Ha muerto la «Reina suplente»

Hoy se cumplen 26 años de la muerte de un mito. Después de todo este tiempo no se puede añadir ni una palabra al obituario que publicó Laura Laurenzi en el diario La Reppublica, que recuperamos para los lectores de Aladar. Isabella Colonna fue una gran dama de corte, inteligente, culta, conservadora en el sentido más estricto de la palabra.

05 nov 2016 / 12:00 h - Actualizado: 02 nov 2016 / 10:46 h.
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ROMA. Un adiós sin demasiadas lágrimas –como cuando muere una persona casi centenaria- un adiós sin flashes, sin clamores, sin publicidad, para la legendaria «archipapisa» que se va, para Isabella Colonna, princesa de Pagliano, patricia con treinta y seis títulos nobiliarios, gran dama de corte y mujer política durante el fascismo, gobernadora de Roma en la sombra fastuosa y secreta de sus palacios, emperatriz y zarina de la nobleza negra, despótica pero generosa, prepotente y al mismo tiempo caritativa, altiva y religiosísima, fervorosa paladina del papa en contra de la nobleza cismática que se agrupaba en torno al obispo rebelde Lefebvre.

Isabella Colonna ha muerto el lunes pasado a las tres y media de la madrugada, en brazos de la enfermera que la asistía desde hace tres años. Rápido estuvo a su lado su hijo Aspreno, a quien le espera la máxima gloria heráldica y el título de asistente al Solio pontificio concedido por el papa Sixto V en los tiempos de la «pax romana». Pocas horas después, la anciana princesa -96 años dicen los familiares, 93 según algunos amigos, casi cien de acuerdo con otros parientes- era colocada en un ataúd forrado de encaje y de satén claro, alineado bajo el fresco de Marcantonio Colonna vencedor de Lepanto, en el grandioso palacio familiar en la plaza de los Santos Apóstoles. Entre las manos fragilísimas, había sido colocada una orquídea, su flor favorita, y un rosario de plata. Amigos y parientes, aristócratas veladas, ancianos señores, prelados importantes, han acudido a rendirle homenaje desfilando a través de los fríos salones de la planta baja, superando el atrio con el mosaico que representa la gran columna con el lema de la casa, «siempre inmutable» y dejando sus firmas augustas -y a menudo temblorosas- en un libro de condolencias de cuero, en las páginas inmediatamente posteriores a la del 5 de septiembre, cuando fue sepultada donna Milagros del Drago, la esposa de Aspreno, muerta de improviso hace dos meses con 58 años.

Distinto funeral el de la mañana de ayer en la basílica de los Santos Apóstoles, la «iglesia de casa». Siempre los mismos cuatro sirvientes con uniforme de gala, la librea de terciopelo escarlata salpicada de adornos en blanco y negro, inmóviles en las cuatro esquinas del féretro con un cirio en la mano; idéntica la posición del ataúd, abandonado en tierra –more nobilium- según la costumbre que «desciende en la muerte lo que estuvo elevado en vida»; la misma decoración barroca e historiada de la iglesia, repleta de rosas rojas por centenares. Pero diferente, sustancialmente, el espíritu, y diferente, más austera, la afluencia de gente. No había ni ministros ni generales, porque los ministros y los generales de cuando la princesa contaba están muertos. Y no había mundanidad porque la anciana donna Isabella la detestaba y la evitaba, no solamente porque la aristócrata estaba enferma y llevaba una vida muy retirada, sino por una desconfianza antigua, que la llevaba a ser selectiva hasta el aislamiento. Ser admitido en sus salones –y no se trataba de un «salón» como se entiende ahora- era un privilegio reservado a los príncipes y los jefes de estado. Para la reina Isabel por ejemplo, sí, podían ser abiertos los salones cubiertos de frescos del Palacio Colonna, como en efecto sucedió. Gran dama de corte, inteligente, culta, conservadora en el sentido más estricto de la palabra, después de la caída de la monarquía, había conseguido sustituir a Maria José como «reina suplente», ofreciendo recepciones reales, en las cuales eran únicamente admitidas las testas coronadas y, entre los burgueses, nada más que banqueros y financieros, siempre, obviamente, que no estuvieran divorciados.

Viuda del príncipe Marcantonio desde el lejano 1947, donna Isabella añoraba la época del fascismo, cuando en su morada coincidían los jerarcas más apegados a la tradición y a la corte, cuando el domingo por la noche, el príncipe Umberto cruzaba los grandes portones, como testimoniaron en sus diarios Ciano y Bottai, íntimos de la casa.

Venía de Beirut y se llamaba Héléne Sursock, de la dinastía de los famosos banqueros, descomunalmente ricos. Eran dos hermanas, una se casó con el Colonna y la otra con el marqués Theodoli. Entrambas revigorizaron, con robustas inyecciones de dinero y bienestar, casas nobilísimas pero exangües, y no siempre ricas. Lo primero que se propuso la princesa Isabella fue restaurar y redecorar el decaído -un día refulgente- palacio pontificio de Martín V en los Santos Apóstoles, y llamó para esta costosa empresa a los primeros arquitectos y anticuarios del mundo. Tenía, dicen, la gracia y el gusto del vecino Oriente francés y además una mirada certera. Exigente y autoritaria, quería por ejemplo que todo estuviera siempre en un orden perfecto, y era capaz de hacerle la gran escena a un jardinero que no hubiera cortado los setos como era debido. La última fiesta que dio «en diadema y frac» fue en el 68, el gran baile por los 18 años de su nieta Laurenzia, la hija de Aspreno: dos mil personas, toda la nobleza europea, criados de librea, centros de mesa de vermeil para quedarse pasmado, decoración suntuosa de camelias blancas, preparadas personalmente por Enrico d´Assia, hijo de una hermana de Umberto.

En el funeral de ayer, un funeral no muy concurrido, en una mañana lívida de lluvia, además de los Torlonia, de los Odelcalchi, los Ruspoli, los Theodoli, los Volpi de Misurata, estaba –algo considerado extraordinario- la anciana princesa Mimì Pallavicini, «enemiga» histórica de donna Isabella y su gran rival en encabezar la facción opuesta en el cisma Lefebvre. La Pallavicini, que ya no sale nunca de casa, ha abandonado por una hora su palacio repleto de Rubens, de Lotto, y de Boticelli, y velada, completamente vestida de negro, extática en una silla de ruedas, ha querido rendir homenaje a la «archipapisa», con el dolor de los supervivientes.

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Laura Laurenzi, traducción de Augusto F. Prieto

Publicado en el diario La Reppublica, el 7 de noviembre de 1984