En Río Grande, allá en Tierra del Fuego

Un viaje y una conversación con Niní Bernardello le sirve de excusa a la poeta Concha García para construir un delicioso relato sobre uno de los múltiples viajes que ha realizado por aquella zona del mundo. Cada detalle del paisaje, cada objeto inmóvil, un olor concreto o algo que resulta extraño, son los ingredientes con los que se nos invita a conocer Río Grande una ciudad del sur de Argentina.

20 may 2017 / 12:37 h - Actualizado: 18 may 2017 / 17:38 h.
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  • Estrecho de Magallanes. / Concha García
    Estrecho de Magallanes. / Concha García
  • Río Grande. / Concha García
    Río Grande. / Concha García
  • Río Grande. / Concha García
    Río Grande. / Concha García
  • Nini Bernardelo. / Concha García
    Nini Bernardelo. / Concha García

Amanece después, casi a las nueve de la mañana, se puede ver una franja de luz anaranjada que desaparece pronto; luego, la luz es grisácea. Río Grande es una ciudad situada en el sur de Argentina, en la Isla Grande de Tierra del Fuego. Unidas por la Ruta Nacional N° 3 que en tantas ocasiones he recorrido atravesando la Patagonia, 2.656 kilómetros separan a Río Grande de la ciudad de Buenos Aires. Para llegar hasta ella cruzas el estrecho de Magallanes en un transbordador que nos deja en la parte chilena de la isla. El trayecto es muy corto. Cuando sales para tomar el autobús, lo que se ve es meseta y ovejas. Una parte de Tierra del Fuego pertenece a Chile y otra a Argentina.

En Río Grande el frío te penetra hasta los huesos. Caminas y el aire se lleva las bolsas de plástico a una velocidad trepidante. El viento ulula y solo quieres entrar en cualquier lugar caliente. Esta mañana las campanas metalizadas de la iglesia sonaban desde toda la población. Las calles vacías de domingo ensanchaban la resonancia de las campanas, sonidos que provenían de una catedral europea, una grabación vieja y con un alto volumen que alertaba a los vecinos de la hora de la misa. Las once. Entré a la iglesia y cantaban unos jóvenes con la guitarra. El techo de madera cubría la única nave que la constituía. Entraba gente de todas las edades. Una mujer con mucho colorete, con la que nos habíamos cruzado momentos antes en la calle, entristecida y cabizbaja, saludaba a una amiga que se sentaba junto a ella en el primer banco de la iglesia. Estaban preparados para la ceremonia. Una pequeña mesa a la entrada albergaba una suerte de representación de la mesa pascual, una copa de vino en medio le otorgaba una realidad fuera de toda simbología. Salir de nuevo a la calle con el cuello del chaquetón hasta arriba y caminar entre las casas chatas en las amplias calles desoladas. Llego a la casa de Niní Bernardello, poeta cordobesa, de Cosquín, en la Calle Moyano. Nos abre sus puertas y, poco a poco, nos vamos familiarizando con ella. Ofrece café caliente y té. Está nerviosa y sorprendida. El viento dentro de su casa resoplaba y engordaba el silencio, pensé que sería muy fácil dormitar de tanto en tanto en un ambiente así. Tan solo tenemos tiempo y hay que elegir muy bien con quien compartirlo y cómo. Hemos hablado de poesía, claro. El proceso de creación es bien simple: llega, hay que atenderlo. Comenta Niní que durante mucho tiempo escribía en una libreta con hojas en blanco y la forraba de radiografías para que no entrara nada. Ella saca de esos cuadernos su escritura. La responsable soy yo, dice. Con toda naturalidad hemos entrado en parcelas de su intimidad, le gusta hablar, que le pregunte. No tengo con quien hablar de estas cosas, sólo con mi compañera. He subido al taller de pintura, llena de objetos y utensilios para pintar, todo muy abigarrado. Dice Niní que trabaja simultaneando la pintura, la cocina y la escritura. Dice que hay que mirar de costado, con el rabillo del ojo, por si acaso. La realidad es todo lo que hay. No incorporarla tanto que llegue a ser real. Sospechas de que en cualquier caso la amenaza está presente, no hay que mirar, no hay que dar cuentas de ella, dejar pasar. Tranquilizarse, serenarse.

Rio Grande crece. Ahora ya sobrepasa los cien mil habitantes, más que en Usuhaia, dicen. Hemos paseado en un taxi por la ciudad. Atravesamos el puente, vimos la desembocadura del Río Grande, que viene de Chile, el sol se iba poniendo, en un rato anochecerá, no hay transición. El mar lleno de conchas y de algas que arrastró la marea baja. Un mar frío, grisáceo, un mar triste y fiero, intransitable para un cuerpo que desee nadarlo. Las metáforas aquí son distintas, deberían serlo. De repente se hace de noche y las ventanas se encienden. Aquí vivieron durante siglos los Selknam u Onas, pueblo originario de estas tierras cuando aún la isla estaba unida al continente, pero esta historia la explicaré en otra entrega.