En un castillo encantado

Habíamos escrito de su fiesta grandiosa en un artículo, la pasada semana. Hoy hacemos un repaso a la vida y las moradas que habitó el millonario hispano-mejicano don Carlos de Beistegui. Una vida dedicada al arte, a la exhibición, a la decoración de ambientes refinados en los que pasaban cosas. Un castillo en las afueras de París fue la residencia favorita -y el retiro- de un personaje excéntrico y singular.

11 jun 2016 / 12:46 h - Actualizado: 06 jun 2016 / 13:21 h.
"Arte - Aladar","Historia"
  • El castillo de Groussay. / El Correo
    El castillo de Groussay. / El Correo
  • Comedor inspirado en el cuadro de Ollivier. / El Correo
    Comedor inspirado en el cuadro de Ollivier. / El Correo
  • La «tienda» de azulejos de Delft. / El Correo
    La «tienda» de azulejos de Delft. / El Correo
  • El teatro del castillo de Groussay. / El Correo
    El teatro del castillo de Groussay. / El Correo
  • El palacete de la rue Constantine dibujado por Serebriakoff. / El Correo
    El palacete de la rue Constantine dibujado por Serebriakoff. / El Correo

En 1964 los anticuarios de todo el mundo se lanzaron a la subasta del mobiliario del palacio Labia, que Beistegui terminaría vendiendo a la Radiotelevisión Italiana. Cerámicas chinas, holandesas, y alemanas; esculturas barrocas de efebos coronados de plumas de avestruz, grandes fanales de madera dorada, chucherías, muebles, tapices, y destacadas pinturas de Zugno, Lawrence, y Zais. Todo el dinero sería reinvertido en la ampliación del castillo de Groussay.

Aunque a este le aguarda el mismo destino. Tras el deceso de Carlos en 1970, fue puesto en venta por un precio de salida de diez millones de dólares por Juan, sobrino y heredero del millonario, después de la mayor subasta pública celebrada en Francia desde la dispersión de las colecciones reales de Versalles. Duró seis días completos, y se remató por un importe superior a los ciento sesenta y siete millones de francos.

Miles de personas desfilaron los días anteriores a la venta por la sede de Sotheby´s en París, ante la que se acreditaron compradores de más de veintiséis países. Más de tres mil, en línea en los cuarenta teléfonos habilitados, pujaban en medio de una tremenda expectación, según se anunciaban los lotes, puesto que el estado francés ejercitaba una y otra vez su derecho de tanteo sobre muchos de ellos para evitar la salida del país.

Los empleados de la casa de subastas vestían para la ocasión los trajes diseñados para la inauguración del teatro del castillo en 1957, en la que el elenco de la Comédie Française interpretó el Impromptu de Groussay, de Marcel Achard, y fueron recibidos con aplausos. Acababa de bajar el telón sobre una época dorada para no volver a levantarse nunca más.

El origen de la familia y de la riqueza legendaria de los Beistegui se remonta al siglo XVII, cuando Juan Antonio de Beistegui abandona la villa vascongada de Mondragón para buscar su fortuna en Méjico. Prestamista, inversor después, y más tarde propietario de unos grandes almacenes, su fortuna se multiplica al encontrar un filón de plata en la mina Real del Monte, cerca de Pachuca, que había comprado a una compañía inglesa, y de la que supo desprenderse en el momento justo, antes del desplome del precio de la plata en el mercado internacional y la extinción del yacimiento. Uno de sus nietos, nombrado embajador de Méjico ante Alfonso XIII recuperó la nacionalidad española por decreto real, y la transmitió a sus dos hijos, uno de ellos fue don Carlos de Beistegui y de Itúrbide, nacido en París en 1896.

Educado en los colegios de Eton y Cambridge como un gentleman, Carlos dedicó la vida a disfrutar de su inmensa fortuna coleccionando casas, y fiestas. Fue sobre todo un esteta, interesado en un arte efímero que nunca ha sido suficientemente valorado, la decoración de interiores. Su nombre estará unido siempre al de Alexander Serebriakoff, pintor detallista especializado en la reproducción de interiores, para los que su hermana Catherine pintaba los cuadros, miniatura dentro de la miniatura.

En 1929, inspirado sin duda por la villa cubista que Mallet-Stevens había diseñado, cuatro años antes, para los vizcondes de Noailles en Hyères, en el sur de Francia, Carlos encargó a Le Corbusier que le construyera una «máquina para habitar» sobre el ático de un edificio en los Campos Elíseos. Fue la primera de las cuatro moradas que marcaron su vida. En palabras de Cecil Beaton: «Desde Luis II de Baviera nunca se habían visto tantos candelabros en una sola estancia; ni Catalina de Rusia reunió tantas cajitas de oro en una sola mesa». Decorado en una mezcla de estilos imposible -e iniciática como se ha comprobado después- mezclaba el Segundo Imperio, el surrealismo, y el maquinismo modernista. Una pared entera de vidrio se desplazaba al pulsar un botón y daba paso a la terraza, desde donde se podía ver el ajetreo del boulevard. En esta logia cubierta se habían dispuesto muebles Luis XV, lacados en blanco, sobre el primer césped artificial que se instaló en París. En el interior, una pantalla de cine oculta por una pared de espejos venecianos, y una araña de cristal que desaparecía automáticamente, representan el inicio de la modernidad.

No consiguió –nunca podrá hacerlo- despegarse de un pasado que le fascinaba, así que había, además, esculturas de negros gigantescos con turbantes emplumados, un caballo balancín con gualdrapa de piedras preciosas, una escalera en espiral en torno a una columna de cristal que conducía a la azotea, y obeliscos de pórfido rojo. Un periscopio permitía observar el ambiente de la ville-lumiérè, y un dispositivo especial de audición se conectaba por la noche con los principales teatros de París.

Pronto se cansó de una construcción moderna que le impedía desarrollar su gusto por lo escenográfico.

En 1939, con la guerra cerniéndose sobre Europa, adquirió el castillo de Groussay, cercano a la localidad de Montfort-L´Amaury, a cuarenta kilómetros de París, y con la ayuda del decorador de origen cubano Emilio Terry lo convirtió en la obra de su vida. Una dedicación tan exclusiva que nos hace imposible no recordar las palabras de Huysmans: «un ideal lejos del mundo, una Tebaida refinada donde se pudiera bañar en una definitiva quietud lejos del incesante diluvio de la imbecilidad humana».

La impresionante mansión, que había sido construida en 1815 para la duquesa de Charost, y perteneció después a una princesa rusa, será sucesivamente reformada y ampliada.

Destacan en ella la gran biblioteca de caoba, en dos pisos; el teatro, inspirado en el de la Margravina, de Bayreuth, con capacidad de acoger a doscientos cincuenta espectadores, que Terry pensó inicialmente construir en el jardín, en el interior de una pirámide; el gran salón comedor de estilo holandés, la «tienda» de azulejos de Delft, y el puente palladiano del jardín.

Durante la guerra, con medio país bajo el dominio de las tropas de ocupación nazi, Carlos, que disfrutaba de inmunidad como agregado de la embajada española en París, no cesó de dar picnics en el fabuloso parque de treinta hectáreas del castillo, donde los invitados, cuando no podían llegar en bicicleta desde la ciudad ocupada, eran recogidos por el Rolls Royce de Beistegui, provisto para mayor seguridad de placas diplomáticas, para merendar sobre el césped, mientras los aviones de guerra se reflejaban en las vajillas de plata.

El caballero heredó un palacete en París -rue Constantine- en 1945 y lo transformó en una pieza maestra de la decoración. Para el comedor hizo reproducir el ambiente del célebre cuadro de Ollivier, Le Thé à l´anglaise chez le prince de Conti. Piezas desmesuradas comenzaron a formar parte entonces de sus composiciones, aportando un toque teatral: cortinas negras, enormes mapamundis renacentistas, estandartes, antorchas, bustos de emperadores romanos. Porque «lo más importante no es la belleza de los objetos, sino la personalidad que emerge de su disposición».

En los años cincuenta, Carlos de Beistegui cedió su colección de pintura al museo del Louvre, con la condición de que estuviera para siempre presidida por el retrato que le hizo Ignacio de Zuloaga. El castillo de Groussay, catalogado hoy como Monumento Nacional, se puede visitar.