"Arte - Aladar"
  • Estudio con tres puertas (1969-1970). Antonio-Lopez. / El Correo
    Estudio con tres puertas (1969-1970). Antonio-Lopez. / El Correo
  • Saturno devorando a su hijo de Francisco de Goya y Lucientes. / El Correo
    Saturno devorando a su hijo de Francisco de Goya y Lucientes. / El Correo
  • Su Alteza Imperial el Gran Duque Gabriel (c. 1926) de Tamara de Lempicka. / El Correo
    Su Alteza Imperial el Gran Duque Gabriel (c. 1926) de Tamara de Lempicka. / El Correo
  • El nacimiento de Venus de Sandro Botticelli. / El Correo
    El nacimiento de Venus de Sandro Botticelli. / El Correo
  • Desnudo azul de Pablo Picasso. / El Correo
    Desnudo azul de Pablo Picasso. / El Correo
  • Niño con paloma de Pablo Picasso. / El Correo
    Niño con paloma de Pablo Picasso. / El Correo
  • El jardín de las delicias de Hieronymus Bosch (El Bosco). / El Correo
    El jardín de las delicias de Hieronymus Bosch (El Bosco). / El Correo
  • Composición blanda con judías hervidas (Premonición de la Guerra Civil) de Salvador Dalí. / El Correo
    Composición blanda con judías hervidas (Premonición de la Guerra Civil) de Salvador Dalí. / El Correo
  • El grito de Edvar Munch. / El Correo
    El grito de Edvar Munch. / El Correo

Estudio con tres puertas, 1969-1970

Lápiz sobre papel

Antonio López

(Elegido por Francisco Hernanz)

La habitación solo espera a que el polvo no la cubra por completo, solo aspira a que la somnolencia no sea perpetua; solo quiere lo que se ve y que la dejen vivir en paz con sus objetos inútiles e indefensos. No hay nuevas huellas que señalar. No hay nuevas voces que repitan las palabras en su eco minúsculo. Alguien dejó las cosas en su aceptable desorden, a la espera o no de devolverlas a la vida, a la rutina. Y alguien volverá por ellas.

¿Es templo o tumba? Porque los recuerdos son eso, templos o tumbas. ¿Es ruina o abandono? Lo cotidiano no muere porque sí, pero a lo cotidiano le cuesta morir del todo.

¿Es exacto lo que ven nuestros ojos? ¿Realmente es así lo que vemos? ¿Hay engaño? Pero nadie espera encender su luz, escuchar su radio, ordenar su memoria. Solo la cortesía silenciosa de un ejercicio retórico, de la censura burlada tras un resplandor y una prueba.

Saturno devorando a su hijo

Francisco de Goya y Lucientes

(Elegido por Daniel González Irala)

De entre todas las llamadas «pinturas negras» de Goya, el pintor y grabadista aragonés que vivió en Burdeos y nació en Fuendetodos (Zaragoza), realizó este cuadro en óleo sobre revoco (un material parecido a la arcilla), pintura que fue parte de su casa en el madrileño distrito de la Quinta del Sordo. Posteriormente, la pintura se conservaría en lienzo, labor realizada por Salvador Martínez Cubells en 1874, llegando al Museo del Prado en 1889.

Mucho se ha escrito sobre Francisco de Goya, llegando muchos críticos y estudiosos a decir que si se hubiese inventado el cinematógrafo o el impresionismo en pintura durante el siglo XVIII, él sería uno de los pioneros. Moderno, pues, también como nadie.

La célebre frase, «los sueños de la razón producen monstruos», está siempre presente en éstas sus pinturas negras y en gran parte de sus grabados.

En cuanto al personaje principal, Saturno era el dios romano de la agricultura y la cosecha, identificado en la mitología griega como Crono. La pintura tiene aún hoy una gran cantidad de lecturas entre las que destacan la que hizo Freud en torno a la melancolía y autodestrucción por impotencia que desemboca en el canibalismo.

Su Alteza Imperial el Gran Duque Gabriel (c. 1926)

Tamara de Lempicka

(Elegido por Augusto F. Prieto)

No basta con que me guste un cuadro. Tiene que haber algo más. Un tema que me motive. Una historia. Un misterio. Una atracción fatal. Esa piedra imán que me haga regresar una y otra vez a la sala de un museo, remover los permisos para acceder a una institución, colarme en el palacio de un príncipe romano.

Nunca he estado en la residencia de Jack Nicholson en Beverly Hills, pero entiendo que el actor se haya sentido fascinado por esta pintura -que yo pude ver en la gran exposición de Londres de 2004- y que no haya cejado hasta poseerla. Lo sueño en la bruma de su demencia enfrentando su mirada a la del modelo, sabiendo que se lleva algo de este mundo. Como yo.

Gabriel Constantinovich Romanov fue príncipe de Rusia, usurpó el título de Gran Duque -que no le correspondía- en su decadente exilio en París después de la Revolución, quemado en locas noches de alcohol y cocaína con su amante, la bailarina Antonia Nestoróvskaya, convertida mágicamente en princesa Románovskaya-Strélninskaya.

Entonces lo capturó Tamara de Lempicka, la «Mujer de oro», la gran pintora art-decó, olvidada durante décadas por ser considerada una moda, resucitada gracias a unos jóvenes galeristas en 1972, convertida hoy en un icono de la modernidad.

Para mí el Gran Duque Gabriel representará siempre la imagen de la belleza decadente, el símbolo de una época que periclita. Su actitud es la asistir con una nausea a la fiesta de celebración del fin del mundo. La tristeza de esa mirada helada, el desdén en los labios, las ojeras inquietantes, la estructura aristocrática del rostro, y la elegancia de un físico privilegiado vestido con el uniforme punzó, convierten a su autora en una maestra del estudio psicológico.

Gabriel es mi arcángel oscuro. Mi amante.

El nacimiento de Venus

Sandro Botticelli

(Elegido por Anabel Rodríguez)

No es el mejor cuadro del mundo (técnicamente hablando), pero es el que elijo. El nacimiento de Venus de Sandro Botticelli. La primera vez que lo vi, con nueve o diez años, en un libro de historia, tuve la certeza de que había supuesto una ruptura con todo lo que se había hecho los siglos anteriores. Aquella mujer hermosa, rubia, delicada, saliendo desnuda de una enorme concha, me enamoró. El pintor había abierto una brecha que el Renacimiento se encargaría de ensanchar durante dos siglos. El arte traía consigo una mirada al pasado y al futuro que nada tenía que ver con el oscurantismo anterior; y es que la Edad Media supuso una regresión en la que la humanidad se centraba en adorar a un dios que no nos amaba como nos creó. Y no es nada extraño, si os dais cuenta a todos los dioses sustentados por extremistas les ofende el desnudo, especialmente si es de una mujer. Las mujeres desnudas, las mujeres sin la cabeza tapada, las mujeres que se exhiben sin compañía de varón, sólo pueden ser engendros del demonio.

Ese cuadro me reveló que iba a conocer una época emocionante: nueva y antigua; cristiana y pagana. Una era en la que la belleza, la expresión, lo humano y lo divino, se abrían camino, surgían desde el fondo del mar, alentados por el espíritu de la antigua Roma y que todavía hoy ofenden a los extremistas que los contemplan. Vale, en realidad no los contemplan porque consiguen que los políticos serviles los tapen con paneles. No cubramos los desnudos, dejemos que ofendan, que ofendan mucho a quienes no aman el arte.

Desnudo azul

Niño con paloma

Pablo Picasso

(Elegidos por Florencia del Campo)

Pasé mi infancia entre el Desnudo azul y el Niño con paloma. Mi padre había colgado en su nueva casa el primero de estos cuadros. Cuando iba a visitarlo (los fines de semana) yo veía un dibujo azul enmarcado en dorado. Lo que veía era una bola azul con boina, la boca abierta, una lengua negra y un mentón partido al medio por una raja, enmarcado en dorado. Tenía yo seis años. Esa bola me empezó a parecer mi mascota. No llegué a ponerle nombre, pero yo sabía que cada vez que iba a la casa de mi padre, mi mascota estaría esperándome contra la pared, rodeada de dorado, estática pero viva. Me imaginé, muchas veces, que mi mascota podía escaparse del cuadro y llegar botando hasta mí.

En esa misma etapa de mi infancia mi padre me llevaba a casa de su madre, la abuela Beba, en un pueblo horrible y un tanto pobre de la Provincia de Buenos Aires. La abuela tenía cosas extraordinarias. Tenía una librería inmensa, una cantimplora de cuero colgando de una pared, la foto de mi abuelo junto a flores que cambiaba semanalmente, un cuaderno con los números que había jugado a la lotería y algunos algoritmos, más imaginarios que matemáticos, para saber a cuál jugar al día siguiente. Mazos de cartas españolas, un ajedrez y un baño en el que había que tirar, literalmente, de la cadena. Y Rayo, el perro. El único perro de mi infancia. Pero la abuela tenía cosas extraordinarias. La abuela tenía, además de todo, un cuadro muy triste. Era una niña con muy poco pelo, con una pelota inútil a su lado y con una paloma en la mano. ¿Por qué la niña no tiene pelo, abuela?, ¿está enferma? «Es un niño», me decía la abuela, pero yo nunca le creí porque el niño tenía vestido blanco con lazo y una boca femenina.

Crecí y las cosas desaparecieron. Dejé de ver a la bola, empecé a ver a una mujer. Rayo murió, la abuela también. Dejé de ver una niña, no tuve tiempo de ver un niño: alguien descolgó el cuadro creyendo que lo heredó. Viajé por el mundo y recorrí museos y jamás, ni en París, ni en Barcelona, ni en Nueva York ni en Madrid, me crucé con ninguno de estos cuadros. Pregunté en mi familia quién se quedó con esa foto del abuelo y nadie dijo «yo».

Todavía de pequeña, le pedí a la abuela que me recordara cómo se llamaba ese lugar donde había nacido el abuelo. Me respondió que España, que Málaga, «allí también nació Picasso, el que pintó a ese niño», y me lo señaló. Si mi padre hubiera estado en esa conversación, habría agregado que ese pintor también era el autor de la mujer desnuda de su cuadro dorado. Y entonces hubiera sido peor que descubrir quiénes eran los Reyes Magos.

Todavía de pequeña, mi mascota un día podía botar hasta mí.

El jardín de las delicias

Hieronymus Bosch (El Bosco)

(Elegido por Carlota Montemayor)

Fue la primera vez que visité el Museo del Prado. Allí estaba, nada más entrar, el «gran cuadro», que era tres unidos por bisagras, mejor dicho, eran cuatro, porque al cerrarlo había otro más. Interesantísimo, un solo cuadro con tres temas distintos. Desde luego que en aquel momento para mí la tabla central no tenía ningún sentido sexual, tantos hombres y mujeres desnudos no eran un símbolo orgiástico, representaban la libertad, gente pasándoselo bien en un sitio realmente hermoso y colorido. Y, además, muchas personas eran medio animales, o estaban bailando, o estaban locas de atar. Era divertido quedarse mirando a cada uno con detalle, te puedes pasar horas, porque pocos cuadros hay con tanto contenido. Luego supe, también, de su significado moral. Así que mirando, podías ver un hombre pez, (¿o un pez que se come un hombre?), una gran ostra, una pareja que viaja flotando en una burbuja (¿o una nave espacial transparente?). Lo que sin duda más me llamó la atención del cuadro fue eso, la gran cantidad de cosas que había por mirar, por buscar, por reconocer. La tabla central, claro, porque en la izquierda unos lánguidos y aburridos Adán y Eva se debaten en comer la manzana prohibida; y la tabla de la derecha, el Infierno, negro y rojo, oscuro... La gente no parecía muy feliz y me daba miedo, no me gustaba.

Sigue siendo mi cuadro preferido ahora que ya sé su significado. Pero artísticamente me parece una maravilla y su autor, El Bosco, un adelantado a su tiempo, el primer surrealista de la historia. Es un cuadro lisérgico, moderno, lleno de detalles, de imágenes oníricas, de sensualidad y sexualidad. Siempre me pareció una oda a la libertad. Me maravilla que un cuadro pintado en el año 1500, en pleno Renacimiento, que estuvo colgado en el Monasterio del Escorial, lugar místico donde los haya, sea tan actual. Y a la vez, envidio que hace cinco siglos un artista tuviera la libertad de pintar algo así.

Composición blanda con judías hervidas (Premonición de la Guerra Civil)

Salvador Dalí.

El grito

Edvar Munch

(Elegidos por Gracia Elena Miranda)

El cuadro más bello seguramente sea aquél que me queda por ver. La pintura es una de esas cosas que más me embelesa de este mundo. Y me ha sido difícil elegir entre el surrealismo y el expresionismo. No deberían existir estos apelativos. Es lo primero en lo que he pensado cuando he navegado entre óleos. El arte se inventó para que fuésemos libres, para que pudiésemos expresar y percibir sin cronos y sin un suelo común, sin los nominalismos con los que estoy escribiendo ahora. Hasta que no meditaba sobre este texto no vi tan claro que en el surrealismo, las figuras parecen estar posando para una foto, preparados para terminar de configurar la imaginación desmesurada que el artista desea especular. Jaulas de oro. Su verdad primera o la visión primera de las formas surrealistas es lo que no es de este mundo y que podría ser. Pero los otros sí, sí son de este mundo, aunque aparezcan desdibujados como lo que la pintura es, pintura. Son aquellos que escapan a la medida, los de los ojos del buen cubero, donde las pinceladas pueden tocarse y olerse a aguarrás, en esos en los que aparecen unos ojos que te miran... y te miran; o donde esas escenas planteadas a medias desde las que no puedes parar de preguntarte por qué habrá pasado antes y que pasará después. Las que te interrogan y te retan a sentirte como ellos y te juzgas porque llegas a reconocerte dentro de lo que sucede, porque sucede. Esos en los que aparecen personas por las que te preguntas: ¿quién fue? Y acabas respondiéndote, no importa quien fuese, pero su existencia tenía que permanecer en este cuadro aunque fuese para hacernos recordar emociones que no nos gustó dejar olvidadas o para incitarnos a intuirlas por primera vez o para volverlas a experimentar aunque sea un segundo frente a una visión interiorizada. Esas imágenes que expresan expresándose... en esa desgana, esa entrega, esa hartura... expresándose, dando a entender, no diciendo, no mostrando una estampa que no puede ser de otra manera. Los buenas y bellas artes son las que te interpelan, osaría a sugerir, aunque no entienda.