La Rioja se bebe y se palpa

Su nombre evoca textura y aroma a barrica de roble —legado milenario custodiado con la sabiduría de antaño—. Y a pesar de la calidad de sus vinos, La Rioja es algo más que una Denominación de Origen Calificada. Es un crisol de experiencias donde el bienestar y la sorpresa están garantizados. Un viaje a La Rioja es una de esas experiencias que no pueden olvidarse nunca jamás porque llenan nuestras mochilas de buenos momentos y sensaciones gratas

01 jul 2017 / 12:25 h - Actualizado: 30 jun 2017 / 09:18 h.
"Viajes"
  • Briones. / Antonio Puente Mayor
    Briones. / Antonio Puente Mayor
  • Museo Vivanco. / Antonio Puente Mayor
    Museo Vivanco. / Antonio Puente Mayor
  • Nuseo Vivanco. / Antonio Puente Mayor
    Nuseo Vivanco. / Antonio Puente Mayor
  • Sant Domingo de la Calzada. / Antonio Puente Mayor
    Sant Domingo de la Calzada. / Antonio Puente Mayor
  • Bodegas Bilbainas. / Antonio Puente Mayor
    Bodegas Bilbainas. / Antonio Puente Mayor

Cuentan que por San Millán de la Cogolla nació la lengua castellana a finales del siglo X. Las Glosas Emilianenses del monasterio de Yuso así lo atestiguan. Hoy los miles de visitantes que se acercan cada año a descubrirlo tienen que conformarse con un facsímil protegido por un cristal —el códice original se encuentra en la Real Academia de la Historia—. Pero aún así merece la pena sumergirse entre sus muros repletos de tesoros y viejos relatos. Desde los suelos de alabastro y los hermosos frescos de la sacristía (algunos la llaman la «Capilla Sixtina» de La Rioja) hasta el barroco extremo de su iglesia. De los amplios claustros, testigos mudos del tiempo, a las arquetas de plata y marfil de sus santos. Pero si hay algo que impresiona a propios y extraños es su biblioteca de libros cantorales. Un espacio pequeño y recoleto que, a modo de sanctasanctórum, custodia la memoria del cenobio. «¿Por qué hacían los libros tan grandes?», preguntan a diario los turistas que, maravillados por el estado de conservación de los volúmenes, acceden al mágico recinto. La respuesta de las guías, acostumbradas a lidiar con visitantes de medio mundo, satisface a mayores y pequeños por igual. Pero esa es otra historia...

Dos capitales para una sola provincia

Nuestro recorrido por La Rioja debe comenzar necesariamente por Calahorra. Su primera referencia documental se la debemos a Tito Livio, el historiador romano nacido en el 59 a.C. que tutelara al mismísimo emperador Claudio. No obstante, a falta de este, hoy podemos conocer los entresijos de la ciudad de boca de otro erudito: don Ángel Ortega. Canónigo archivero de la Catedral de Santa María —perla entre las catedrales de la región—, es tan pródigo en conocimientos como en amabilidad, por lo que recorrer con él la inmensidad del templo equivale a una clase magistral en la universidad. La etimología de Calagurris —así se llamaba en tiempos del poeta Quintiliano— siempre ha suscitado problemas, aunque la mayoría de estudiosos opta por la salida más lógica: ciudad o pueblo amurallado. Más difícil resulta explicar a los turistas que sus calles albergaron la primera capital del territorio, hoy emblema de la Rioja Baja, o que los diseños de Dior desfilan a pocos metros de la plaza de toros, durante la pasarela de moda «Ciudad de la Verdura». Dicho esto, para conquistar la segunda capital —la de la Rioja Alta—, hemos de desplazarnos cincuenta kilómetros, hasta Logroño.

La senda del elefante

Lo primero que llama la atención de Logroño es su intachable equilibrio. Con una superficie que roza los ochenta kilómetros cuadrados —la propia Calahorra es superior en este sentido— sus 150 mil habitantes disponen de una red comercial y de servicios de lo más completa de España. Un clima suave durante todo el año y un nivel de vida alto la erigen como una de las capitales ideales para envejecer. Emparentada con Zaragoza merced al río Ebro, Logroño ha sido tradicionalmente lugar de paso y cruce de caminos. De eso saben bastante las piedras de su Rúa Vieja, por donde los peregrinos jacobeos continúan adentrándose tras cruzar el Puente de Piedra. También los sillares del Arco del Revellín —estoico bastión frente al invasor francés—, y hasta el Árbol de Júpiter de la Plaza del Espolón, corazón de la ciudad y residencia perenne del general Espartero. Pero si hay un lugar donde los sentidos pugnan por instruirse, esa es la famosa calle del Laurel, el rincón más universal de la capital riojana. Dicen que quien se adentra en sus dominios jamás vuelve a ser el mismo. ¡Algo tendrá que ver su extenso surtido de bares! Según la leyenda, allí nació el renombrado pincho, y no en San Sebastián como cuentan los vascos... Allí puede probar el «cojonudo» mientras saborea un crianza; e incluso saber lo que es un «matrimonio» entre tapas de champiñones y cordero moruno. Eso sí, se recomienda beber con moderación, o de lo contrario saldrá dando tumbos, cual mamífero placentario.

«Donde la gallina cantó después de asada»

Y es que La Rioja es muy dada a honrar a los animales. Si no se lo cree, siga los pasos de Santo Domingo de la Calzada, patrón de los ingenieros de caminos, y se quedará con la boca abierta. Pocos recintos sagrados albergan criaturas vivas, y la catedral románica es uno de ellos. La razón hay que buscarla en la Edad Media, cuando una familia procedente de Colonia se detuvo en una posada para pasar la noche. Al parecer la hija del dueño se quedó prendada de Hugonell, el más joven de los peregrinos germanos, siendo rechazada por este. Furiosa y despechada, la moza decidió vengarse, introduciendo una copa de plata en el zurrón del muchacho. Al día siguiente, y tras denunciar los hechos a las autoridades, Hugonell fue condenado a la horca —por aquel entonces la Justicia actuaba deprisa—. El resto del relato es bien sencillo. Los padres del ajusticiado fueron a despedirse de él antes de continuar hacia Compostela, comprobando con alivio que su hijo estaba vivo por intercesión del santo. Tras comunicar la noticia al Corregidor de la ciudad, este esgrimió una burla mientras cenaba: «Vuestro hijo está tan vivo como este gallo y esta gallina asados». Y, milagrosamente, a los animales les salieron plumas y se pusieron a cantar y cacarear.

No lejos del municipio, donde el antiguo Hospital de Peregrinos y la Plaza de España bien merecen una visita, se halla Ezcaray, la primera villa turística de la comunidad. Sus preciosas plazas han servido de escenario a la serie de televisión Olmos y Robles, y su estación, Valdezcaray, es referencia para los esquiadores del norte.

Soñando entre viñedos

La Rioja posee autopista —la AP 68 es gratuita en algunos tramos desde 2009—, pero si desea percibir la auténtica magia es necesario recorrer sus carreteras secundarias. La ruta del vino conecta Briones con Haro a través de un paisaje de lo más evocador. El primero de los municipios fue fundado por los berones, un pueblo celta que llegó a aquellas tierras en la Edad del Bronce. Su situación sobre un cerro de 80 metros lo convierte en un mirador natural donde aún se respiran las gestas que posibilitaron su embellecimiento. De allí partió Pedro de Hircio a inicios del XVI para conquistar México al lado de Hernán Cortes. Hoy posee capilla propia en la parroquia de la Asunción, impresionante templo cuya altura deslumbra tanto como su órgano. Don Ángel Gómez, el simpar cura párroco, con casi cincuenta años de sacerdocio a sus espaldas, lo custodia como un tesoro, e incluso se atreve a explicar su funcionamiento a los grupos turísticos. Su sonido celestial nos invita a continuar el recorrido hasta la capital del vino: Haro.

La plaga de filoxera de 1863 —una verdadera ruina para los viticultores franceses— permitió que grandes nombres como Sauvignon, Serres y Porlier se instalasen en la comarca trayendo nuevas técnicas. Mientras las exportaciones a Burdeos se multiplicaban el nombre de Haro iba adquiriendo fama mundial. «Haro, París y Londres», rezaba el dicho, pues su alumbrado eléctrico fue pionero en España junto al de Jerez de la Frontera. Hoy merece la pena detenerse en su Plaza de la Paz, apreciar la joya de Bigarny —Santo Tomás—, y descubrir el poderío de los condes de Haro. Pero sobre todo visitar su Barrio de la Estación, donde se ubican algunas de las bodegas más populares del país: Rioja Alta, Cvne, Muga... o las impresionantes Bilbaínas, cuyo calado subterráneo es de película. Visitarlo junto al guía José Luis González es imbuirse de historia y deleite. Y si aún no se sienten satisfechos, pueden catar nuevos caldos en la otra Rioja, la Alavesa. Allí hay bodegas para todos los gustos: diseñadas por Calatrava y Frank Gehry —autor del Guggenheim de Bilbao— o dedicadas al fabulista Samaniego. No olviden perderse por las calles de Laguardia, uno de los pueblos más bonitos de España, con auténticos hitos en su interior...

Cuna de reyes... y santos

Las crónicas cuentan que en Nájera fue coronado Fernando III el Santo —su Paseo de San Julián lo recuerda con una efigie en piedra— y al Rey don García I se le «apareció» una virgen románica mientras cazaba. Esta aún puede contemplarse en el monasterio de Santa María la Real, «El Escorial» de La Rioja, donde reposan algunos reyes navarros de la dinastía Nájera-Pamplona. Su panteón cautiva, casi tanto como la cueva original donde se halló la imagen mariana. Otro lugar imprescindible es Valvanera, enclave benedictino situado en la sierra de la Demanda, donde el mito se funde con la naturaleza. Allí reside la patrona de los riojanos, rodeada de robles, hayedos y venas de agua. Ya quedan pocos monjes —Gonzalo de Berceo figuró entre ellos—, pero su licor y su miel son excelentes. Para cerrar la lista sacra nada mejor que Cañas, cuya abadía cisterciense es un milagro de luz y curiosidades. Como explica el padre Félix, «es difícil quedarse con un detalle», pues sus vidrieras de alabastro compiten con la cilla-museo, y su Tesoro de Reliquias alberga nada menos que ¡las herraduras del caballo de Santiago!

El mejor museo del mundo

El día de su inauguración, el Rey Juan Carlos I le dedicó un buen número de alabanzas. Y no era para menos, pues la Fundación Vivanco presume de tener el mejor museo del mundo dedicado a la Cultura del Vino —o al menos eso dice la UNESCO—. Su situación, frente al hermoso Briones y rodeado de viñedos, cautivan a cualquiera. 4.000 metros cuadrados de buen gusto dan fe de su importancia a nivel internacional. El recinto, creado por Jesús Marina y realizado en acero y madera, es bodega y espacio expositivo a la vez, y sus cinco salas nos permiten viajar en el tiempo. Desde los lagares de viga a las ánforas romanas, las miles de piezas mostradas en Vivanco trascienden lo puramente físico. Bien podemos deleitarnos frente a un Sorolla como aprender para qué servía un ritón en la cultura mesopotámica. Tampoco faltan los guiños a Petra, Grecia y el país del Nilo. Santi Vivanco, actual director del museo, es un experto egiptólogo, de ahí que sus vitrinas luzcan escarabeos, un vaso propiedad de Ramsés II o una estela funeraria de la dinastía XXII. La asombrosa colección incluye asimismo una copa Nautilus del siglo XVII —pieza curiosa y de gran valor—, un reloj que perteneció a Jorge III de Inglaterra, un icono ruso de san Nicolás y santa Amor y un lienzo atribuido a Brueghel el joven. Pero la cosa no queda ahí. Junto a los grabados de Picasso, Rembrandt o Durero y el fotograma de Fantasía de Walt Disney, luce una Sagrada Familia de altos vuelos. Su autor, Van Scorel, fue un influyente pintor holandés cuya obra sólo puede admirarse en museos estatales. A excepción de Vivanco, claro.