Escritoras heridas: Wolf, Plath, Pizarnik y Bachmann

21 oct 2017 / 08:59 h - Actualizado: 22 oct 2017 / 10:18 h.
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  • Virginia Woolf. / El Correo
    Virginia Woolf. / El Correo
  • Sylvia Plath. / El Correo
    Sylvia Plath. / El Correo
  • POrtada de ‘La campana de cristal’. / El Correo
    POrtada de ‘La campana de cristal’. / El Correo
  • Alejandra Pizarnik. / El Correo
    Alejandra Pizarnik. / El Correo
  • Portada de ‘Nueva correspondencia (1955-1972). / El Correo
    Portada de ‘Nueva correspondencia (1955-1972). / El Correo
  • Ingeborg Bachmann. / El Correo
    Ingeborg Bachmann. / El Correo
  • Portada de ‘Ansia’. / El Correo
    Portada de ‘Ansia’. / El Correo

Virginia Wolf, sumida en serias reflexiones sobre la condición de la mujer escritora a través de los siglos, sabía que cualquiera nacida en el siglo dieciséis dotada además con un gran talento, se habría vuelto loca o suicidado, porque una muchacha que hubiera tratado de usar su inteligencia y sensibilidad para la poesía habría tropezado con toda clase de trabas. Ella abrió las puertas de muchas de las habitaciones propias de mujeres escritoras, sin embargo, también terminó con su propia vida tal como había vaticinado con las anónimas poetas del dieciséis.

¿Qué hace que alguien aparentemente favorecida en cuanto a la situación económica y como escritora tome un día tal determinación?

Un año después de que Virginia Wolf publicase Las Olas, en 1932, nace en Boston Sylvia Plath, autora de más de 170 poemas, una novela, y bastante prosa diversa, todo ello escrito en menos de una década. De sus poemarios El coloso o Ariel y su novela La campana de cristal se han vendido entre ochenta mil y cien mil ejemplares cada año.

Sus padres, de origen alemán y austríaco, eran cultos y tenían una buena posición económica. Plath era una niña rubia y alta, en las fotografías de su infancia se le ve feliz junto a su hermano o con sus progenitores. Sin embargo, la sombra de un padre demasiado abocado en la profesión como profesor universitario y entomólogo, dejó un vacío en la niña que iría acuñándose en el futuro a modo de poemas tan geniales como El Coloso o Papaíto. Tiene Sylvia ocho años cuando el padre fallece, todo cambia, los recursos económicos merman en la familia y ella comienza a sentir una gran necesidad de sobresalir –algunos se lo reprochan a la madre-. Esta necesidad le llevó años después a estudiar –siempre con becas- en los mejores colegios de su país y después en Inglaterra. Fue alumna brillante en un mundo donde las mujeres iban a estudiar sobre todo para conocer a sus futuros maridos. La sociedad americana de los años cuarenta y cincuenta fomentaba que el objetivo principal de las mujeres fuese el matrimonio –recordemos la inocencia seductora de Dorys Day como modelo de perfecta mujer americana- . La vocación de Sylvia Plath por escribir se manifiesta pronto, su deseo de vivir de la escritura y de la enseñanza hacen de ella una brillante alumna cuya vocación tiene que compartir con otra: el matrimonio. Se preguntaba: ¿Agotará el matrimonio mi energía creativa? Salió con varios chicos, pero muchos no la volvían a llamar, les impresionaba su altura –medía casi un metro ochenta- y su inteligencia.

La sociedad fomentaba la escisión que vivían muchas mujeres en aquellos años entre el deseo de tener una profesión y la imposición de casarse con hombres que no comprendían esa necesidad. Con veintiún años se intentó suicidar por primera vez tomándose varias pastillas. Un tratamiento feroz de electrochoques no consiguió disuadirla de su contradicción, por eso quizás deseaba un marido «alto y brillante», no un hombre vulgar. Justo cuando se licenció, en 1955, sus primeros poemas ya reflejaban la tensión de su existencia. Después de dos noviazgos infelices y mientras está en Cambridge gracias a una beca Fulbright conoce al poeta Ted Hugues. Esa noche escribe en su diario: «Me besó de golpe en la boca y me arrancó la cinta de los cabellos... / cuando salimos de la habitación le bajaba sangre por la cara». La violencia que refleja esa pasión irá acrecentándose durante los seis años que durará el matrimonio en detrimento de su propia tarea de escritora. «Tenía la sensación de que la obra de Ted era más importante que la de ella –escribe su biógrafa Linda W. Wagner- ella compraba, cocinaba, limpiaba, y pasaba a máquina los manuscritos de Ted. Logró su sueño: casarse y dar clases en la Universidad, pero no era feliz, algo doloroso emergía siempre y muchas veces se convertía en poema: El corazón se cierra / el mar se desliza en retirada / los espejos están amortajados».

Tuvo dos hijos, una casa en el campo y éxito literario, pero sin embargo no era feliz. Un año antes de su muerte, en 1962, escribió poemas que reflejaban una gran ansiedad y se adentraban en el tema de la muerte, quizás comenzó a vislumbrar la trampa de su propia vida y en Agosto de ese año decide separarse. Escribió en su diario: «Mi tragedia es haber nacido mujer». Su marido se había enamorado de otra poeta, Asia Gutman, que también acabaría suicidándose. Ella se queda sola con sus hijos, el invierno en febrero de 1963 es demasiado frío en Londres, las cañerías de su casa se congelan, y los amigos la habían abandonado después de la separación matrimonial. Una mañana deja a sus dos hijos un vaso de leche junto a la cama –eran demasiado pequeños ¿pudieron tomarla?- Abre el gas e introduce la cabeza en el horno. Tenía treinta y un años, cinco menos que Alejandra Pizarnik, la poeta argentina de origen ruso y judío cuyos poemas siguen siendo una antorcha para quienes aman el lenguaje.

¿Motiva el lenguaje un impulso fatal que hace cometer tales actos de extrema locura o lucidez? Decía Alejandra: «Existe en mí una sospecha de que lo esencial es indecible». ¿Acaso la conciencia de desarraigo es un lastre o quizás el tesoro más preciado? Cuando nace Alejandra Pizarnik en 1936, sus padres llevaban dos años en Buenos Aires, habían llegado sin conocer la lengua española, sólo sabían hablar ruso y yiddish dada su condición de judíos. Llegaban de una Europa espantada por el avance del nazismo, del fascismo y del estalinismo. La pareja de emigrantes había disfrutado en su país de una situación económica estable, el padre tocaba algunos instrumentos musicales y ambos eran cultos. Algunos dicen que Alejandra sentía fascinación por su padre, de porte elegante, con ojos azules y amante de la canción francesa. Como Sylvia Plath, ella tuvo su primer analista en la adolescencia, una adolescencia llena de problemas importantes para esa edad: tenía granos en la cara, asma y era gordita. Dicen que Alejandra cuando logró adelgazar abría la puerta de su apartamento en ropa interior para enseñar aquel cuerpo que por fin era aceptado. A los dieciocho inició estudios de Literatura y Periodismo que abandonó para estudiar pintura, disciplina que también dejaría para dedicarse exclusivamente a escribir. Representaba el prototipo contrario a lo que quería la sociedad argentina de aquellos años –como la América de Sylvia Plath de los cuarenta y cincuenta- se le pedía a las jóvenes discreción y buena conducta. La femenidad se concretaba en vestidos de telas vaporosas y en poseer habilidad para las tareas del hogar con el objeto de prepararse para la finalidad exigida: el matrimonio. Alejandra no encajaba en aquella sociedad –la de Perón y Evita-. Descubrió las anfetaminas primero para adelgazar, pero luego las necesitaría para todo, sobre todo para escribir. Y escribió mucho, desde La tierra más ajena en 1955 hasta su último libro El infierno musical en 1971. Construyó un personaje extravagante con su vestimenta y sus modales, quizás porque no se sentía feliz con su cuerpo. Fue amante de la noche, del existencialismo y de los poetas malditos. Su vida era pura literatura y era amiga de Julio Cortázar, Octavio Paz, Olga Orozco, Oliverio Girondo... Todo parecía favorecer a aquella muchacha cuyo don era la escritura. Vivió en París cuatro años buscando una patria acorde con su mundo mítico, durante cuatro años encontró ese lugar. Allí, por ejemplo, mecanografió la novela de Cortázar Rayuela y se hizo amiga de Bataille. El mundo parecía sonreírle. Sin embargo, la escritura era también un arma letal que daba cuenta de su propia angustia: «¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado». Algo, un sentimiento profundo de desarraigo le desgarraba poco a poco. Regresó a París en 1969, pero ya no era la misma, se siente extranjera sin patria y quizás toma conciencia de su condición de judía –quién sabe- y busca en el lenguaje esa patria. Recuerda la tristeza de sus padres ante el horror del nazismo, pero tampoco el lenguaje parece llenarle. A partir de 1970 inicia un proceso de clausura progresiva que culminaría en el primer intento de suicidio. Luego escribe una serie de poemas donde emerge la muerte de ese padre tan querido. El último año de su vida fue muy productivo, parecía que experimentaba una mejoría, pero vuelve a caer. También conoce el amor mirando a los ojos de otra mujer y ese amor le zarandea, le deja sin lenguaje: «mi persona está herida». También hubo llamadas antes de que se tomara las cincuenta pastillas de Seconal, pero nadie estaba disponible. Nadie sabe si fue un deseo de descanso profundo o el último gesto de una escritura que desde la adolescencia hablaba ya de locura y muerte.

Un año después, en 1973, Ingeborg Bachmann, la poeta en lengua alemana más importante de la segunda mitad de siglo, muere de una manera un tanto extraña en su apartamento de Roma. Después de haber ingerido algunas pastillas para dormir se echa sobre la cama y enciende un cigarrillo. La encontraron intoxicada. La escritora austriaco-alemana había nacido en 1926 en Flagenfurt, Pocos años después de la primera guerra mundial. Sus padres provenían de una familia de campesinos de Carintia, pero su origen humilde no impidió que la Bachmann viviese en un ambiente culto –su padre era maestro- que la llevó a estudiar filosofía en Viena. Creció en un lugar fronterizo y quizás ese hecho, habitar una región donde se entrecruzan costumbres, creencias y tradiciones, le dio cierta conciencia de desarraigo. Poco antes de cumplir doce años, las tropas alemanas invadieron Austria, y esto dio por resultado la incorporación en su unidad territorial al Nacionalsocialismo. Con tan temprana edad la niña comienza a generar un sentimiento de culpa quizás por pertenecer a una familia que no se definió contra el régimen. Ella tuvo que vivir el alcance de la corrupción en un hogar humilde que tenía que subsistir. Ingeborg Bachmann era, como Sylvia Plath y Alejandra Pizarnik, una joven ávida de saber y a la vez un espíritu contradictorio e inquieto. Quizás por eso siempre se comprometió políticamente con la izquierda. Al panorama desolador de la Europa de la postguerra se le sumó un presente lleno de confusiones político sociales donde América del norte era la meta posible. También lo sería para la Bachmann partir de un lenguaje nuevo como forma de metaforizar su rechazo a aquellos acontecimientos y su deseo de encontrar un mundo mejor. Con solo veinticuatro años se doctoró con una tesis sobre el filósofo alemán Heidegger, en esa misma época comenzaban sus actividades literarias como guionista y redactora en la radio de Viena. Solo tres años después, en 1953, aparecerá su primer libro de poemas El tiempo postergado, ese mismo año le llega la espiral de éxito que le llevaría a poder vivir como escritora independiente en Italia y a integrarse en el grupo 47, el más influyente foro poético de la postguerra, con intelectuales como el poeta Paul Celan y el compositor Hans Werner Henze con quienes compartiría también una relación sentimental.

La desmesurada fama, manipulada en parte por los medios de comunicación, fue una carga para la poeta que era extremadamente tímida. Ella lloraba sus poemas, leía bajito, casi susurrante, cada vez más bajo, hasta que calla por completo: «Pero qué es / lo mejor / que puede ocurrir cuando / llega / un silencio de muerte». Ingeborg Bachmann, como Sylvia Plath, fue coherente con su ideología: «No habrá hoy nadie que crea ya que el hecho de la literatura tiene lugar al margen de la situación histórica». También lo fue con el hecho poético, por eso dejó de escribir poesía después de su segundo libro Invocación a la Osa Mayor. Entre 1957 y 1967, publica sólo dieciocho poemas en revistas, dando lugar, simultáneamente a una importante obra narrativa que dejaría inconclusa. En 1961 se levanta el muro de Berlín y aparecen su primeros relatos. Su último proyecto se basaba en la trilogía Formas de muerte donde las figuras femeninas parecen abocadas al fracaso a modo de silencio y de muerte. Muerte que es metaforizada en un sentido de desaparición múltiple y física y del lenguaje. Ella supo cristalizar el conflicto de ser mujer en una sociedad que la elevó a la categoría de musa, pero, sin embargo, no acabó siendo entendida por la crítica masculina de su tiempo, ella nos enseña mediante la escritura el choque que detecta entre su condición de mujer artista e intelectual frente a las estructuras de poder masculinas y por eso es crítica con la institución matrimonial: prefirió siempre la independencia y fue capaz de vivir una relación sentimental entre Zurich y Roma con el escritor suizo Max Frisch. Luego supo que su amante utilizó esa relación para escribir una de las obras que más éxito le reportó Montauk, la Bachmann reaccionó diciendo: «No he convivido contigo para convertirme en material literario». Ella convirtió su propia experiencia en ese material literario que sólo es verdadero si realmente se está comprometida con la propia existencia luchando contra todas las formas de hipocresía y discriminación.