La alargada sombra de Lutero

El próximo 31 de octubre se cumplen 500 años del legendario episodio de Wittenberg protagonizado por Martín Lutero. Fraile agustino impulsor de la reforma religiosa en Alemania, la publicación de sus 95 tesis convulsionó a toda Europa, dando paso a grandes cambios dentro y fuera de la Iglesia. Sevilla fue una de las ciudades españolas donde el Protestantismo arraigó con más fuerza. Hoy podemos entender esa etapa gracias a la ingente bibliografía y a nuestro propio juicio crítico.

14 oct 2017 / 08:55 h - Actualizado: 15 oct 2017 / 08:55 h.
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  • Monasterio de San Isidoro del Campo. / El Correo
    Monasterio de San Isidoro del Campo. / El Correo
  • Martin Lutero. / El Correo
    Martin Lutero. / El Correo
  • Monasterio de San Isidoro del Campo (Capilla del Reservado o del Capítulo). / El Correo
    Monasterio de San Isidoro del Campo (Capilla del Reservado o del Capítulo). / El Correo

Aquella víspera de Todos los Santos de 1517 la capital del pequeño condado de Sajonia-Wittenberg amaneció como de costumbre. La vida bullía en cada uno de sus rincones y calles, y sus habitantes —gentes de toda edad y condición— comenzaban a preparar la llegada del invierno. En la plaza del mercado, donde se ubicaba el edificio del ayuntamiento, los vecinos hacían negocios y se saludaban al pasar, ajenos al episodio que se avecinaba. Nadie en su sano juicio podía imaginar que aquella jornada cambiaría el destino de la ciudad para siempre. Dispuesto frente a la Schlosskirche (Iglesia del Palacio) un monje de treinta y cuatro años aguardaba el momento oportuno para culminar su plan. En sus brazos reposaba un documento redactado en latín en el que atacaba las indulgencias eclesiásticas. Estas «95 tesis» esbozaban lo que sería su doctrina sobre la salvación solo por la fe que darían la vuelta al mundo y que, según la tradición, fueron clavadas al portón de la iglesia para su conocimiento público.

El obispo de Brandeburgo

Pese a la fama legendaria del episodio de Wittenberg, para los historiadores modernos la realidad es otra. Como buen profesor universitario, Martín Lutero era un hombre inteligente, de ahí que hiciese llegar primero su escrito al obispo Alberto de Brandeburgo, acompañado de una carta en la que le pedía que se pusiese fin a los abusos relacionados con las citadas benignidades. Según sus propias palabras: «Bajo tu preclarísimo nombre se hacen circular indulgencias papales para la fábrica de San Pedro (...) lamento las falsísimas ideas que concibe el pueblo por causa de ellas. A saber, que las infelices almas, si compran las letras de indulgencia, están seguras de su salvación eterna (...) Son tan grandes los favores, que no hay pecado por enorme que sea, que no pueda ser perdonado aunque uno hubiera violado —hipótesis imposible— a la misma Madre de Dios».

Los motivos de Lutero

A estas alturas de la historia algunos aún se preguntarán qué motivó la petición de Martín Lutero y el inicio de la Reforma Protestante. La respuesta, como suele ocurrir en muchos casos, es de lo más prosaica. Ya desde 1507 el Papa Julio II había concedido una indulgencia a quien colaborara con su limosna en la construcción de la nueva basílica de San Pedro de Roma, pero lo que suscitó el malestar en Alemania fue el permiso otorgado a Alberto de Brandeburgo para predicar la misma indulgencia, solo que con otros fines. Al parecer el arzobispo había contraído una copiosa deuda con los conocidos banqueros Függer, quienes le habían adelantado dinero para poder hacerse con la diócesis de Maguncia. El dispositivo ideado para saldar la deuda consistía en que la mitad de las limosnas recogidas en la predicación de la indulgencia irían a parar a manos de los banqueros, y la otra mitad a las arcas de la Cámara Apostólica. Este hecho, sumado a una teología desacertada sobre los efectos de la indulgencia en los muertos —en la predicación popular se solía emplear la frase «No bien cae la limosna en el cestillo el alma sale del purgatorio»— inflamó a toda Alemania. Y es que, como nos recuerda el académico Gonzalo Balderas, para Lutero «el hombre, como para el tardío San Agustín, está irremediablemente corrompido por el pecado de Adán».

Europa se hace eco

Este suceso aparentemente banal fue el desencadenante de un largo proceso de ruptura que se hizo posible en gran parte gracias a la imprenta. A pesar de la baja tasa de alfabetización de la época, cualquier persona culta podía obtener panfletos de Lutero y leerlos en voz alta. En ese sentido, el invento de Gutenberg estimuló asimismo a los eruditos a traducir la Biblia a la lengua común de cada país y a distribuirlaentre las masas. Años después del episodio de Wittenberg, Lutero se negó a retractarse ante el emperador Carlos V —por entonces emblema de la ortodoxia católica—, lo que supuso su proscripción política del Imperio. La oposición a Roma y sus símbolos se haría evidente en numerosos lugares entre 1521 y 1525, y pese a la negativa del religioso alemán las revueltas campesinas comenzaron a sucederse. El punto de inflexión lo supuso la ruptura con los humanistas —Erasmo de Rotterdam a la cabeza— a causa de las diferencias doctrinales en el tema de la predestinación. A partir de entonces las ideas luteranas prenderían mecha en otros pensadores como Ulrico Zwinglio, Martín Bucero, y muy especialmente Juan Calvino, quien se convirtió al protestantismo en la universidad de la Sorbona de París, con apenas 20 años. Los intentos por parte de Carlos V de llegar a un entendimiento en la Dieta de Augsburgo (1530) fracasaron estrepitosamente, dando paso al enfrentamiento armado.

Sevilla en el ojo del huracán

Las ideas de Lutero calaron pronto en numerosos rincones del paisaje europeo, y en el caso español uno de sus focos principales estuvo en la ciudad de Sevilla. Famosa por su Puerto de Indias y por superar en población a renombradas capitales como Londres —entre 1534 y 1565 pasó de tener poco más de cincuenta mil habitantes a superar los cien mil—, a nadie sorprende que la Reforma Protestante arraigase en ciertos núcleos. Uno de ellos se localizaba en el municipio de Santiponce, antaño cuna de emperadores romanos, donde los duques de Medina Sidonia impulsaron la creación de un monasterio llamado San Isidoro del Campo. Hasta allí arribaron los libros prohibidos de Lutero, así como los de Erasmo y Calvino, ocultos en el fondo de unos odres de vino y transportados por Julián Hernández, un arriero vallisoletano al que apodaban Julianillo por su escasa estatura causada por una joroba. No hemos de olvidar que, junto a Sevilla, Valladolid fue el otro punto caliente del protestantismo español. Lo cierto es que a mediados del XVI la mayor parte de los monjes de San Isidoro leían a escondidas las nuevas proclamas, y este hecho llegó a oídos de la Inquisición, quienes comenzaron su lento acecho a partir de 1557. Aunque una docena de monjes logró escapar, veinte años después el Santo Oficio logró capturar a cinco, internándolos en el trianero castillo de San Jorge y ajusticiándolos sin remedio en dos autos de fe. La periodista y escritora Eva Díaz Pérez recoge estos episodios en su novela Memoria de Cenizas, apuntando al hecho de que dos de los monjes huidos, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, «fueron los primeros traductores de la Biblia al castellano, conocida como la Biblia del Oso». Al margen de este ‘éxito’, y como afirma la estudiosa Kathleen M. Griffin, «la Reforma protestante en España se vio frustrada en gran medida, incluso aplastada, por la Inquisición».

La respuesta de la Iglesia

A mediados del siglo XVI el mapa religioso europeo presentaba un aspecto de lo más complejo. España, Italia, gran parte del sur de Alemania, Austria, Bohemia, Polonia, Lituania y los cantones suizos seguían siendo católicos, aunque aceptando la presencia de minorías calvinistas. El norte de Alemania era prácticamente luterano, al igual que Dinamarca y Suecia. Por su parte Inglaterra, tras muchos e intensos debates, se acogió a la reforma protestante dando paso a una iglesia estatal de signo calvinista liderada por la reina Isabel Tudor, hija de Enrique VIII y Ana Bolena. Mientras Rusia conservaba su fe ortodoxa, nuevas sectas comenzaban a aflorar en la sombra. Un ejemplo de ello fueron los anabaptistas, quienes discrepaban tanto de la religión católica como de la protestante, y que, por su oposición a todo principio de autoridad, serían perseguidos por ambos bandos. La respuesta del Vaticano, auspiciada por el emperador Carlos V, fue la convocatoria por el Papa Paulo III del Concilio de Trento, que aunque se había iniciado años antes se mantuvo activo entre los años 1545 y 1563.

En busca de la conciliación

La elección de Trento para sede del concilio no fue ni mucho menos casual. Esta estaba situada en el norte de Italia, y pese a ser ciudad imperial cabía esperar que los protestantes consintiesen en acudir, pues jamás participarían en un concilio celebrado en suelo papal. Desde un primer momento no fue fácil decidir el orden del día, pues el Papa deseaba que se tratasen los temas doctrinales, mientras que Carlos V abogaba por atender preferentemente las cuestiones disciplinares de reforma eclesiástica; de este modo podría satisfacer a sus súbditos luteranos y facilitar la restauración de la unidad cristiana. El compromiso al que se llegó fue el tratamiento simultáneo de las dos materias, y pese a no lograr unir a católicos y protestantes a lo largo de sus veinticinco largas sesiones, dio paso a una renovación de la vida católica, que, en palabras de la profesora Concepción Carnevale: «no quedó en letra muerta, sino que se hizo realidad viva en la época que siguió a la clausura del concilio». Con la Contrarreforma se introdujeron medidas efectivas sobre liturgia, administración y enseñanza religiosa, tales como el nombramiento de cardenales y obispos de gran integridad moral, como Carlos Borromeo, y la creación de numerosos seminarios para la formación del clero. Frente a la idea de un Dios temible y castigador —impulsada desde Roma por el Papa Pablo IV—, Europa y el mundo se fascinaron ante el misticismo de Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y San Ignacio de Loyola, y acogieron con entusiasmo la llegada de nuevas órdenes religiosas, desde los capuchinos a los paulistas.