Muerte a Rasputín

Se cumplen 100 años del asesinato de Rasputín -un fanático, un loco, un ilusionista- que fue planeado como un servicio a la patria. Como en las antiguas religiones, nos encontramos en una lucha entre las fuerzas del bien y las del mal. La del príncipe Yusúpov es una historia repleta de claroscuros. Ha pasado por ser un caballero y un demonio. Fue uno de los jóvenes más hermosos del mundo, ambiguo y trascendental. Continuamos en Aladar un acercamiento a su época.

24 sep 2016 / 12:59 h - Actualizado: 19 sep 2016 / 21:58 h.
"Historia"
  • Rasputín. / El Correo
    Rasputín. / El Correo
  • Félix Yusúpov. / El Correo
    Félix Yusúpov. / El Correo
  • Palacio de Moika. / El Correo
    Palacio de Moika. / El Correo

En San Petersburgo, en los inicios del siglo, el ambiente en la corte era irrespirable. Con el país en plena guerra, la familia imperial permanecía cautiva y dependiente de un extraño personaje, Gregori Efimovitch, conocido como Rasputín, una mezcla de guía religioso, mago y taumaturgo, que mantenía un ascendiente tiránico sobre los monarcas.

Había sido introducido en la corte por las grandes duquesas Anastasia y Militza, hijas del rey de Montenegro, que eran conocidas en los círculos cortesanos como «el peligro negro», porque vivían rodeadas de charlatanes y dudosos profetas. Aficionadas al espiritismo y las revelaciones mistéricas, habían presentado al ocultista Philippe en la corte de Rusia, y «su palacio era el epicentro de los poderes del Mal, que trágicamente hechizaron a los infortunados monarcas y arrojaron al Imperio en el abismo». Son las memorias de Félix Yusúpov, que continúa citando la maldición de Dios: «La persona que se desviare de mí para ir a consultar a los magos y adivinos, y se abandonare a ellos, yo mostraré mi saña contra ella, y la exterminaré de en medio de su pueblo» (Levítico, 20, 6).

La zarina, nacida princesa de la Casa de Hesse, educada en la estricta religión reformada, había quedado rápida, y profundamente, impactada por las teatrales ceremonias de la ortodoxia rusa, a la que se convirtió antes de su boda. Una conversión que potenció su natural tendencia al misticismo.

Después de seis años de matrimonio y cuatro hijas, la ansiedad por dar a luz un heredero al trono había hecho caer a la pareja imperial en manos de místicos y visionarios. Finamente, en Julio de 1904, llegó el hijo ansiado, pero cuando apenas contaba con seis semanas de vida, comenzó a sangrar por la nariz sin que hubiera manera de detener la hemorragia. Durante tres días la sangre continuó fluyendo sin cesar. Más adelante, cuando empezó a gatear, aparecieron manchas y hematomas en su piel. El diagnóstico de los médicos fue el de hemofilia. La zarina había transmitido a su hijo la terrible enfermedad dinástica, y esa noticia resultó para ella monstruosa, creándole una intensa sensación de responsabilidad, y la percepción de la afección como un designio divino. Lo impredecible del mal, que podía desatarse en cualquier momento, con la más leve caída, o con el mínimo golpe, agotaba los nervios de la familia, y las crisis se vivían con una intensidad devastadora. Durante noches enteras la emperatriz se vería obligada a velar a su hijo que gritaba de tal manera, enloquecido por el dolor, que los criados tenían que taparse los oídos con tapones de cera para poder continuar con sus trabajos.

En uno de esos trances, producido durante la estancia de la familia en su dominio de caza de Bielovezh, en 1912, la gravedad llegó a tal extremo que se hubo de avisar a un sacerdote para que administrara al infante la extremaunción, y se preparara un informe médico para hacer público al día siguiente, anunciando la muerte del zarevitch Alexei. Atado a su lecho de dolor el niño de ocho años, trastornado por la fiebre, llegó a pedir a su madre que cuando se muriera levantaran un monumento en el bosque a su memoria y que no lo olvidaran nunca.

Mientras los sacerdotes rezaban día y noche en la iglesia de Spala, y se celebraba un oficio en Moscú, ante el icono milagroso de la sagrada Virgen de Iverskaïa; en San Petersburgo las muchedumbres se arrojaban como suplicantes sobre las losas de la catedral de Nuestra Señora de Kazán.

Es difícil imaginar el dolor y la desesperación de una madre, y muy fácil entender los hechos que después sucederán. Porque existe un remedio milagroso. No hay prácticamente ninguna duda, y existen testimonios contundentes, de que Rasputín –conocido como staretz, campesino- era capaz de detener las hemorragias del zarevitch por medio de la imposición de manos. Hay distintas teorías al respecto, desde la que habla de misteriosas drogas a las que el religioso podría haber accedido, hasta la creación de un estado psicológico capaz de detener las hemorragias mediante hipnosis. Pero el caso es que miembros muy cercanos a la familia imperial, a los que no se puede acusar de simpatía por el campesino, dan fe de primera mano de este poder.

Con el zar retirado en el frente al mando del ejército, su esposa, Alexandra, comenzó a intervenir despóticamente en los asuntos de gobierno, y la prensa situó tras ella la sombra del monje.

El malestar en la Duma del Imperio, y en el círculo familiar era extremo. El conde Sumarókov-Elston, padre del príncipe Yusúpov, había sido destituido como gobernador de Moscú por criticar al régimen, y su madre excluida de la corte por haber solicitado a la zarina que se deshiciera de Rasputín.

Fue así que, con la participación del gran duque Dimitri, su antiguo amante; y la ayuda de Vladimir Pouritchkevitch, miembro del parlamento; del médico Lazovet, del capitán Soukhotin, y de algunas personas del servicio de su palacio de la Moika, Yusúpov tramó una conspiración para asesinar a Rasputín. Hubo en ella parte de venganza por la exclusión de su familia. Y la certeza de creerse un salvador de la patria.

Durante toda su vida, el príncipe, que demostró un gran interés por el espiritualismo, la teosofía, y las ciencias paranormales; y que relató diversas visiones, y percepciones premonitorias, llegó a afirmar que en algunos momentos se había sentido inspirado por la divina verdad.

La sombra de un fondo de tensión sexual entre Yusúpov y Rasputín fue proyectada en sus memorias por la hija de este último, María, y alimentada por los rumores sobre las proezas sexuales del asceta, y el legendario tamaño de su miembro, que por cierto apareció conservado en formol en París, después de la Revolución rusa, en manos de cierto doctor. Como quiera que haya sido, Félix se refirió siempre al staretz como un ser vil en lo moral, y repúgnate en lo físico.

Tras meses tramando una engañosa amistad, el 29 de Diciembre de 1916, el príncipe Yusúpov recogió a Rasputín en su residencia, y lo trasladó a una cámara preparada en el sótano de su palacio de Moika para la ocasión, acondicionada con costosos tapices y muebles antiguos. Con la ayuda de Lazovet, había envenenado el vino y los pastelillos con cristales de cianuro, pero el misterioso monje comió y bebió en grandes cantidades sin que el veneno le hiciera más efecto que una vaga molestia. Cundió el nerviosismo y decidieron dispararle. El tiro le alcanzó el corazón pero –inexplicablemente- horas más tarde, cuando procedían a trasladar el cadáver, el monje resucitó, atacó a Yusúpov entre convulsiones, intentando estrangularlo, y después se arrastró escalera arriba. Los cómplices se vieron obligados a rematarlo a tiros en el patio de la residencia. Luego se deshicieron del cadáver tirándolo al Neva, a través de un agujero en el hielo.

Sin llegar a ser nunca acusados directamente del crimen, y protegidos por su condición, los autores fueron deportados por orden del zar: el gran duque Dimitri a Persia, y el príncipe Félix a su hacienda de Rakitnoe. Irónicamente ese destierro les salvaría la vida. Refugiados en Crimea después de los dramáticos acontecimientos de la Revolución, y el asesinato de la familia imperial, Félix y su esposa Irina consiguieron embarcarse en el buque enviado por el rey de Inglaterra, Jorge V, para rescatar a su tía la zarina viuda.

En el caos revolucionario el presidente de la Duma, Rodzianko, llegó a ofrecer al Félix el trono de Rusia, en nombre del pueblo de Moscú, debido a su inmensa popularidad tras el asesinato de Rasputín, propuesta que él declinó por lealtad a la corona. El 11 de Abril de 1919, el buque H.S. Malborought abandonaba Yalta con ochenta y cinco personas a bordo. En la cubierta, la zarina viuda María Fíodorovna lloraba desconsolada, mientas el cuerpo de guardia cantaba el himno nacional en el embarcadero. No se volvería a escuchar en cien años. Ella nunca quiso creer la noticia del asesinato de la familia imperial y moriría en el exilio, manteniendo la esperanza de volver a reunirse con ellos.