La bandeja smarphoneana

La comodidad nos aletarga en la pasividad, en el consumo desaforado porque se nos olvidó el esfuerzo de poner límites. Cuando todo está a la mano deja de necesitarse. Todo está ahí. «Ya lo cogeré». No me va a hacer falta porque lo tengo en el disco duro. Estamos instalados en lo acomodaticio. Y ya sabemos, lo cómodo no incomoda.

25 jun 2016 / 12:55 h - Actualizado: 23 jun 2016 / 11:24 h.
"Tribuna Aladar"
  • Nuestros encuentros son, cada vez, más virtuales. Lo común es la salvación de las distancias. / El Correo
    Nuestros encuentros son, cada vez, más virtuales. Lo común es la salvación de las distancias. / El Correo

La mirada que Gilles Deleuze ofrecía en su Posdata sobre las sociedades de control (en las que arribaba las sociedades disciplinarias de Foucault) se ha quedado corta. Si el filósofo francés levantara la cabeza, y echara un vistazo a la cantidad multiplicable de adeptos- adictos a las nuevas tecnologías que hay y que no se atreven a desconectar, se indignaría.

El planteamiento foucaultiano, que referencia Deleuze, no necesita ningún relato de ciencia- ficción que pronostique el modo en que nos tocará vivir porque ya sabemos que «el collar electrónico» (Deleuze, 1991, pág. 44) lo llevamos puesto a todas horas.

Nos quejamos de que nos es difícil conciliar el sueño, pero no caemos en que puede deberse a la hipertrofia cerebral que produce la saturación informativa a la que estamos sometidos. No cuestionamos el cercado tecnológico en el que nos movemos y no atisbamos un sentido alternativo en los que nos rodean. Cuando el otro no es más que un «casi yo», la diferencia un mero matiz y la identidad una imposición, no viene a cuento que el salvaje de Aldous Huxley aparezca en la escena del 2014.

La cultura actual, que conforma el modo de ser de nuestra sociedad tecnológica, corre el peligro de «descarnalizarse», de condenar a las personas a su individualidad por el tiempo que pasamos frente a la máquina y en la máquina. La gula tecnológica ha engullido la carnalidad. Vivimos la mayor parte del tiempo en soledad material. Nuestros encuentros son, cada vez, más virtuales. Lo común es la salvación de las distancias, porque el desplazamiento se vuelve un sobre esfuerzo difícil de soportar.

La mayoría de los productos culturales están prensados en lo digital. Los teatros, los conciertos, las exposiciones están digitalizadas. Tenemos acceso directo a la cultura de forma estática porque todas las actividades culturales a las que estamos suscritos o no, pueden ser proyectadas en la pared de nuestra vivienda.

Todo está medido y sujeto al control de un servicio informativo personalizado y el ocio servido en bandeja «smarphoneana». ¿Libertad o esclavitud? Ninguna de las dos, optemos por la responsabilidad individual. Porque hay que tener claro que cuando creemos que eligen por nosotros, en cierta medida, estamos eligiendo que elijan por nosotros. Mientras mantengamos ese margen de consciencia, nuestra libertad estará a salvo y nuestra responsabilidad también.

Porque somos responsables de este arrastre virtual. De este aislamiento progresivo en el que navegamos.

Aumentan los libros descatalogados, el papel se transforma en el éter de internet y éste, a veces, recupera una existencia, que el criterio mercantilista ha rechazado para una publicación material, y asegura la supervivencia de una obra bajo la forma «IBSN» o «pdf». Indudablemente, esto último es una ventaja. Pero el sentido de pertenencia, el tacto de tener un libro o un diario entre tus manos se esfuma y la ventaja se vuelve carencia. La carencia del rito de pasar las páginas con los dedos, del olor que desprende ese pasar. Una sensación completamente opuesta a la frialdad del cliquear el teclado de un ordenador.

Porque es un culto engalanarse para ir al teatro. Nos preparamos para acudir a un acto comunitario. Un acto comunitario que se está perdiendo. Las experiencias estéticas- artísticas suelen ser comunitarias porque ante lo que nos conmueve, nace en el ánimo la necesidad imperiosa de compartirlo o comunicarlo.

La comodidad nos aletarga en la pasividad, en el consumo desaforado porque se nos olvidó el esfuerzo de poner límites. Cuando todo está a la mano deja de necesitarse. Todo está ahí. «Ya lo cogeré». No me va a hacer falta porque lo tengo en el disco duro. Estamos instalados en lo acomodaticio. Y ya sabemos, lo cómodo no incomoda, ¿para qué levantarnos si no podríamos estar mejor? ¿O sí...?

Se pierde la intención de rendir tributo, de pagar un «alto» precio por acudir a una cita con la cultura porque perdemos el sentido de respeto que conlleva la distancia. La distancia lo sacraliza todo y hasta el polvo que envuelve el libro de la librería imprime respeto.

Estamos huérfanos de la hierofanía de Elíade, de lo sagrado que hay en cualquier objeto animado o inanimado. «Las reacciones del hombre ante la naturaleza están condicionadas más de una vez por la cultura» y la de «las sociedades modernas» como advertía Mircea Elíade «[...] vive en un mundo desacralizado». En internet no existe una diferenciación de espacios, sin embargo en el mundo real no todos los espacios son ordinarios. Hay excepciones como esos museos y teatros que continúan cultivando cultura y algunos de ellos a bajo coste.

No es baladí el lugar físico en el que se hospedan esos libros, consecutivamente, dispuestos en una librería, ni el gran tamaño de un escenario, ni el de una pantalla de cine. Todos los «loci» son a propósito de un lugar privilegiado en el que se aloja una obra, sin los cuales no nos sentiríamos partícipe de algo sublime, absoluto, de algo que nos lleva a ser más. Más sensibles, más sabios, más grandilocuentes, más poderosos, más completos de distintas formas de existencia. Como cuando nos plantamos ante la infinitud de un cielo interrogante y abismal o ante «esfíngides» montañas. Nuestros sentidos se saturan de tanta perfección con la que se ha forjado la naturaleza y ésta nos incita a pensarnos como una diminuta pieza de un todo, que ansiamos respirar.

Ambas, naturaleza y cultura, pueden salvarnos de nuestra conversión en peones de este ajedrez virtual, que un día inventamos para acortar distancias. Desconecte, es hora de salvarlas.