Muy inglés, muy absurdo, muy Ionesco

Pentación Espectáculos reúne a un brillante equipo de artistas en torno a «La cantante calva», una de las obras cumbre del teatro europeo. Tocada por la varita mágica de Luis Luque y repleta de comicidad, su puesta en escena supone un necesario ejercicio de autocrítica para el espectador actual, además de revelarse como un montaje lúcido en las formas e inteligente en el fondo

20 ene 2018 / 08:11 h - Actualizado: 19 ene 2018 / 08:55 h.
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  • La obra es una alocada fábula en la que el mito del eterno retorno camina de la mano de la irracionalidad. / Fotografía cortesía de Pentación Espectáculos
    La obra es una alocada fábula en la que el mito del eterno retorno camina de la mano de la irracionalidad. / Fotografía cortesía de Pentación Espectáculos
  • El libreto se presta al trabajo de Luis Luque como un lebrel a su dueño. / Fotografía cortesía de Pentación Espectáculos
    El libreto se presta al trabajo de Luis Luque como un lebrel a su dueño. / Fotografía cortesía de Pentación Espectáculos
  • Excelente puesta en escena la que se presenta en esta versión de «La cantante calva». / Fotografía cortesía de Pentación Espectáculos
    Excelente puesta en escena la que se presenta en esta versión de «La cantante calva». / Fotografía cortesía de Pentación Espectáculos
  • Muy inglés, muy absurdo, muy Ionesco

Eugène Ionesco vino al mundo el mismo año en que el Nobel de Literatura fue a parar por primera vez a una mujer. De niño vivió en París, y tras estallar la Primera Guerra Mundial, su madre lo envió con una familia al campo, donde permanecería varios años —quizás los más idílicos de su vida—. No obstante, jamás renegó de su pasado rumano, regresando a Bucarest en 1925 para iniciar la carrera de Letras en contra de los deseos de su padre. Según los biógrafos, su primer contacto con el mundo de la farándula tuvo lugar a los cuatro años, durante una representación de guiñol a la que acudió con su familia. Mientras estudiaba, comenzó a publicar poemas y artículos en revistas pequeñas, lo que le permitió conocer a Rodica Burileanu, que a la postre se convertiría en su esposa. De vuelta en París, casado y con un futuro prometedor por delante, comenzó a relacionarse con el mundillo intelectual, si bien las limitaciones laborales le obligaron a trabajar como traductor y corrector de pruebas. Es en esa época cuando decide probar suerte en el teatro. Su primer título, ‘La cantante calva’, coincidió en el tiempo con su obtención de la nacionalidad francesa (1948), llegando a estrenarse dos años después en el Théâtre des Noctambules, un antiguo cabaret situado en el Barrio Latino. Pese al enorme oficio de Nicolas Bataille, uno de los maestros de la escena gala, quien, además de dirigir el texto, diseñó el decorado e interpretó al Sr. Martin, la obra fue incomprendida y rechazada por el público. Aun así, Ionesco logró el aplauso de André Bretón y Luis Buñuel, llegando a convertirse con el tiempo en uno de los grandes dramaturgos del siglo XX... aún sin pretenderlo.

Una sátira contra la burguesía

Según nos cuenta él mismo en sus «Notas y contranotas. Estudios sobre el teatro» de 1965, «antes de escribir mi primera pieza: ‘La cantante calva’, no quería convertirme en un autor teatral. Ambicionaba simplemente aprender inglés (...)». Queda claro, ya desde la propia génesis, que la obra fundacional del Teatro del Absurdo mantenía una estrecha relación con el mundo anglosajón. Tesis que se confirma en la primera de las acotaciones del libreto original: «Interior burgués inglés, con sillones ingleses. Velada inglesa. El señor Smith, inglés, en su sillón y con sus zapatillas inglesas, fuma su pipa inglesa y lee un diario inglés, junto a una chimenea inglesa. Tiene anteojos ingleses y un bigotito gris inglés. A su lado, en otro sillón inglés, la señora Smith, inglesa, remienda unos calcetines ingleses. Un largo momento de silencio inglés. El reloj de chimenea inglés hace oír diecisiete toques ingleses». O lo que es lo mismo, con su caricatura el creador rumano pretendía realizar, siempre según la crítica, una sátira contra el modelo de familia burguesa de la época. ¿Y qué arquetipo se ajustaba mejor a su propósito? Sin duda alguna el británico.

La incomunicación como eje de la trama

Los protagonistas de ‘La cantante calva’ son una familia tradicional muy orgullosa de su apellido, pero cuya falta de comunicación es patente desde la primera escena. Una realidad propia de la sociedad del pasado siglo —pero también del presente—, que Ionesco retrata con asombrosa destreza influenciado por las lecturas de Camus, Artaud y Sartre. A estos curiosos arquetipos pronto se une un matrimonio, los Martin, cuya existencia igualmente está marcada por la desconexión. Este concepto, que a menudo provoca la hilaridad del público, se verá intensificado ante la mirada de Mary, la sirvienta de los anfitriones, que asiste atónita al sinsentido de la situación y al cruce ingenuo de los parlamentos. Para rematar el cuadro, y coincidiendo con el ecuador de la obra, surge el capitán de los bomberos, un viejo conocido de los Smith, que nos permite adentrarnos en el problema de los convencionalismos sociales. En suma, una alocada fábula en la que el mito del eterno retorno camina de la mano de la irracionalidad.

La mirada de Luis Luque

Pese a lo llamativo del título, en la versión de Natalia Menéndez no hay atisbo de cantantes, y mucho menos sin pelo. De este modo el libreto, bastante fiel al original y en la tradición de autores como Beckett, Genet o Adamov, se presta al trabajo de Luis Luque como un lebrel a su dueño, dando como resultado un producto fresco y desenfadado que sorprende desde la misma entrada del público. A ello contribuye, sin lugar a dudas, el excelente reparto, cuyo oficio les permite interpretar a Ionesco con la misma facilidad que a Eurípides, lo cual es un regalo para cualquier director. Sabedor de sus virtudes y de la dificultad de revivir un texto tan notable como complicado, Luque destapa su particular tarro de las esencias para alumbrar un espectáculo dinámico y repleto de gags, con la comicidad como bandera. Una opción inteligentísima que, además de servirle para reinterpretar al creador rumano, le permite explotar los mejores registros de su equipo. Así, los espectadores que decidan sumergirse en esta «comedia trágica», tal como la definió su autor, podrán descubrir la enésima faceta de Adriana Ozores, una de las mejores actrices de España, cuya presencia escénica es inconmensurable. Sólo por ella merece la pena pagar una entrada. Si a esto se une la prestancia de Joaquín Climent, una suerte de Hugh Laurie a la española, a quien el personaje del señor Smith le sienta como un guante, ya tenemos medio recorrido ganado. Pero la fiesta no acaba ahí. Si buena es la obertura de esta extravagante sátira, aún lo es más la introducción de la segunda pareja protagonista, el matrimonio Martin encarnado por los televisivos Fernando Tejero y Carmen Ruiz, cuya irrupción en el escenario eleva el nivel hasta las cotas más altas. Probablemente es su escena de presentación («¡Qué curioso! ¡Qué extraño! ¡Y qué coincidencia!») la más hilarante del espectáculo, pese a la sencillez de su planteamiento. Como complemento a este inspirado cuarteto figuran Helena Lanza y Javier Pereira, quienes cumplen holgadamente con su tarea secundaria. Ellos son, sin discusión, los ejecutores del trabajo más físico, y su rico despliegue de medios pone el contrapunto perfecto a la farsa. Junto al trabajo de dirección de Luis Luque hemos de destacar la elegante escenografía de Mónica Boromello, el acertado vestuario de Almudena Rodríguez, la sugestiva video escena de Felipe Ramos —quien dota de actualidad a esta inclasificable obra—, así como la música de Luis Miguel Cobo, precisa, ingeniosa y a ratos cinematográfica.