¡Gloriana!

La lucha entre los sentimientos y la obligación, de una mujer aislada en el poder, convertida en un ídolo y emocionalmente incapaz: Ese es el tema de una ópera cuya presentación convierte Madrid estos días en una de las capitales líricas del mundo. Literatura, poesía, danza, teatro, música y arquitectura, sumados a los elementos técnicos hacen de esta producción algo especial y único

28 abr 2018 / 08:21 h - Actualizado: 25 abr 2018 / 07:34 h.
"Ópera"
  • Extraordinaria producción la que se ha podido disfrutar en el Teatro Real de Madrid. / Javier del Real - Teatro Real
    Extraordinaria producción la que se ha podido disfrutar en el Teatro Real de Madrid. / Javier del Real - Teatro Real
  • Anna Caterina Antonacci durante un ensayo. / Javier del Real - Teatro Real
    Anna Caterina Antonacci durante un ensayo. / Javier del Real - Teatro Real

Con gritos espontáneos de ¡Gloriana! recibieron las tropas el discurso de Isabel, la Reina Virgen, en Tilbury, después de la derrota de nuestra Armada Invencible en 1588, que marcó el ascenso de Inglaterra al escenario mundial.

Muchas personas hemos acudido al Teatro Real con ilusión por ver una función que prácticamente no ha visto nadie. Nunca. Se estrenó en 1953 en medio de los fastos conmemorativos de la coronación de Isabel II, y casi no se ha representado después. Está basada en un ensayo de Litton Strachey, renovador del género biográfico y miembro del grupo de Blomsbury, inspirada en la figura emblemática de Isabel I, compuesta por uno de los grandes del siglo XX, Benjamin Britten.

Aun reverbera en el montaje la antipatía con la que se acogió su presentación en Londres. Aparentemente la crítica y las clases dominantes consideraron un insulto que la función se centrase en rasgos demasiado humanos de la soberana, declarándola inadecuada y extemporánea, cuando lo previsto era algo nacionalista y solemne, capaz de levantar el ánimo de una nación que se reinventaba después de la destrucción de la Guerra Mundial, y la pérdida del Imperio. Aunque estoy seguro de que la causa última fue la falta de preparación del público hacia una ópera hodierna, así como el deseo de la intelectualidad más conservadora de cebarse en el compositor, por moderno, por pacifista, y por maricón.

«Gloriana» fue posible por las influencias que apoyaban a Britten dentro de las altas esferas, por su prestigio, y ha tenido futuro gracias a su talento. Pero es una obra difícil.

La ópera contemporánea requiere una educación especial para comprender su trasfondo musical, la de personas que han tenido ocasión de recorrer el repertorio tradicional hasta agotarlo, y tienen la necesidad de dar un paso más allá, algo infrecuente para la generalidad del público. Además esa música no tiene la armonía a la que estamos acostumbrados, y su textura está más vinculada a la profundidad psicológica de lo que se quiere contar, que a la voluntad de agradar el oído, entretener, impresionar, o divertir.

Nadie debe de haber quedado defraudado con el montaje. Los melómanos habrán disfrutado de una representación única, considerada de una calidad descomunal. Pero los menos preparados -o los ignorantes como yo- hemos podido ver como se materializaba ante nuestros ojos, según avanzaba la noche, el espíritu que elevó la opera magna a la excelencia de las artes. La conjunción de literatura, poesía, danza, teatro, música y arquitectura, ensamblada en un mecanismo perfecto del que participan también el ingenio técnico, el vestuario, y la iluminación. Alguno pudo sentir el estremecimiento con el que se presentiría en Florencia la «Dafne» de Peri, perdida para siempre. Una revelación.

Sin necesidad de gran conocimiento musical, cualquiera pudo disfrutar de un aparato escenográfico monumental, que metaforiza la figura política de la reina como el centro de un engranaje cósmico, en el que la cantante se presenta revestida con la imagen -hierática y majestuosa- que nos ha llegado de Isabel gracias a sus retratos aúlicos. Todos podemos reconocer las influencias musicales renacentistas y populares, y disfrutar con las danzas que crean la imagen de esa corte shakesperiana y marlowesca, la resonancia de los coros, y la solemnidad de las marchas triunfales. Somos capaces de identificar el motivo poderoso que se desenvuelve con la música hasta cautivarnos y que se ramifica en el argumento, las acciones y los caracteres de los personajes, y caemos fascinados por un tema que agota el desdoblamiento de la doble máscara que todos llevamos, pero que colocada sobre la figura de un monarca nos enfrenta ante una difícil dicotomía: Vicios privados y públicas virtudes. Misión o humanidad. Pasión amorosa contra deberes de estado o de gobierno. La elocuencia de la oratoria atraviesa los discursos, y se eleva en algunos momentos trascendentales, como el final del acto I, convirtiéndose en paradigma.

España -como idea- se desliza en la trama para recordarnos quien fue Isabel: Una disidente, pertinaz en la renovación de la herejía, enfrentada al Imperio. Mujer, virgen voluntaria y por lo tanto causa última, y sospechosa de perversidad. Ilegitimada por el repudio de su madre decapitada, ejecutora del rencor dinástico que la enfrentó con María Estuardo. Un personaje que roza lo mitológico, y que por su misterio y su importancia ha arrastrado tras él un mundo literario, musical, y cinematográfico, el de John Ford, Michel Curtiz, Stefan Zweig, o Gioacchino Rossini.

La mujer que dio su nombre a una era. ¡Gloriana!