Con toda seguridad es uno de los divulgadores musicales más conocidos, admirados y queridos de la historia de la radiodifusión pública española. José Luis Téllez (Madrid, 1944) ha ido durante casi 30 años escribiendo relatos cortos que ahora se ofrecen al lector bajo el abrigo del título La contraseña del infinito en la sevillana editorial Renacimiento.

–Ninguno de estos 47 relatos musicales pone las cosas fáciles al lector, al que presupone un generoso conocimiento del lenguaje y, sobre todo, una enorme curiosidad...

–Uno escribe como escribe. Entre los primeros y los últimos cuentos hay casi 30 años de distancia y, sin embargo, es difícil distinguir unos de otros. No hay la menor diferencia estilística, quiero decirle con esto que ya cuando comencé con ellos tenía una manera muy clara de entender el relato, que es la misma que tengo ahora. Lo que no podía hacer nunca es dárselo mascado al lector porque se estropearía el efecto poético. Aspiro a tener lectores inteligentes y con curiosidad, quiero provocar sorpresa con el libro y, sobre todo, alumbrar un enorme número de pistas musicales, cinematográficas, artísticas... que puedan seguir aquellos que lo deseen. Por eso no hay notas al pie, ni aclaraciones. Si, por ejemplo, cito la película Au Hasard Balthazar no indico que es de Robert Bresson porque esto es algo que da igual, lo importante es que suena en ella la música de Schubert. Bueno, el lector puede quedarse con lo que le cuento, pero también podría ir en busca de la película, si no la conoce, o escuchar el Andantino de la Sonata D959, de Schubert, que suena en ella. Es también un libro trufado de cinefilia, en fin, esto no es un best seller. Si le gusta a mucha gente sería maravilloso, si no, pues bueno... yo es que no sé escribir otra cosa.

–¿Cómo llega un trabajo callado de tantos años a plasmarse en este libro que le edita Renacimiento?

–Es el destino el que siempre tiene la última palabra para decidir qué tiene que pasar. En 2016 estaba terminando las vacaciones en Pésaro (Italia) y allí, en una cena con amigos, el crítico Juan Ángel Vela del Campo, al que privadamente le había enviado yo los relatos, compartió su entusiasmo por ellos con el escritor Jacobo Cortines, quien se lamentaba de la poca atención que los autores españoles habían prestado a la música en sus textos. Este finalmente también los leería y los puso en conocimiento del editor sevillano Abelardo Linares, quien muy poco tiempo después me llamó pidiéndome publicarlos. –Algunos relatos, como Secretos del corazón, parecen querer alargarse. ¿Contempla la idea de la novela?

–Es un género muy complicado y a mí me da mucha pereza gestar un argumento complejo y tantos personajes. Puedes no hacerlo de esa forma, claro. Pero entonces te das cuenta de que La montaña mágica, de Thomas Mann, ya ha sido escrita, y es un libro fascinante, una prueba de fuerza. ¡Pero a ver quién puede escribir algo así! Es como La consagración de la primavera, de Stravinski, que no ha dejado herederos, es única. –También por el contrario en otros relatos apuesta por lo aforístico.

–Sí, hay algunos que no tienen desarrollo, son más bien como meditaciones, casi poemas en prosa. Me gusta esa alternancia.–Transcribo una idea del primer cuento, Las siete puertas de la música: «Dejar que la música nos atraviese sin reflexionar, sin asociar imágenes, sin pretender elaborar un discurso paralelo. Solamente dejarse llevar por el sonido como quien se arroja a un río». ¿No cree que si el público que cruza la puerta de un auditorio hiciera suya esta reflexión disfrutaría mucho más de la escucha?

–¡Absolutamente! Esa idea es solo parcialmente mía. En el pasado le escuché al compositor György Ligeti una metáfora preciosa refiriéndose a obras suyas como Lontano y Atmósferas. Decía que esa música –esas hiperpolifonías que parecen no tener principio ni final– se le ocurrió una vez yendo por Budapest, cuando tuvo la intuición de que es como si abriéramos ventanas y las cerráramos con la certeza de que el paisaje sigue estando allí.

–A pesar de la defensa que de ella siempre ha hecho sorprende la escasa presencia de la música contemporánea en sus relatos.

–Tiene razón, quizás porque la tengo demasiado cerca como para que la pueda ver a cierta distancia y poder hablar de ella. Es verdad también que cito a Berg, a Stockhausen y que a Ligeti lo pongo a la misma altura que Wagner nada menos.–Por cierto usted, que da las charlas introductorias a todas las óperas que programa el Teatro Real, se las verá próximamente con un gran título del repertorio actual, Die Soldaten.

–Estoy deseando porque me parece un obrón descomunal, una obra maestra absoluta que desconcertará a mucha gente por la simultaneidad de tiempos con la que juega. Parece mentira que una ópera de 1965 todavía no se haya estrenado en España. Pero estas cosas son así... hace 10 años el Real programó Lulú, de Alban Berg, y medio aforo se fue en el intermedio, cosa que es absolutamente indignante, una falta de respeto. –En la época en la que presentaba Musica reservata en Radio Clásica, y ahora en sus charlas del Real, siempre se ha empeñado en transmitir con contagioso entusiasmo la curiosidad y la pasión por la música, por todas, las del pasado y las del presente, también las de otras culturas.

–Esa es mi idea de cómo ayudar a la gente a oír. Me da igual que tenga por delante La Traviata o La ciudad de las mentiras, de Elena Mendoza, una obra de teatro musical formidable, dicho sea de paso. Hay que transmitir siempre interés, y creo que fui capaz de hacerlo incluso cuando se programó I Puritani, de Bellini, una ópera que sinceramente le confesaré que no aguanto.