La muerte es el silencio

En Madrid hace frío. Aunque el invierno no está siendo especialmente duro, no sobran los abrigos ni las bufandas. Llegamos al Teatro Real arropados con los últimos rayos de sol. No se ocupan todas las butacas. Una pena y más en un día como hoy. ‘Dead Man Walking’ del compositor Jake Heggie viene avalada por excelentes críticas desde que se estrenó el 7 de octubre de 2000.

03 feb 2018 / 09:18 h - Actualizado: 02 feb 2018 / 08:38 h.
"Música","Ópera","Música - Aladar","Música contemporánea"
  • Joyce DiDonato y Measha Brueggergosman junto a los Pequeños Cantores de la ORCAM. / Javier del Real
    Joyce DiDonato y Measha Brueggergosman junto a los Pequeños Cantores de la ORCAM. / Javier del Real
  • Michael Mayes logra una interpretación notable. / Javier del Real
    Michael Mayes logra una interpretación notable. / Javier del Real
  • La producción de la Lyric Opera de Chicago es espectacular y todo funciona perfectamente. / Javier del Real
    La producción de la Lyric Opera de Chicago es espectacular y todo funciona perfectamente. / Javier del Real

La ópera actual, en general, adolece de algo tan básico en cualquier manifestación artística como es el intento de discusión sobre la realidad, el debate sobre los asuntos que enturbian o iluminan el día a día de las personas. Se intenta poco y cuando se hace, o bien es un movimiento fallido, o bien ese intento de remover sensaciones y sentimientos para poder cuestionarse la realidad se limita a la propia ópera. Por ello, la obra que se representa en el Teatro Real de Madrid hasta el próximo 9 de febrero aporta un enorme interés al cargar las tintas en el debate sobre la pena de muerte que lleva sobre la mesa tantos años y en tantos lugares del mundo.

La teatralidad en Dead Man Walking, la dramaturgia de la producción, se impone a todo lo demás. Desde el primer minuto. Y la propuesta termina siendo brutal, estremecedora y casi dolorosa. Porque lo que Heggie y el libretista Terrence McNally nos dejan sobre la mesa es un billete que nos llevará desde una escena que muestra un crimen brutal a otra escena que nos deja atónitos al enseñar otra muerte brutal. Nos quieren llevar de la muerte a la muerte, pero mirando desde distintas perspectivas. Y esto, si quieren, se puede traducir como un viaje desde el yo al yo que mira desde un sitio u otro obligado a ir dibujando la realidad por terrible que sea; ese viaje que siempre provoca estupor y tanto trabajo nos cuesta hacer. Esta ópera está basada en el libro de la religiosa Helen Prejean que ya adaptó Tim Robbins en 1995 para poder rodar una excelente película que en España se tituló «Pena de Muerte».

La producción es estupenda. Muy arrimada al musical norteamericano; en realidad, todo es muy norteamericano, muy ‘yankee’. La puesta en escena es inteligente y resuelve más que bien todas las dificultades que plantea un libreto muy previsible aunque ciertamente potente desde el punto de vista más narrativo. Tal vez, algunos tramos se podrían haber resuelto con una elipsis y no de forma tan explícita. Pero, en cualquier caso, todo funciona de maravilla. La representación de la pesadilla de la religiosa o esa cárcel en la que todos estamos encerrados cuando la pena de muerte va a reinar durante un tiempo, son dos momentos en los que el espectador puede disfrutar con una propuesta atrevida y respetuosa con el espectador. Todo es una invitación y lo tendencioso no aparece. En este sentido, la escena en la que los familiares de las víctimas y del propio asesino esperan a conocer si el reo será ejecutado o no, es muy representativa. Y los últimos segundos de la representación... ay, esos silencios convertidos en lastres casi inaguantables; ay, esos silencios que son la propia muerte.

Musicalmente la obra no es nada del otro mundo aunque todo funciona bien. No hay nada que sobresalga, ni nada que incomode o emocione de forma repentina y contundente. La partitura está bien y cuando se incorpora el góspel, los ritmos de soul más sureños y un blues que aporta una robustez muy acusada en el dibujo de los personajes, es cuando mejor suena todo. Jake Heggie no disimula su acercamiento a la música cinematográfica y no duda en servirse de elementos del cine para intentar aportar solidez a la obra. Mark Wigglesworth, el director musical, pasa desapercibido. Tal vez su trabajo es algo mecánico.

En general, los cantantes están bien. Michael Mayes (interpreta el papel de Joseph De Rocher o, lo que es lo mismo, es el malo de todo este lío) se entrega absolutamente y no está nada mal. Es el que mejor interpreta ese blues que el compositor propone como forma de expresión que siempre está por debajo de lo que escuchamos. Maria Zifchak es la que mejor canta y la que desarrolla con más solvencia el arco dramático de su personaje. Muy, muy, bien. Lograr que veamos tan bien a una mujer limitada en todos los sentidos, provinciana, incapaz de hacer nada bien..., no es nada fácil.

El Coro Titular del Teatro Real, bien. Tampoco la partitura invita a grandes logros por parte del coro. Y los Pequeños Cantores de la ORCAM, también y como siempre, estupendos.

Joyce DiDonato no está a la altura de lo que podría esperar un aficionado a la ópera. No es una mala cantante y es capaz de interpretar su papel sin problema alguno puesto que lo tiene totalmente interiorizado. Pero no resuelve bien los problemas que plantea esta partitura. Los agudos más altos son un verdadero descontrol en lo que a afinación se refiere y la evolución del registro a lo largo de la representación crea verdaderos problemas a la cantante.

En cualquier caso, merece la pena acercarse a Madrid para disfrutar de una ópera importante y, sobre todo, necesaria para que podamos plantearnos cosas. El arte es para lo único que sirve. El que crea que sirve para otra cosa está muy equivocado. Es verdad que se rodea de muchos accesorios, pero lo fundamental es la explicación de la realidad.