El destino hizo que Hilda Farfante y el que escribe nos arrimásemos, uno al otro, hace ya muchos años. He escuchado a Hilda contar muchas cosas acerca de su vida, en muchos momentos distintos, en diversos lugares. Me une a ella un enorme sentimiento de admiración.
Hilda tiene ochenta y tres años; es maestra y directora escolar (cargo conseguido al opositar) además de licenciada en pedagogía; aunque el título que más le gusta es el de hija de los maestros asesinados de Cangas de Narcea. Me dice que es maestra porque aquellos eran unos estudios muy bonitos para una mujer y, además, baratos. Por otra parte, eran casi los únicos que podía realizar.
Hilda, ¿qué queda de aquel proyecto que comenzaron a construir cientos de hombres y mujeres durante la II República? No deja de jugar con un bolígrafo que tiene la punta doblada. Me he fijado, mientras toma algunas notas de lo que voy diciendo, en que el trazo de Hilda es duro y ágil.
«Yo creo que hoy en día hay mucho de aquello. Fue durante los cuarenta años de dictadura cuando la educación reposaba en un auténtico desierto. Demasiado tiempo dentro de un lavadero de cerebros».
Me quejo. Tímidamente, pero me quejo. Porque creo que sí se han perdido cosas preciosas. Le pongo un par de ejemplos. El santo respeto por el niño. El arte de perder el tiempo como parte del aprendizaje.
«Tienes algo de razón. Pero lo fundamental, lo que se procura salvar y potenciar a toda costa es la escuela de todos (es decir la escuela pública) y para todos (hombres y mujeres, ricos y pobres; en igualdad). Ese concepto engloba esas cosas tan bonitas que mencionas. Primero lo fundamental y, una vez conseguido, moldear cada parte. Y no sólo recuperar ese arte de perder el tiempo que deben aprender los niños. También el laicismo, la igualdad de género y otras muchas cosas».
Le recuerdo algo que me produjo una sensación aterradora en la película documental Las maestras de la República. La mujer, por primera vez, se pone al frente de muchas escuelas, educa a los hombres, comienza a ser importante dentro del tejido social. Y, una vez que estalla la guerra, comienzan las denuncias de los hombres contra esas mujeres.
«Mira, Gabriel, dices esto y no puedo evitar recordar a mi madre. Había conseguido mucho en la vida procediendo de una familia muy, muy, humilde. Estudió y, en cuanto pudo, se hizo directora; casualmente de la misma escuela en la que mi padre era maestro. Poco antes y, luego, después de la guerra esto era algo impensable. El problema de diferencias de género ha sido siempre una lacra. Hay quién dijo, lo leía hace poco en un artículo de prensa, que sólo había una cosa peor que un maestro: una maestra».
Creo que ninguno de los dos sabemos la razón por la que nos encontramos, sin haberlo previsto, hablando de otro asunto bien distinto. Supongo que lo familiar del encuentro invita a tomar libertades.
«El espanto. Yo siempre lo llamo así. Fueron cuatro días terribles. Perdí a mis padres en dos días; me llevaron a los montes para ocultarme, me separaron de mis hermanas con las que no volví a vivir nunca. Estuve dos años sin verlas. Eso es el espanto».
¿Cómo se sobrevive a algo así?
«Siendo feliz. Es la única forma de hacerlo. De quince años para acá lucho por la recuperación de la memoria de mis padres. Aún los tengo perdidos y espero llegar a verlos juntos. Eso me hace feliz. Fui feliz cuando pude tirar muros en la escuela para que los niños y las niñas pudieran estudiar juntos. La coeducación y la formación de las asociaciones de padres y madres de alumnos fueron retos maravillosos. Mi familia me ha hecho feliz. El Goya a Las maestras de la República también. Mira, si te fijas bien en la película, aunque el asunto que trata es gris, todo se llena de color, hay esperanza. Esa es la forma de pelear contra la injusticia, desde trabajar para ser feliz. El mensaje de las maestras de la República era ese: aunque los tiempos sean difíciles hay que encarar las cosas con alegría y felicidad».
Digo algo sobre la enseñanza y me corrige.
«Mejor educación. No hay que enseñar, hay que educar. Y, desde luego, no adoctrinar. En libertad, desde luego».
Hilda es una mujer de buen y fuerte carácter. La conozco hace años y lo sé. Mientras charlamos sobre Boal y su tía Guillermina (maestra, también) cuenta una anécdota que ocurrió siendo estudiante.
«El ayuntamiento de Boal me concedió una beca. Habían convocado dos para niños. Subí al despacho del alcalde y le dije que por qué a dos niños y no a dos niñas. El alcalde se levantó, sin decir una palabra, con la estilográfica en la mano, abrió el expositor en el que estaba colgada la convocatoria con una chincheta y anotó, donde decía dos becas para niños: y una para niña. Me dijo que me fuera. Sólo eso. Y me la concedieron a mí».
Ceferino y Balbina. Es el nombre de los padres de Hilda. Cuando los pronuncia le brillan los ojos. Creo que cuando se refiere a ellos recuerda cómo bailaban y cómo el vuelo de la falda del vestido su madre, estampado con flores de colores preciosos, formaba círculos perfectos. Un recuerdo que encierra el universo entero.
Nos tenemos que despedir. Justo antes de levantarnos, Hilda me hace un gesto con la mano.
«Espera un momento. Acabo de recordar algo que decía Saramago. Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos. Me ayuda mucho pensar que sin memoria no existimos, no somos; y sin asumir responsabilidades, tal vez, no merezcamos existir. A mí esto es lo que me ha traído hasta aquí. Siendo feliz».
El día es espléndido. Tengo mucho que hacer. Pero me siento en un banco de madera en pleno centro de Madrid. Dejo las cosas a mi derecha y cruzo los brazos. Supongo que intentando ser feliz con un simple rayo de sol.