La fiesta del siglo

Europa apenas salía de la guerra, los bloques estaban enfrentados, y se desmoronaban a su alrededor los imperios coloniales. Pero los privilegiados que pudieron resistir la tormenta, se enfrentaban al mundo como si no hubiera mañana. Recordamos el gran acontecimiento social de la pasada centuria, cuyos ecos aún resuenan en las salas de un palacio veneciano. Algo irrepetible, inverosímil, irreal. Un tiempo perdido en el que la riqueza se convertía en espectáculo. Al menos.

04 jun 2016 / 12:39 h - Actualizado: 01 jun 2016 / 18:03 h.
"Arte - Aladar","Tribuna Aladar"
  • Carlos Beistegui recibé a los invitados como Gran Procurador. / Cecil Beaton para Vogue
    Carlos Beistegui recibé a los invitados como Gran Procurador. / Cecil Beaton para Vogue
  • Lady Diana Cooper como la Cleopatra de Tiepolo. / Cecil Beaton para Vogue
    Lady Diana Cooper como la Cleopatra de Tiepolo. / Cecil Beaton para Vogue
  • Los invitados navegando por el Canal Grande. / Cecil Beaton para Vogue
    Los invitados navegando por el Canal Grande. / Cecil Beaton para Vogue
  • Patricia López-Wilshaw llega al palacio Labia. / Cecil Beaton para Vogue
    Patricia López-Wilshaw llega al palacio Labia. / Cecil Beaton para Vogue
  • Carlos Beistegui asomado a un balcón de su palacio veneciano. / Cecil Beaton para Vogue
    Carlos Beistegui asomado a un balcón de su palacio veneciano. / Cecil Beaton para Vogue
  • Daisy Fellows como América en el siglo XVIII. / Cecil Beaton para Vogue
    Daisy Fellows como América en el siglo XVIII. / Cecil Beaton para Vogue
  • Carlos Beistegui recibe a los invitados como Gran Procurador. / Cecil Beaton para Vogue
    Carlos Beistegui recibe a los invitados como Gran Procurador. / Cecil Beaton para Vogue

Fue la de los Labia una rica familia veneciana de origen catalán, adscrita al patriciado en 1647 a cambio de importantes cantidades de dinero para financiar la guerra de Candía. Sobre la orilla del Canareggio, lugar obligado de de entrada en la ciudad desde tierra firme, ordenaron la construcción de una morada principesca inspirada en la arquitectura de Longhena, y a mediados del setecientos le encargaron la decoración a Giambattista Tiepolo, el más genial pintor de la época, que proyectó sobre sus paredes un desarrollo iconográfico sobre la vida de la última soberana egipcia, que se continúa de sala en sala, y alcanza su zenit en el gran salón, donde la magnificencia del color, los efectos lumínicos, y la utilización de un lenguaje onírico y grandioso, en el que se representa Alejandría como una gran corte italiana contemporánea, convierten la historia de Antonio y Cleopatra en una obra excelsa de la pintura, que acudieron a copiar, con fervor religioso, grandes pintores como Reynolds, o Fragonard.

Durante cien años, hasta su extinción, los Labia, en un afán de hacer olvidar su pasado, mercantil y plebeyo, impresionaron a la nobleza véneta con sus fiestas desmesuradas en las que los banquetes terminaban inexcusablemente con el lanzamiento al canal de las vajillas de plata. Ese es el origen de la frase que pasará a ser el lema de la familia: «Le abbia o non le abbia sarò sempre Labbia». Es parte de la historia que unas redes, tendidas bajo el agua, permitían más tarde rescatar las piezas lanzadas.

En 1948, un esteta de origen español, don Carlos de Beistegui e Itúrbide, adquirió el inmueble para prolongar el mito. Dedicó tres años, e incontables recursos, a devolver al palacio barroco todo su antiguo esplendor: hizo restaurar estucos, sedas, y terciopelos; instalar baños y montacargas, encargó copias de los muebles originales, y adquirió bustos y tapices. La idea era reconstruir un espacio que pareciera habitado desde siempre, y para ello no dudó en crear nuevas salas -la de Reloj, la de los Almirantes- y aderezarlas con lujo. Decidió celebrar el fin de las obras con un evento que entraría en la leyenda.

Fue, posiblemente, la última gran fiesta que ha visto el mundo. Todos cuantos disfrutaron de la fortuna de asistir han dejado transcritos con sus recuerdos imborrables la percepción de asistir al canto del cisne de un mundo que se desvanecía.

En 1951, seis meses antes del día señalado, salieron hacia los cuatro puntos cardinales las invitaciones para el baile, al que asistieron los mil quinientos elegidos, que tuvieron el privilegio de acompañar a Beistegui en un viaje al pasado. Aunque los preparativos tenían lugar en secreto, el Herald Tribune consiguió la lista de invitados y la publicó, buscando terminar definitivamente con todos los rumores. Además del miniaturista Alexander Serebriakoff que inmortalizaría después el baile en dibujos, estaban invitadas destacadas personalidades, como el fotógrafo Cecil Beaton, que plasmaría el evento para Vogue; los duques de Windsor; la millonaria Barbara Hutton, heredera del imperio Woolwoorth; la actriz Gene Tierney, o el ex premier británico Winston Churchill.

Los días previos al evento, Venecia hervía de expectación mientras comenzaban a llegar las celebridades: el barón y la baronesa Guy de Rothschild, el modisto Christian Dior, el anciano Agha Khan, los príncipes de Faucigny-Lucinge, la baronesa Jacqueline de Ribes. Se reportó, como un hecho insólito, que en el paso suizo de Simplón se estaban produciendo auténticos atascos con los Rolls Royce que avanzaban desde París hacia la ciudad de la laguna, con grandes cajas de la Casa Dior prendidas en los techos: eran algunos de los disfraces.

La mañana del día tres de septiembre, un ejército de obreros culminaba los preparativos, el decorador Emilio Terry había diseñado arquitecturas efímeras, y una tela pegada al suelo imita los motivos de las savonneries de Versalles. Mientras tanto en todas las iglesias de la ciudad, se lanzaban anatemas desde los púlpitos criticando el tremendo despilfarro.

Paul Morand recuerda un cielo encendido de rojo y azafrán, cuando al caer la tarde, Venecia se echó al Rialto para ver pasar a las comitivas que atravesaban la ciudad ataviadas con un lujo demente. Lady Clementine Churchill, Léonor Fini, Orson Welles, los marqueses de Marianao...; los invitados salían entre aclamaciones de los hoteles –el Gritti, el Danieli- y cuatrocientas góndolas bogaban simultáneamente río arriba, mientras ante el palacio, iluminado por focos cegadores, el anfitrión recibía a sus invitados en lo alto de la escalera de mármol, elevado sobre unos altísimos coturnos, con una túnica escarlata. Iba vestido como procurador de Venecia y miembro del Consejo de los Diez, el órgano secreto que manejaba la República en la sombra. Enfrente, en una grada habilitada para cuatro mil personas, la prensa internacional, vestida de época cubría el evento.

Bajo la dirección de Boris Kochno, y Nathalie Paley los invitados fueron entrando en el gran salón: triunfaron Lady Diana Copper, y el barón de Cabrol, vestidos como el Antonio y la Cleopatra de los frescos del Tiepolo. Gritos de júbilo se escapaban cuando el gentío reconocía a los representantes de las más encumbradas familias de la nobleza negra, como las principessas Colonna, Gaetani, y Pignatelli, que llegaron juntas, vestidas de idéntica manera.

Cuenta también Morand que en las ventanas vecinas, alquiladas a precio de oro, las cabezas colgando en el vacío se superponían por pisos, y que en el embarcadero de los Labia, las alfombras persas bajaban por los escalones y se remojaban en el canal, mientras los Grandes de España -vestidos de goyescos como sus antepasados en los cuadros legendarios- eran ovacionados a su llegada.

Porteros moros ayudaban a descender a los asistentes entre dos hileras de galeotes en amarillo con los remos alzados: La princesa Chavchavadze vestida de Catalina de Rusia, con una banda constelada de diamantes de los Urales, y su marido en príncipe Potemkim; Genevieve Fath con una cabellera de oro como un cometa; cortejos con palanquines. Daisy Fellowes, como alegoría de América, era de lejos la más elegante.

Los setenta sirvientes esperaban a los asistentes con los mismos trajes que se habían utilizado en la fiesta que la duquesa de Richmond dio la víspera de la batalla de Waterloo. Mientras tanto, el cuerpo de baile del marqués de Cuevas interpretaba minuetos y zarabandas en el patio principal.

De repente, el gentío agolpado en los muelles enmudeció de estupor al atisbar, navegando en el contraluz del crepúsculo, un junco oriental, completamente dorado, con las velas desplegadas. A bordo el multimillonario chileno Arturo López-Wilshaw, su esposa Patricia, y su amante el barón de Redé, acudían a la mascarada vestidos como el sequito de viaje del Emperador de China.

A medianoche, la fiesta llegaba a su apogeo, y se llegó a temer que el suelo de los salones se viniese abajo. Tras una pirámide humana llamada de las «Fuerzas de Hércules», traída por el cuerpo de bomberos de Venecia, todos vestidos de arlequín, siguiendo el modelo de madera del museo Correr; tenía lugar la «Entrada de los Gigantes» concebida por Salvador Dalí: media docena de estilizadas figuras de siete metros de altura que evolucionaron por el Gran Salón ante la admiración general, envueltas en túnicas de raso blanco con incrustaciones de plata, y extraños tricornios. Estos gigantes estaban inspirados en los que en los pueblos de Cataluña salen en desfile en las fiestas.

Hacia las tres de la mañana castillos de fuegos artificiales iluminaron la laguna mientras en la piazza los invitados se mezclaban con el pueblo, para el que Beistegui había hecho organizar una fiesta con orquesta. Durante toda la madrugada, hasta el amanecer, seres enmascarados se esparcieron por la ciudad en rondas, y cuentan los asistentes que un equilibrista vestido de oso iba de tejado en tejado, mientras en Venecia bailaba todo menos las casas.