La aniquilación del drama wagneriano

Despedir el año asistiendo a la representación de una ópera de Wagner en el Teatro Real de Madrid es un privilegio. Eso es algo indudable. Sin embargo, todo puede pasar e, incluso si la partitura está firmada por Wagner, alguien puede jugar a la postmodernidad, a la vanguardia o algo parecido, y dejar desdibujado un trabajo que no merece sufrir con experimentos inservibles.

01 ene 2017 / 19:49 h - Actualizado: 01 ene 2017 / 20:05 h.
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  • Lo espectacular de lo novedoso quiere estar por encima de la obra de Wagner y eso es un gran error. / Fotografía de Javier del real
    Lo espectacular de lo novedoso quiere estar por encima de la obra de Wagner y eso es un gran error. / Fotografía de Javier del real

Comienza a ser una pesadez eso de modernizar las cosas que pasan sobre un escenario y que fueron de otra forma en sus inicios. Comienza a ser una pesadez eso de criticar el sistema capitalista que impera en el mundo sea lo que sea que se represente sobre un escenario. Sobre todo cuando lo que se quiso decir por parte de autor no tiene nada que ver con esto. Pero lo más pesado de todo es que el esfuerzo es estéril porque no se llega a ningún lugar que interese.

La tragedia de Wagner es eso que articula toda su obra. Si desaparece, ni alguien decide que eso es un detalle sin importancia, si un artista actual decide que el romanticismo es una especie de razón menor para componer una partitura como es El holandés errante, todo se viene abajo. Aunque sea poco a poco, aunque se mantenga el tipo los primeros diez minutos de representación, todo se diluye en una especie de tierra de nadie que, obligados a transitar, olvidamos en el mismo momento que cae el telón.

¿Qué cuenta El holandés errante? Después de burlarse de Dios, un marino holandés es condenado a navegar sin pausa por el océano de la eternidad. Pero, cada siete años, tiene la oportunidad de llegar a tierra y buscar a una mujer que le sea fiel por siempre jamás. Senta, hija de un marinero, es esa mujer con la que se encontrará el marino. Su padre, también marinero, desea los tesoros del holandés y su hija le hace un gran favor cuando jura fidelidad al condenado. Pero antes debe dejar a Erik y eso le provoca un conflicto interior de enorme magnitud. El holandés pone en duda la palabra de Senta y vuelva a la mar sintiéndose traicionado. Sin embargo, Senta que ha jurado esa fidelidad absoluta se arroja a las aguas y el marinero queda liberado.

Pues en el escenario del Teatro Real de Madrid esta gran tragedia no estaba presente.

La puesta en escena, espectacular en el inicio, sin rumbo tras la obertura e incomodísima para los cantantes al ser bastante inestable y obligar a un juego de ejercicios de equilibrio inapropiado; no termina en ningún lugar. No sabemos dónde se quiere llegar. Debe ser que el público no estaba invitado a vivir la trama con intensidad, que no merecía conocer la evolución de los personajes. Sí sabemos dónde se desarrolla el libreto en esta producción: en el puerto de Chittagong (Bangladesh) conocido como El infierno en la Tierra. Aquí encontramos esa primera jugada que intenta modernizar la obra de Wagner. Como la cosa va de venta de hijas y en este territorio se puede producir algo así, pues nos lo llevamos allí para poder poner el mundo del revés (debe ser la motivación; esa o alguna parecida). Lo de siempre y el mismo fracaso de siempre. El director de escena Àlex Ollé (La Fura dels Baus) ni se acerca al objetivo. Y no es problema del despliegue de medios, porque sí es importante, sino porque nada se acomoda a la esencia de la obra, nada parece estar dirigido a un punto concreto. Y lo peor es que esa puesta en escena no solo no consigue una lectura correcta por parte del público sino que confunde. Por ejemplo, ese estilo musical mucho más moderno que corresponde a los personajes principales que carecen de libertad para vivir y que corresponde, también, a la tripulación del buque del holandés, pierde fuerza en su contraposición con las zonas que suenan más a ópera en las que las convenciones en las arias están presentes. Todo, por tanto queda plano, anodino. La puesta en escena puede influir mucho en la percepción del espectador y, esta vez, no ayuda nada.

Pablo Heras-Casado sin hacer un mal trabajo, logra arrancar un sonido más pleno en las zonas líricas a la Orquesta Titular del Teatro Real. El resto, tal vez por puro contagio, se aplana, se convierte en un sonido sin los matices necesarios.

Kwangchul Youn (Daland), un experimentado cantante en la obra de Wagner, no es el mismo que hace unos años. Comienza mejor que acaba. Seguramente, la voz no soporta ese esfuerzo tan considerable que exige la partitura. Correcto y solo correcto.

La soprano Ingela Brimberg (Senta) fue muy aplaudida. Hay que suponer que el público no quiso tener en cuenta que en el registro de esta soprano no hay hueco para los sonidos graves. Algo descolocada sobre el escenario al no ser acompañada bien del todo por parte del director musical.

Evgeny Nikitin, justito de voz y sin encontrar el sitio entre tanta arena y un piso tan inestable. Y Nikolai Schukoff (Erik) tendrá que pensar en mejorar su técnica. Resolver un papel de esta forma en el Teatro Real de Madrid es peligroso para la carrera musical de cualquiera. Trompicones vocales, histrionismo dramático, siempre en el límite del desastre vocal.

Terminar el año en compañía de Wagner, en cualquier caso, es un privilegio. Y si es en el Teatro Real de Madrid lo es más. Aunque no por ello hay que conformarse con lo que nos ofrecen. Más que nada porque las oportunidades desaprovechadas no vuelven a estar vacantes. Al menos en mucho tiempo.

Evgeny Nikitin en un momento de la representación. / Fotografía de Javier del Real