‘La balsa de la Medusa’: el naufragio de la nave del Estado

Una nación es un viaje colectivo en el tiempo, recorrido a través de ilusiones, de diásporas, de sueños, de los momentos dramáticos de una historia compartida. Toda esa energía emerge en los momentos difíciles cohesionando a una sociedad

30 nov 2015 / 17:41 h - Actualizado: 30 nov 2015 / 17:51 h.
"Arte","Vive la France!"
  • Obra pintada por Théodore Géricault que se expone en el Louvre.
    Obra pintada por Théodore Géricault que se expone en el Louvre.

La balsa de la Medusa es mucho más que un cuadro, queremos traerlo aquí, después de los atentados de París, como símbolo de la capacidad de resistencia del ser humano hasta los límites del cuerpo y de la mente. Como homenaje a Francia y con ella a nosotros, hombres y mujeres modernos, hijos de los valores republicanos: Libertad, de actuación, de movimiento, y de conciencia. Igualdad de los ciudadanos ante la ley, sin distinciones de raza, género, o credo. Fraternidad, para componer una sociedad más justa que nos ampare a todos.

En el verano de 1816 la fragata de la armada francesa La Medusa encalló en un banco de arena frente a las colonias africanas y sus tripulantes se vieron obligados a echarse al mar en los botes salvavidas. De todas esas frágiles embarcaciones, algunas consiguieron llegar a buen puerto, en una de estas viajaba el capitán, Hugues Duroy du Chaumereys, y algunos oficiales. Francia vivió con emoción en la prensa el relato de lo sucedido, coloreado con tintes románticos, el naufragio, la tempestad, la lucha contra los elementos, la pérdida de los compañeros. Los marinos fueron homenajeados, y agradecidos sus servicios a la patria.

Apenas unos días más tarde toda la podredumbre moral de la restaurada monarquía saldría inesperadamente a flote y golpearía con violencia ciega a la sociedad francesa. Del fondo marino emergió como una hidra monstruosa la maldad, junto con la injusticia, la opresión, los privilegios de los poderosos, y todo tipo de crueldades que los ciudadanos pensaban superadas después de las jornadas del Gran Miedo, de la Revolución, del Reinado del Terror, de las guerras y el naufragio del Imperio.

Porque el 17 de julio, otra de las naves que componía la flotilla, la Argos, encontraba a la deriva una frágil embarcación compuesta con maderos, sobre ella yacían entre la vida y la muerte quince personas, los únicos resistentes entre ciento cuarenta y siete. Su experiencia había llegado hasta las fronteras de la experiencia humana. Abandonados trece días en medio del mar, atados a la balsa porque el agua les cubría hasta la cintura, se habían enfrentado entre ellos por la comida. Aquellos que consiguieron sobrevivir tuvieron que arrojar por la borda a los débiles y los enfermos para evitar compartir con ellos los escasos alimentos, después se mojaron los labios con su propia orina para engañar a la sed, y masticaron estaño para simular la frescura de su sabor metálico. Algunos habían enloquecido, otros prefirieron despedirse de sus amigos y arrojarse a los tiburones. En el borde de la desesperación y de la locura los que quedaron se mataron en reyertas, y se comieron a los cadáveres de sus compañeros para poder subsistir, después de descuartizarlos, secándolos al sol.

La noticia conmocionó los cimientos de un poder que sería devastado en unos años por la Revolución de Julio. Se supo que unos señoritos aristócratas se habían aprovechado de su superioridad para salvarse, hacinando a la marinería en una lancha improvisada, cortando después las amarras para deshacerse de la rémora y poder avanzar. El desalojo de La Medusa había sido tan caótico que algunos desgraciados decidieron permanecer a bordo y perecer. Se conoció entonces que la fragata había encallado por las malas prácticas y la falta de experiencia de su capitán, que se cubrió de oprobio en una causa penal. La Revolución no había servido para nada.

Profundamente impresionado por el relato de los hechos, y con la idea de que no se olvidaran nunca, antes bien, de que quedaran como ejemplo para las generaciones futuras, Théodore Géricault decidió pintar el gran lienzo que hoy podemos ver en el Louvre. Simboliza el horror, pero también la épica de un pueblo que se había dejado la sangre en las barricadas de París, desafiando a dios y a los reyes, porque el mundo cambiara para siempre, y que no estaba dispuesto a que hubiera sido de balde.

La balsa de la Medusa representa el naufragio de la nave del Estado, pero sobre todo la capacidad del ser humano para sobreponerse a la adversidad, así como su genio de inmortalizar una tragedia transformándola en arte. Para realizar su composición, Géricault se encerró en su atelier durante meses, se afeitó la cabeza para evitar toda vida social, visitó los depósitos de cadáveres en las morgues para realizar los bocetos previos, y crear esa atmósfera funesta, esa pirámide de dolor, eligiendo el momento de esperanza en el que se atisba, en el horizonte, el barco salvador. La persona que agita la bandera –agónicamente– es un hombre de color.