Muchos lectores sevillanos, entre los que me incluyo, conocimos a Juan Ramón Biedma a través de su primera novela, El Manuscrito de Dios, publicada por Ediciones B en 2005. Un retrato de la ciudad tan original, desquiciado y apocalíptico que nos hizo contemplar, a partir de ese momento, la ciudad con otros ojos. Desde entonces no tuve dudas de que este escritor iba a dar mucho que hablar. Curiosidades de la vida, tras seguir de cerca su ascendente trayectoria —tras la citada novela llegarían excelentes títulos como El imán y la brújula, El humo en la botella o Antirresurrección—, e incluso perderle la pista por un tiempo, a más de uno sorprendió que en 2017 Biedma volviese los ojos hacia Baker Street para homenajear a Arthur Conan Doyle y su inmortal Sherlock Holmes en Londres, 1891 —reedición de la premiada «Tus magníficos ojos vengativos cuando todo ha pasado»—. Es decir, que el autor de El espejo y el monstruo y El efecto Transilvania, poseedor de prestigiosos galardones como el Valencia de Novela Negra o el Especial de la Semana Gótica de Madrid, estaba más vivo que nunca. Pero las sorpresas no acaban aquí, pues hace apenas un mes, la editorial Grupo Tierra Trivium me hizo llegar un ejemplar de su último trabajo, un recopilatorio de cuentos que, bajo el título Autofobia, recoge parte de la extensa producción de piezas cortas del autor. Obra que, como podrán suponer, pretendo reseñarles a continuación.
Ecos literarios de gran altura
¿Y qué es exactamente la ‘autofobia’?, se preguntará más de uno. Según la psicóloga Ana Claudia Alda, «una fobia específica relacionada con el hecho de estar solos». O lo que es lo mismo, «el miedo a la soledad, a ser ignorado o a sentir que no somos amados». Un problema cuya sintomatología es la característica de los problemas de ansiedad —desde la constante sensación de peligro a los ataques de pánico— y que sólo puede atajarse mediante terapia psicológica. Pues bien, esta ansiedad irracional y severa, desencadenada por la idea de pasar tiempo solo o estar sin una persona específica, da pie a Juan Ramón Biedma para estructurar la primera parte de sus relatos. Así, bajo el mencionado título Autofobia, se recogen piezas cortas como Es imposible que estemos escuchando un columpio en la buhardilla, Además de Renfield o La biblioteca y otra vez el vestíbulo, cuyo denominador común es el dolor. Pero no un dolor cualquiera, sino aquel que nos lleva hasta la desesperación o la rabia, pasando por la nostalgia, la incertidumbre o el miedo. Historias que nos remiten a grandes creadores de la literatura terrorífica, como Mary Shelley y Bram Stoker, pero también a genios inclasificables como el argentino Jorge Luis Borges —el cuento Menos 1890 podría haberse extraído perfectamente de El Aleph—. Seguidamente, el autor de La lluvia en la mazmorra desciende un escalón más en su pretendida odisea hacia el infierno para presentarnos a un curioso sacerdote, el Padre Full, cuyo modus operandi le mueve a pecar constantemente, sin ningún tipo de remordimientos, en títulos como Arroz con puntillas oxidadas, Contramilagro o Legados; todas ellas narraciones sórdidas, frías y desprovistas de alma, en las que Biedma demuestra una capacidad fuera de lo común para mostrar el lado más perverso del ser humano. En este sentido, su estilo puede recordarnos a tótems de las letras, como Kafka; de la cuentística tenebrosa, como Poe o Maupassant; del terror fantástico, como Arthur Machen; pero también a modernos creadores del horror, caso de Ramsey Campbell, Clive Braker o Joe Hill.
Un localismo chocante (por lo infrecuente)
Como cierre de esta particular tríada, el inclasificable escritor sevillano —resulta imposible adjudicarle una etiqueta— nos ofrece cinco cuentos más en Peor que el purgatorio, apartado que, como su propio nombre indica, recoge lo más despiadado de su peculiar ejercicio. De entre todas las propuestas hemos de destacar, por su atinada mezcla de realismo histórico y ciencia ficción, aquella que lleva por título Siete revueltas; historia que nos traslada, de manera cruda a la par que eficiente, a la Sevilla de 1834. Un escenario marcado por «el cólera, las fiebres carcelarias, la guerra de los cristinos con los carlistas, la miseria, los curas...», donde se mueve a su antojo un individuo sin escrúpulos llamado Valcárcel. Es quizás, a través de él, donde mejor puede valorarse ese talento de Biedma para combinar lo cotidiano con lo extraño; don que, como ya hemos mencionado más arriba, bebe de la mejor literatura —en su discurso caminan el feísmo barroco de Quevedo y el vanguardismo de César Vallejo—, pero también del cine —desde Verhoeven a Lars Von Trier, pasando por Haneke—. E incluso del arte plástico, donde algunos de sus pasajes nos llevan a pensar en Otto Rapp, Ken Currie o Francis Bacon. En suma, su afilada pluma, capaz de conducirnos por los entresijos más oscuros de nuestra naturaleza, parte de un localismo chocante (por lo infrecuente), hasta expandirse hacia otros terrenos en los que el amor, la sensibilidad o la ternura ni están ni se le esperan. Un microcosmos de reminiscencias bíblicas —Una ventana color Bombay es el mejor ejemplo— que revela la pluralidad de registros que posee el autor, así como su facilidad para hacernos ver lo blanco de color negro.