Historia de la Habana
Este artículo de Rémi Guinard, traducido por Augusto F. Prieto, habla de ‘La Historia de La Habana’, un libro firmado por Emmanuel Vincenot que resulta ser un repaso magnífico a lo que fue la ciudad, a lo que es y a los peligros que acechan (el turismo de masas descontrolado, la apertura de la frontera con Estados Unidos o algunos de carácter medioambiental, por ejemplo) desde que el cambio aperturista del Gobierno de Cuba ha ido tiñendo el futuro más inmediato del país
En la avanzadilla de una transición apoyada por la mayor parte de los cubanos –pasando por una normalización de relaciones con los Estados Unidos, y el resto de Occidente- , La Habana se encuentra en el umbral de una mutación que ya es perceptible: barrios rehabilitados, fachadas repintadas de ocre o de blanco, mansiones en construcción, proyectos hoteleros faraónicos, monumentos restaurados o en proceso de renovación, multiplicación de bares y restaurantes de moda, etc. Es en esta pausa llena de promesas –pero también de peligros: socioeconómicos, medioambientales, políticos- donde se cierra la apasionante Historia de La Habana, escrita por Emmanuel Vincenot.
En la encrucijada de la Historia -con mayúsculas- y de la historia urbana y arquitectónica, pero también económica y social, este volumen de cerca de 800 páginas vuelve a poner en perspectiva las etapas que han llevado a este territorio de la etnia amerindia de los siboney, situado en la costa norte de la isla –territorio por una parte pantanoso, pero dotado de una bahía profunda y protectora - a servir como punto de escala de los navegantes europeos, y después a urbanizarse poco a poco, hasta convertirse en La Habana contemporánea, vasta aglomeración de 2,5 millones de habitantes.
En seis capítulos con epígrafes descriptivos, cada uno de los cuales cubre cerca de un siglo, el relato nos lleva de «San Xpoval de La Habana, la villa originaria (1514-1606)», a «La ciudad y presidio de La Habana, la plaza fortificada (1607-1699)», seguido de «La muy noble ciudad de La Habana, la sede barroca (1700-1790)», antes de llevarnos a descubrir «La fidelissima Habana, la capital del azúcar (1791-1898)», después la «Tropical Habana, la urbe americana (1899-1958)», hasta llegar a «Habana nuestra, la ciudad revolucionaria (1959-2015)».
Fundada sobre un plano en cuadrícula, al igual que otras poblaciones hispanoamericanas, sobre el doble modelo urbanístico de la urbs romana, y de la «ciudad ideal» ideada por los renacimientos español e italiano, La Habana fue, durante más de cuatro siglos (XVI-XIX), un puerto militar y comercial (el primero después de Veracruz, en la América española), una guarnición «marcada por la presencia permanente de soldados», pero también un presidio abierto en tanto que poblado por esclavos. Todo esto de forma más duradera que cualquier otra zona de trata negrera transatlántica. La metrópoli resulta –en fin- durante largo tiempo el punto neurálgico «deslocalizado» de las interminables rivalidades y cambios de alianzas en el Viejo Continente.
Bajo soberanía española durante más de 400 años (exceptuando los cortos periodos de ocupación francesa, y después inglesa), la isla cae después, como es sabido, bajo el control de los norteamericanos, que aprovechan la guerra de Independencia (1895-1898) para intervenir, e invadirla. Cuba empleará más de medio siglo en romper las amarras de su expansivo vecino –temporalmente, como demuestra la actualidad. Desde el alba del periodo colonial, la capital cubana conoce un intenso tráfico marítimo. Éste perdurará, de alguna forma, en el siglo XX, cuando el desarrollo del transporte aéreo permite a la política de Batista (1933-1959) «transformar La Habana en un gigantesco casino al aire libre, convirtiendo la capital cubana en Las Vegas del Caribe».
El autor define con precisión, aportando cifras que lo apoyan, el retrato de una capital industriosa que, en el siglo XVIII, bajo el naciente imperio de la oligarquía aristocrática de propietarios de plantaciones (pronto conocida como sacarocracia), se convierte en «la ciudad mejor fortificada de todo el Nuevo Mundo». Los patricios, vinculados a la Corona, construyen «esas obras maestras de arquitectura criolla» de las que la Habana Vieja –el barrio preservado de la ciudad antigua- conserva una veintena de vestigios, perfectamente restaurados, en los que «se afirma plenamente el barroco cubano». Además de los edificios religiosos, de los que la erección de la catedral es el punto culminante (la identidad de su arquitecto se mantiene curiosamente en tela de juicio), son las plazas monumentales las que al final del siglo de las luces, aportan magnificencia a la «ciudad de las columnas» para que sea una expresión del poderío regio.
Apoyándose en los estatutos municipales, los «bandos de buen gobierno», y en otros documentos de los archivos, Emmanuel Vincenot da cuenta del ambiente contrastado de la vida urbana de entonces: «La ciudad, donde coexisten decenas de miles de individuos de toda clase (criollos, peninsulares, blancos, negros, mulatos, mendigos, vendedores de frutas, aristócratas, comerciantes, militares, lavanderas, artesanos, abogados, prostitutas, sirvientes, religiosas, etc.) se muestra [...] como un espacio social severamente marcado, y anárquico al mismo tiempo». Desde el floreciente periodo inicial del tabaco a la era del orden colonial, y del régimen socioeconómico esclavista de la «ciudad del azúcar», pasando por la época de las compañías trasatlánticas, expuestas a las incursiones, o a los sitios por escuadras de corsarios patrocinados por las monarquías europeas rivales; hasta el tiempo de la formidable expansión de la ciudad bajo el mandato de don Miguel Tacón en la década de 1830, se dibuja la silueta de una Habana en la que la mayor parte de los monumentos han desaparecido, no dejando más memoria que el trazado urbano –su cuadrícula y los grandes ejes.
La fisonomía actual de la metrópoli toma forma, en buena parte, a pesar de numerosos proyectos abortados, con el arquitecto y urbanista Jean-Nicolas Forestier –convocado por el presidente Machado (1925-1933)- cuando la ciudad viene a perder definitivamente su función defensiva. La inspiración Art decó se codea entonces con la estética modernista, sin que se inventara jamás un estilo nacional cubano específico. Sin embargo, «La Habana [se convierte] en uno de los lugares de experimentación de la arquitectura moderna, en sintonía con las grandes metrópolis occidentales». Testimonio notable es la participación de arquitectos cubanos en los CIAM, a partir de 1947.
Se mide la rapidez con la que la llegada al poder de los «barbudos» castristas ha frenado la expansión de una capital que, en los años 50, bajo la férula de un Batista totalmente subordinado a los intereses norteamericanos (confundidos, por lo demás, con los suyos propios), «a pesar de la dictadura, a pesar del clima de violencia política», se convirtió en «la capital de la alegría de vivir...». La Habana absorbe entonces «más del 80% de las inversiones inmobiliarias del país» en una auténtica «fiebre constructora» anclada «en la modernidad del Estilo Internacional». En primera línea desde los años 30, la mafia americana controla la totalidad de los casinos, una gran parte de los hoteles, numerosos restaurantes y cabarets, sin contar con los garitos clandestinos. La noche habanera pertenece al crimen organizado. El turismo explosiona, con un pico en 1957-1958: 271.000 visitantes. De otra parte «la segregación socio-espacial, en marcha desde el final del siglo XIX» dibuja tres grandes zonas: «en el litoral, al oeste de la ciudad histórica, se extienden los barrios residenciales reservados a la alta burguesía [...]. En segunda línea, más hacia el interior, la clase media-alta» que «huye de la villa colonial», en tanto que «las clases populares [...] se reparten entre la Habana Vieja y el sur de la aglomeración». El autor observa, de pasada, que «los únicos en preocuparse concretamente de la crisis de alojamiento fueron los arquitectos, que a lo largo de los años 30 y 40 multiplicaron las propuestas» (en particular en la revista Arquitectura).
La Revolución pondrá un remedio radical a esta situación, que será el germen de todos los males de La Habana actual: la aniquilación de todo comercio e inversión inmobiliaria, la redistribución salvaje de los bienes, la transferencia de la propiedad a los arrendatarios. Pasado el primer clima de euforia, «la capital cubana dejó de ser una metrópoli festiva, para volver a convertirse en una guarnición». La ideología castrista habría hecho empeorar dramáticamente la crisis de vivienda y la degradación del parque inmobiliario; las obras públicas se detuvieron netamente. Emmanuel Vincenot pone de manifiesto de manera inapelable un quebranto, que a la construcción de un zoo, o de la zona de ocio del parque Lenin, en los años 70, no se contrapone más que la erección de grandes grupos prefabricados, sobre el modelo soviético, como la ciudad periférica de Alamar, «hoy en un estado de gran decrepitud».
Es de lamentar, sin embargo, que el autor, testimoniando «la regresión arquitectónica de la Revolución, que no ha construido nada estéticamente estimulante desde el inicio de los años 60», no evoque más que en tres líneas «al sorprendente complejo de la Escuela de Artes Plásticas», establecido en 1965 sobre el antiguo campo de golf del Country Club, olvidando mencionar, junto con Ricardo Porro, a sus otros dos arquitectos: Vittorio Garatti, y Roberto Gottardi. Esos maravillosos edificios, aún en uso, han sido también parcialmente restaurados.
El último capítulo describe en detalle las consecuencias trágicas del colapso de la URSS sobre la capital -en un país bajo asistencia por más de medio siglo- con el famoso «periodo especial en tiempos de paz» decretado por Fidel –«en realidad el establecimiento de una economía de guerra»- y, en fin el importante papel jugado por la Oficina del Historiador de La Habana», dirigida por el emprendedor Eusebio Leal, en la restauración de la Habana Vieja, del Malecón y otros monumentos catalogados.
Resulta sin embargo muy lúcido que, en su conclusión, E. Vincenot apunte a los riesgos inherentes a los cambios en curso, con la explosión del turismo de masas y la apertura de la frontera estadounidense: «La Habana ha eludido hasta el presente los estragos de la delincuencia armada y del tráfico de droga a gran escala [...]. Pero, ¿hasta cuándo?».
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Rémi Guinard es ensayista, y responsable de programación cinematográfica de la Ciudad de la Arquitectura y del Patrimonio de París.
Traducción Augusto F. Prieto
(Publicado originalmente en el número de octubre de 2016 de la revista Archiscopie, editada por la Ciudad de la Arquitectura y del Patrimonio de París.)
La inspiración Art decó se codeó con la estética modernista, sin que se inventara jamás un estilo nacional cubano específico. / El Correo
La ideología castrista habría hecho empeorar dramáticamente la crisis de vivienda y la degradación del parque inmobiliario en La Habana / El Correo
El establecimiento de una economía de guerra inpuesto por Fidel marcó a la ciudad definitivamente. / El Correo
«La Habana ha eludido hasta el presente los estragos de la delincuencia armada y del tráfico de droga a gran escala [...]. Pero, ¿hasta cuándo?» ( Emmanuel Vincenot) . / El Correo