor valor, pues además de reflejar la situación de los trianeros de entonces —las descripciones de visitantes como Richard Ford o Egron Lundgren resultan impagables— nos permite reflexionar sobre una zona de la ciudad tradicionalmente abocada al desastre. En suma, Los orígenes modernos de la Semana Santa de Sevilla es un despliegue de erudición en el que las cofradías ejercen su función narrativa con un discurso sorprendente, y que a la vez despierta en el lector una sed de conocimiento pocas veces vista. De ahí que su lectura resulte imprescindible.