Elephant: El plano (secuencia) como postura moral

Una tragedia como la que sucedió en Colombine se puede presentar con la careta de la neutralidad. Y termina funcionando como el retrato de una sociedad enferma en la que la violencia es, casi, la normalidad. Gus Van Sant mueve la cámara de forma elegante y silenciosa para que sea el espectador el que vaya componiendo un fresco que pone contra las cuerdas a la mismísima condición humana.

17 dic 2016 / 12:13 h - Actualizado: 16 dic 2016 / 12:11 h.
"Cine","Cine - Aladar"
  • Con ‘Elephant’ el fallo ha estado siempre en nosotros. / El Correo
    Con ‘Elephant’ el fallo ha estado siempre en nosotros. / El Correo
  • Imagen de ‘Elephant’. / El Correo
    Imagen de ‘Elephant’. / El Correo
  • Poster de la película ‘Elephant’’. / El Correo
    Poster de la película ‘Elephant’’. / El Correo

La televisión muestra escenas del pasado, grupos de jóvenes uniformados, multitudes de personas con el brazo derecho en alto, esvásticas y al mismísimo Adolf Hitler. Dos estudiantes de secundaria se distraen con las imágenes, no parecen saber mucho de aquellos acontecimientos, se sorprenden con tal demostración de poder e incluso les cuesta identificar la icónica figura del Fuhrer. Inmediatamente después los chicos examinan el arma que han recibido por correo, un fusil automático destinado a la inminente masacre que se proponen llevar a cabo. Los viejos culpables ya no sirven para explicar la tragedia contemporánea.

Elephant es el aséptico retrato que Gus Van Sant hizo de la masacre de Colombine en la que fallecieron 15 personas a manos de dos de sus compañeros y alumnos de secundaria. Con ella el director recurre a un acontecimiento histórico terriblemente violento, uno que conlleva la interrogación sobre lo que somos y el origen de la maldad, para intentar explicarnos que esa raíz está en los fallos de la educación y en el defectuoso desarrollo de las relaciones humanas.

A pesar de que Eric y Alex no empatizan con el nacionalsocialismo, o lo hacen sólo de manera muy superflua, su acto criminal procede de los mismos lugares de los que surgió aquel. El abandono de una nación, el profundo sentimiento de inferioridad de un país y el deseo de reconocimiento y afirmación de todo un pueblo; aquí es el de dos chicos impopulares, sin una verdadera sensación de pertenencia, con padres ajenos a sus problemas e incluso con un sentimiento de frustración sexual. Sin embargo, algo ha operado de forma distinta en esta reciente ocasión, los dos chicos no necesitan de la presencia carismática y autoritaria de un líder, no necesitan de consignas o uniformes; no precisan del grito colectivo, al contrario, lo eluden; se sienten al margen, desplazados y humillados y buscan un acto que les haga sentir no sólo dueños de su propia existencia sino de la de los demás. Eric y Alex habitan un mundo sin afectos, un espacio enclaustrado en las cuatro paredes de una habitación que no necesita de grandes acontecimientos colectivos, sólo la soledad de la pantalla y un videojuego con el que sentirse dueños de ejercer la violencia (el mundo virtual es lo único que les permite obtener lo que mas desean (en realidad lo que casi todos buscamos en él), una sensación de importancia, de trascendencia dentro de un mundo anodino.

¿Es, entonces, desde este sentimiento de frustración desde donde surge la maldad? No necesariamente, Van Sant nos presenta a los compañeros de instituto, víctimas en vez de verdugos, con problemas similares a los de los asesinos: el padre de John es alcohólico, Anette tiene un grave problema de autoestima con su físico que no se corresponde al estereotipo requerido; sus compañeras, muy populares, si poseen ese físico que mantienen gracias a un desorden alimenticio que viven casi como un acto ritual de comunión entre ellas; y, así, todo el microcosmos del instituto parece contener cada trauma multiplicado desde una generación hacia la siguiente. Este es el gran acierto del director: centrando la acción en el día de los acontecimientos apenas nos da pistas sobre los abusos sufridos a manos de sus compañeros por los jóvenes que cometen el magnicidio; al contrario, el desorden emocional nos es mostrado a través de las víctimas, que lo son ya antes de los disparos, víctimas de la sociedad emocionalmente quebrada que engendró a sus asesinos.

Elephant es lenta, y durante la mayor parte de su metraje no parece pasar nada importante aunque todo lo importante está ya pasando. Van Sant ha sabido canalizar en ella una herencia roselliniana a través del filtro abrupto del Antonioni mas áspero e interesante, y como aquellos grandes maestros nos muestra sin cesar una parte o una totalidad de lo que cada ser humano esconde, reflejándolo en las acciones más vacuas o intrascendentes. Y es aquí donde surge el milagro de este film ganador de la palma de oro en el Festival de Cannes, pocas veces un ejercicio estilístico fue tan pertinente lanzando un mensaje directo a la conciencia de todos: la maldad nos acompaña en la cotidianidad porque surge directamente de nosotros y la propagamos como un cáncer a los más jóvenes. La maldad es la falta de afecto que nos rodea en el día a día.

Los precisos planos secuencia persiguen a los personajes en su paseo rutinario por los mismos pasillos y sus encuentro con los no menos familiares rostros de compañeros y profesores; el acto cotidiano exige toda la atención del director no solo para introducir en el espectador un nueva percepción de los mismos y hacer hincapié en la importancia que cada acontecimiento por nimio que sea tiene en nuestras vidas, es, también, una forma de profundizar en la sociedad de lo intrascendente, la que bajo la fría luz y monotonía de una superficie aparentemente pulcra produce monstruos como los que soñara Goya en sus grabados. Van Sant hace suya la celebre afirmación de Godard de que un movimiento de cámara es una cuestión moral y elige la fría persecución casi documental de sus personajes, el aséptico encuadre de los espacios, los planos fijos interminables en los que el movimiento continuo de las nubes se presenta como único indicio de que algo está pasando, porque siempre algo pasa. Cuando la violencia estalla al final, cuando los acontecimientos se vuelven trágicamente excepcionales, lo moral no sucumbe al espectáculo y el director no pierde el pulso mostrándonos la matanza con la misma distancia y frialdad que un entrenamiento de rugby o el ensayo de una pieza de piano. No se puede decir mas claro.

George Steiner nos avisaba en Lenguaje y silencio: «... sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o Schubert, e ir por la mañana a su trabajo a Auschwitz».

En Elephant la más trágicamente romántica pieza musical acompaña los momentos más ordinarios, los que nos dirigen inevitablemente a un destino. Lo sabremos cuando nos muestren a Alex practicando el Claro de luna y vislumbremos la paradoja de nuestro ineficazmente llamado humanismo; las mismas sensibles manos que interpretan la pieza apretarán el gatillo y asesinarán a los inocentes, y aunque se nos sugiera la sutil idea de que a Alex le resulta mucho mas fácil aprender a disparar que interpretar a Beethoven, esa certeza no deja de ser igualmente terrible.

Elephant no justifica ni condena, pero nos da todas las pistas necesarias para intuir que el fallo ha estado siempre en nosotros y que se mantiene gracias al mundo ficticio creado como una pantalla para ocultar la fatídica realidad; a los seres humanos les cuesta amarse.