El viaje de los malditos

La historia la cuentan Gordon Thomas y Max Morgan-Witts en su obra del mismo título; la novela Leonardo Padura en su extraordinaria ‘Herejes’; la transcribe Julian Barnes en ‘Una historia del mundo en diez capítulos y medio’

13 may 2015 / 19:57 h - Actualizado: 14 may 2015 / 13:53 h.
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  • El ‘Saint Louis’ escoltado por un alto número de embarcaciones en su periplo desgraciado por las aguas que debían llevarle desde Europa hasta La Habana.
    El ‘Saint Louis’ escoltado por un alto número de embarcaciones en su periplo desgraciado por las aguas que debían llevarle desde Europa hasta La Habana.
  • Inés y Renata miran con tristeza a través de un ojo de buey del transatlántico en una de las estampas más conocidas del maldito viaje.
    Inés y Renata miran con tristeza a través de un ojo de buey del transatlántico en una de las estampas más conocidas del maldito viaje.
  • Sólo los afortunados pudieron desembarcar del ‘Saint Louis’ tras llegar el barco a las costas de Cuba.
    Sólo los afortunados pudieron desembarcar del ‘Saint Louis’ tras llegar el barco a las costas de Cuba.

El 13 de mayo de 1939 el transatlántico SS Saint Louis, de la compañía alemana Hapag, zarpaba del puerto de Hamburgo con destino a las Grandes Antillas. A bordo viajaban 937 personas, familias en su mayor parte, en posesión de visados como turistas en viaje de placer expedidos por las autoridades consulares de la República de Cuba en Alemania. El navío, una motonave de propulsión diésel, ondeaba la bandera del Tercer Imperio Alemán. La travesía transcurrió con la normalidad con la que se desplazaban en la época los burgueses, entre juegos de mesa, paseos por las cubiertas y cenas elegantes. A la vista de las costas de Cuba se celebró el habitual baile de máscaras para celebrar la feliz llegada. Todo parecía previsible y normal. Tras entrar en la bahía de La Habana el barco izó el pabellón de cuarentena y se dispuso a recibir a las autoridades portuarias para verificar que los pasajeros estaban libres de enfermedades, una medida habitual para evitar la expansión de epidemias.

Entonces comenzó a escribirse una de las páginas más negras de la Historia de la Humanidad.

Porque los pasajeros del Saint Louis eran judíos. Llegaban huyendo de su país, donde habían vivido por generaciones enteras, aterrados por las nubes de tormenta que se cernían sobre Europa. El precio de sus pasajes –de los de sus esposas, de los de sus hijos– había sido TODO: haciendas, inmuebles, patrimonios enteros, sólo se les había autorizado a llevar consigo los bienes más básicos y diez marcos nominales del Imperio. Las comodidades del crucero lo habían sido por la voluntad del capitán Gustav Schroeder, en un intento de evitar deshumanizarlos aún más. Los salvoconductos que los debían amparar habían sido vendidos con engaño por los servicios diplomáticos cubanos y anulados posteriormente por una ley del parlamento.

La mayor parte de aquellos hombres –y mujeres, y niños– pretendían un tránsito en la isla antes de asilarse en los Estados Unidos, y el miedo de ambos gobiernos era que una oleada de refugiados siguiera el ejemplo del Saint Louis, que de hecho había debido ponerse a toda máquina para sobrepasar en el Canal de la Mancha al Flandre y al Orduña, que navegaban atestados en la misma dirección. Aun en estas circunstancias, el gobierno de Federico Laredo Bru inició innobles negociaciones aprovechándose del miedo de aquellas personas.

Se movilizaron en su favor las organizaciones hebreas y la judería de La Habana, junto con un comité de juristas que se constituyó a bordo. En contra presionaban los Estados Unidos, las organizaciones filonazis cubanas y los falangistas españoles residentes en Cuba, además de la opinión popular, siempre temerosa de lo extranjero, de lo diferente.

En aquella subasta de derechos, muy pocos, sólo los que tenían más recursos y conexiones internacionales, consiguieron desembarcar. El resto permanecía a bordo, como hechizado por la luz de los trópicos. Hubo intentos de suicidio, algunos pasajeros desesperados se lanzaron al mar, estallaron motines y revueltas pero todo fue inútil, no había dinero suficiente para las insaciables reclamaciones del Gobierno cubano, que finalmente denegaba el desembarco y exigía al capitán del Saint Louis que abandonase de inmediato sus aguas territoriales.

La expectación era tan grande que más de cien mil personas contemplaron la partida desde los muelles de La Habana con un nudo en la garganta. El barco partía escoltado por lanchas en las que les acompañaban hasta mar abierto sus familiares, los que les habían esperado en balde, y que ahora les gritaban que no tuvieran pena, que hubiera confianza, las costas de Florida estaban a menos de cien millas, la Tierra de la Libertad no les negaría el amparo.

No fue así. Un cúter de la marina estadounidense les esperaba con una noticia devastadora: los Estados Unidos de América denegaban el permiso y no se les autorizaba siquiera a entrar en su zona de exclusión marítima, ningún puerto de la nación –incluidos los de Puerto Rico– estaba dispuesto a recibir al Saint Louis. Cables y telegramas atravesaron entonces el mundo, llamando a todas las puertas posibles. Canadá rechazó la entrada. La República Dominicana exigió unas cantidades que nadie podía desembolsar. Honduras se enzarzó en negociaciones interminables. En los días siguientes Venezuela, Ecuador, Chile, Colombia, Paraguay y Argentina rechazaron acoger a los desgraciados. Así que un mes después de la salida el transatlántico viraba 180 grados y ponía proa de regreso a Europa, porque el aparato de propaganda de Goebbels había dado a entender –escupiendo sobre el mundo– que puesto que ningún país estaba dispuesto a recibir a aquellos degenerados, el Reich alemán se haría de nuevo cargo de ellos.

Es imposible concebir los sentimientos de aquellos desgraciados durante la singladura de regreso, agotados por la tensión, por el calor, y por el viaje, deshechos en desesperanza. In extremis, a las puertas del viejo continente, Francia, Gran Bretaña, Bélgica y Holanda aceptaron repartirse a aquellos seres humanos que fueron internados en albergues y campamentos. El resto de su relato pertenece a la Historia: el 1 de septiembre de 1939 el ejército alemán comenzaba su paseo triunfal sobre Europa, la desdichada Polonia fue rapiñada, Francia, Bélgica y Luxemburgo cayeron de un golpe, mientras las familias reales de Noruega y los Países Bajos salían hacia el exilio y Dinamarca era intervenida.

El destino de los pasajeros del Saint Louis se une al del resto de los judíos europeos y se inscribe con nombres funestos en los libros de Historia: Belzec, Dachau, Treblinka, Bergen-Belsen, Austwitch-Birkenau, Buchenwald, Flossenbürg, Gross-Rosen...

‘Herejes’

El escritor Leonardo Padura va más allá de la serie negra de Mario Conde, el detective fetiche que le ha llevado a la fama, y la mezcla en Herejes con toda una novela histórica, con dos tramas diferentes de investigación, y con una reflexión –también– sobre los imperceptibles movimientos de la sociedad cubana actual, en una obra que si en algún momento nos parece demasiado extensa, consigue resolver después con agilidad, y mantenernos atentos hasta la última página del libro.

A los aficionados no hay nada que decirles, el escritor muestra su oficio, socarronería, una mirada crítica, nos introduce en círculos y mundos que nos motivan a no detener la lectura. Para los legos, señalar que Herejes puede ser un buen acercamiento a la novela negra, a la de Leonardo Padura y a la literatura cubana, una trinidad que les va a dejar –seguro– con muy buen sabor de boca.

En un vaivén que nos arrastra desde el siglo XVII hasta la actualidad por Miami, La Habana y Ámsterdam, atravesando historias e Historia, componiendo un misterio que va enredando sutilmente al lector.

Una excelente documentación, interesantes referentes literarios y artísticos, y experiencia en escribir y en novelar, sitúan a Padura junto a los más potentes escritores actuales en lengua española. Herejes es cautivadora, electrizada por el pulso que le toma a la capital isleña. Pero no se queda ahí, sino que traza un mapa de la maldad humana a través de las épocas, destacando algunos hechos recónditos, interesantísimos, con los que ambienta sus páginas.

Hay guiños a la gastronomía, a las tribus urbanas, a la capacidad de sufrimiento del pueblo de Cuba en un relato magistral sobre las vicisitudes de los judíos como nación, que también llegaron al Caribe.

Establece además un itinerario alternativo desde donde provocar una mirada diferente sobre La Habana, como hace en todas sus novelas. ~

Calificación: excelente.

Tipo de lector: cualquiera.

Tipo de lectura: evocadora.

Argumento: variados e intensos.

Personajes: muy bien construidos.

¿Dónde puede leerse?: en La Habana, siempre, en el parque de Santos Suárez.