La piedra oscura: El guardián y su rehén

Hasta el 6 de noviembre en el teatro Galileo, situado en la calle homónima del madrileño barrio de Argüelles, se representa esta trágica obra sobre acontecimientos reconstruidos durante la Guerra Civil española. Con la latencia de la poesía y la búsqueda de lo tenebroso, pretende hacernos preguntas sobre el pasado, para que éste no se repita.

22 oct 2016 / 12:00 h - Actualizado: 21 oct 2016 / 13:11 h.
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  • Momento de la representación de La piedra oscura. / El Correo
    Momento de la representación de La piedra oscura. / El Correo

Dos únicos actores y personajes en una obra que hurga y sigue indagando en hechos incómodos del pasado. Parece que últimamente el teatro que se estrena en Madrid, sólo busca incomodar con temas bélicos, lo cual por otro lado no se aleja mucho de un presente y futuro que imaginamos como inciertos.

De silencios está hecha, también, esta obra escrita por Alberto Conejero y dirigida con eficacia por Pablo Messiez, como largo es aquél que transcurre entre que el espectador se sienta en la butaca y empieza el diálogo; y es que lo que parece un muñeco que allí nos aguarda para ser retirado no es otra cosa que Sebastián, uno de los dos soldados (el fascista, interpretado magistralmente por Nacho Sánchez) que parece tener su única razón de existir en estar alerta, no dormir para no atender a sus peores pesadillas, permanecer de espaldas no sólo a Rafael (Daniel Grao), sino al escenario, que no es otro por el que se le reconfigura una realidad insoportable en esa especie de búnker situado en las inmediaciones de Santander que le hace verse con el único equipaje de una madre muerta y él solo con un rifle como guardián entre la mugre, debatiéndose entre la única posible amistad, que exige conservar un legado de papeles que se nos antojan inútiles, o él mismo en forma de cuerpo, una marioneta, una piltrafa descosida como debió ser la España negra que pinta, y que se quiera o no, ya no existe.

Porque es del fantasma siempre reconocible de las dos Españas, ahora y aquí barruntadas por disparos ante los que nadie da la cara, de lo que trata esta poética condena a los actos humanos por encima de toda y cualquier ideología. Porque en ella el frío que se transmite a través de las heridas, la sangre seca puede más que la música, toda música que pudiera hacernos olvidar el rol implacable de la Historia.

Es de justicia decir que el trabajo interpretativo es más que destacable técnicamente. Mientras Grao, con gran experiencia en el medio televisivo y cinematográfico (ha trabajado entre otras muchas en la serie sobre la novela de Ildefonso Falcones, «La catedral del mar», todavía en proceso de rodaje, «Los ojos de Julia», «Julieta»...) sabe ofrecerse como ese condenado a muerte inocente, ingeniero de Minas, personaje real del que se sirvió como apoyatura Conejero para montar su obra, con más fuerza bruta e intelectual que el personaje de Sebastián, interpretado con solvencia de registros por una nueva promesa en estas lides, un actor abulense, también mucho más joven, Nacho Sánchez (en las tablas, Rafael le pregunta en más de una ocasión cuántos años tiene, a lo que él sin saber que responder varía el espectro entre los 18 y 20 años), pero quizás por ello, un tipo lleno de rabia, que derrocha patetismo, al estar embarcado en lo que su compañero considera la nave equivocada, y cuyo trabajo le ha hecho meritorio del premio de la Unión de Actores a mejor actor revelación.

De fantasmas decíamos que trataba esta representación y el más importante y fundamental es el de un Federico García Lorca ya asesinado, el poeta de la Generación del 27 al que nadie pudo terminar de perdonar que fuese un señorito, y además gay. Es por ello, que reivindicar esta obra desde cualquier postulado izquierdista podría resultar peligroso, y por más que su memoria se haya recobrado desde estos, podríamos decir de ella que, para muchos, y en nombre de civiles igualmente asesinados por el bando republicano, puede ser también perversamente manipulable en aras de la utilización legítima (si es que pudiera serlo) de la brutalidad y la barbarie de una Guerra.

Y así, Lorca como miembro del grupo de teatro universitario La Barraca, alguien que estando ya muerto, hace sentir y hablar de más a los supervivientes. Culpabilidad y derrota, amenaza y alegría por haberlo conocido. Y de fondo, la voluntad firme de atestiguar los hechos de uno, y de ser músico el otro. Los disparos acechan como truenos de fuego que impiden descansar.

La sobriedad en cuanto a escenografía y vestuario, cuya responsable es Elisa Sanz, la efectista iluminación comandada por Paloma Parra o ese espacio sonoro como de cueva al que tan bien consigue evocar el propio teatro Galileo, si bien el trabajo de Ana Villa y Juanjo Valmorisco también resulta sobresaliente, hacen el resto. En suma, la obra ofrece un desgarrado entretenimiento para sufridores enciernes y si bien no cambia el enfoque del tema de la Guerra, sí abre algo más de lo habitual el ángulo desde el que mirarla y escucharla a través de un uso de la palabra sabio y no tan resabiado como en un principio pudiera parecer.