La infancia de Iván

En 1962, Tarkovski estrenó La Infancia de Iván, una película bélica en la que la falta de elementos propios de la guerra demostraba que se puede aterrorizar al espectador sin armas o explosiones. Un inicio de carrera que agradó a muchos y que marcaba el trabajo único de uno de los mejores realizadores de todos los tiempos.

15 ene 2016 / 13:18 h - Actualizado: 25 ene 2016 / 11:26 h.
"Cine - Aladar","Andréi Tarkovski"
  • Valentina Malyavina y Valentín Zubkov. / El Correo
    Valentina Malyavina y Valentín Zubkov. / El Correo
  • Valentina Malyavina. / El Correo
    Valentina Malyavina. / El Correo
  • Nikolai Burlaiev en el papel de Iván. / El Correo
    Nikolai Burlaiev en el papel de Iván. / El Correo
  • Nikolai Burlaiev en el papel de Iván. / El Correo
    Nikolai Burlaiev en el papel de Iván. / El Correo
  • Escena de la película La infancia de Iván. / El Correo
    Escena de la película La infancia de Iván. / El Correo

En 1962, Andrei Tarkovski se estrenaba con La infancia de Iván, película que dirigió con la mitad del presupuesto inicial puesto que se le encargó una vez iniciado el rodaje. La condición que puso Tarkovski para hacerse cargo del rodaje fue la de no aprovechar nada de lo filmado y reescribir el guión. Quería que el trabajo fuese suyo sin interferencia alguna. Y no es de extrañar que ese fuese su deseo. Este es un autor único, auténtico e inigualable. Cada una de sus películas rebosa poesía, personalidad, profundidad; todo lo que cuenta Tarkovski se convierte en monumento, en obra de arte; algo que no se podría conseguir utilizando secuencias de cualquier otro autor que no fuera él mismo.

La infancia de Iván es una película bélica. Pero, desde el primer momento, se percibe un claro antibelicismo que toma la forma de la muerte, la locura, la angustia o la tortura. Y, además, se aleja de las explosiones, de las cargas o de la búsqueda de elementos patrióticos que realzasen el poderío militar e ideológico del régimen soviético. Tarkovski demuestra que no son necesarios los elementos militares y propios de una guerra para aterrorizar al espectador.

El director utiliza la belleza para enfrentarla a la zona más oscura del ser humano. Un ser humano capaz de lo mejor y lo peor, de crear incluso lo que está más allá de sus posibilidades. Capaz de destruirse a sí mismo. La belleza de la niñez frente a las zonas oscuras de una existencia sin ella. Pero, también, la belleza de lo que da una guerra a cambio de arrancarte algo si se convierte en poesía.

Tarkovski intenta no señalar con claridad los límites entre realidad y sueño, entre posible e imposible (toda su obra estará marcada por esa ambigüedad). Es lo improbable lo que toma protagonismo durante buena parte del metraje (incluido todo lo mostrado con imágenes documentales al final de la película; cierto aunque increíble). Para ello, introduce zonas narrativas instaladas en la belleza de lo onírico, en una falta de una consciencia que coloca al personaje dentro de la realidad más cruel. Impresiona comprobar cómo Tarkovski maneja el lenguaje del sueño, cómo el tránsito de un lado a otro se efectúa con una delicadeza asombrosa. Casi siempre ocurre teniendo al agua como conductora. Una gota que cae en la mano del muchacho y llega a un cubo que es la ventana al sueño que comienza en un pozo (este es uno de los ejemplos). El agua como uno de los cuatro elementos de la naturaleza que son tan importantes en el cine del director ruso. El agua como regeneradora, como zona de paso hacia lo espiritual, como nueva vida, como elemento en constante movimiento (lluvia y evaporación), el elemento que no puede faltar para que el ser humano pueda vivir.

Iván (Nikolai Burlaiev) es un niño explorador del ejército soviético. La acción de la película se desarrolla durante los últimos meses de la segunda guerra mundial. Lo primero que sabemos de él (a través de un sueño) es eso, que es un niño, que vive como tal, que ríe como tal, que disfruta como sólo un niño puede hacerlo. La naturaleza –bella, esplendorosa- es su hábitat natural. Pero despierta; en un lugar oscuro, cerrado; peligroso. El rostro del muchacho parece estar esculpido con el cincel del sufrimiento, del dolor, de la falta. La mirada es fría, penetrante. La infancia que Iván perdió sólo puede ser soñada. De esto es de lo que quiere hablar Tarkovski; de cómo el ser humano deja de ser aunque siga existiendo. Aunque siendo ese el tema principal, el director encuentra huecos para la esperanza, para lo que no dejará nunca de existir a pesar de todo. Una de las escenas más bellas que recuerda el que escribe tiene mucho que ver con esa esperanza, con la posibilidad de amar durante los tiempos de destrucción. María (Valentina Malyavina) pasea por el bosque junto a Kholin (Valentín Zubkov). Ambos son militares. Deben cruzar una zanja; él con un pie a cada lado ayuda a su compañera; ella queda colgada de los brazos de él; él la besa apasionadamente sosteniéndola en vilo. Tal vez sea uno de los besos más apasionados, inesperados y bellos, de la historia del cine. Justo antes de este beso, Tarkovski logra crear una tensión sexual entre los personajes poco frecuente en el cine; una tensión sexual tan potente como la violencia que se puede palpar a causa de la guerra; pero ante la pasión de un hombre y una mujer, el mundo puede venirse abajo. Esta esperanza se alterna con la existencia vacía de ser. El resumen más contundente de la idea llega con la escena en la que un viejo invita a Iván a pasar por la puerta de su isba, una casa que ya no existe. Lo único que se mantiene en pie es el marco de la puerta y un horno. Cuando el niño regresa con los militares que han ido a buscarle, el viejo cierra la puerta con llave, agarrado a los recuerdos que funcionan como memoria futura (¿una verdadera puerta a una pequeña esperanza?).

La puesta en escena está cuidadísima. Tarkovski siempre tuvo fama de ser especialmente puntilloso con los detalles de sus escenarios. Sorprende que parezcan territorios vírgenes los que se utilizan cuando el espectador sabe que allí se rodaron tomas y más tomas de la misma escena. Detallista, sobria. No falta pulcritud de todo tipo que nos acerca al símbolo en lo que se convierte todo lo que usa Tarkovski para narrar. Espejos que reflejan la realidad desde un prisma que sería imposible para el espectador o para los personajes, animales, imágenes religiosas, fuego, agua, frutos. Todo presentado con una excelente fotografía expresionista (Vadim Yusov) que busca planos inclinados, borrosos, muchas veces fijos y largos.

La película está rodada en blanco y negro. No podía ser de otra forma. Los matices desde las sobras convierten el recurso en imprescindible para matizar el estado de ánimo de los personajes. Y los matices desde la claridad (casi siempre en los sueños) que convierten esa zona inaprensible en la única posible para sobrevivir. Cada cosa narrada con un tempo distinto, adecuado.

Impone La infancia de Iván porque es un retrato del horror refugiado en un niño. Impone La infancia de Iván porque es una película de Tarkovski. Impone La vida de Iván porque es una película excelente. Una película que muestra la realidad desde una premisa escrita en la pared de un refugio militar: Somos 8 jóvenes de 18 años. Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vénguennos. El resumen de la historia de la humanidad.