Florence Foster Jenkins ha sido declarada en los medios, no sin alguna intención publicitaria que facilitase el éxito de la película que han estrenado hace poco, la peor cantante del mundo. Y tal vez sea cierto. El término utilizado para atraer la atención del público, en esta feria de superlativos en la que vivimos inmersos, es la de «peor». Posiblemente si hubiera sido la tercera peor, o la vigesimoquinta, el reclamo no hubiese tenido el gancho necesario, aunque el título nobiliario hubiese tenido, en la práctica, la misma dudosa grandeza.

Florence fue uno de esos raros casos en que el poder económico, unas ciertas influencias sociales, y una vocación férrea de artista, se unió a unos pobres medios vocales, y lo más grave, a una gran falta de capacidad para percibir la mediocridad de sus resultados artísticos.

Porque parece que hay un consenso en que Florence no era consciente del desastre en que se transformaba su voz cada vez que abordaba alguna de las arias que se metía en el cuerpo. Unos agudos desgarrados, una falta de firmeza en la voz y una impostación desigual, por ser benévolos, daban como resultado una caricatura artística, un chiste con pegada capaz de hacer reír al aficionado más torpe.

En la película recientemente estrenada y en la que Meryl Streep hace un papel maravilloso, con todos los pliegues, aristas y tics que puede tener una diva decadente, gran parte del metraje está dedicado a la risa, el fenómeno que produce un ser humano ridículo incendiando la carcajada de los que le rodean. En una de las escenas finales, en las que la cantante alquila el Carnegie Hall, gracias a sus medios económicos y a que nadie ha sido lo suficientemente sincero como para frenarla, Florence parece percibir en medio de su actuación, esta realidad que algún trastorno le ha estado ocultando y descubre, con la expresión frágil de una enferma, cómo el público se ríe de ella. Es el momento en que con una mirada de náufraga, busca entre bastidores a alguien que le alcance un bote salvavidas. Pero, y eso es algo que sabemos bien quienes transitamos por allí, el escenario es uno de los lugares más deshabitados del mundo.

Y es en esta parte donde me gustaría, literariamente, dar al botón de parada y contar lo que viví hace unos días, y que aparentemente nada tiene que ver con las heridas de la lírica. O tal vez sí. Vamos a ello:

Gritos en la calle Huertas de Madrid.

Aquí me muevo normalmente en bici, el placer que me produce es mayor al riesgo de vérmelas con los coches grandes y sólidos que pasan al lado de este esqueleto de aire que somos la bici y yo.

Hace unos días, me deslizaba despacio por esa calle, bajando desde la Plaza de Santa Ana, una pendiente llena de peatones que hay que tomar a velocidad de paseo en un mercado. A mitad de recorrido se escucharon unos gritos muy violentos. Una chica de unos treinta y pico años soltaba, con alaridos, frases sin sentido. Tenía un cuerpo corpulento que movía dando tumbos, con el rostro enrojecido y desprendiendo ira, enfado y llanto y vomitando esos gritos con los que iba regando la calle. El ambiente alrededor era de extrañeza y consternación. Creo que nadie entendía lo que sucedía. Ella tomó el camino en pendiente que yo también seguía y, por unos momentos, nos movimos a la vez, hacia abajo. Yo, cada vez más impresionado por lo que parecía un persona terriblemente trastornada.

A mitad de camino un grupo de chicos, de graciosos, hizo el chiste de imitar en tono de sorna, alguno de los gritos que esta mujer iba soltando, con la mezquina idea de enloquecerla un poco más, de prolongar el circo en el que habían convertido aquella pobre visión de persona rota y desencajada, de encontrar un público que les reafirmase en su papel de estrellas en el Club de la Comedia. Una de las chicas se acercó, teléfono en mano, para inmortalizar aquel penoso capítulo. Tal vez lo encontraba digno de publicar en las redes sociales, con la intención de mostrar que, en su vida, también suceden cosas interesantes aunque sea a costa de la intimidad reventada de una persona que deja la desnudez de sus miserias expuestas a la mirada pública.

Yo me detuve junto a ellos y les abordé con ese talento innato que a veces tenemos para jugarnos el tipo. Quería saber si les parecía bien reírse de una persona en esas condiciones y, con un desparpajo asombroso, me dijo uno de los chicos, que «claro que sí», como si la desgracia de los demás fuese una caja de bombones de la que uno puede servirse para propio deleite. No sabía qué me parecía más triste, si alguien que se quiebra en mitad de la calle o quienes encuentran motivo de risa en ello.

La visión de Florence podemos encontrarla por todos lados, normalmente se trata de personas extremas, de gente caída en el abismo del desequilibrio, individuos peculiares que chirrían entre nosotros, piezas que no encajan en ninguna maquinaria. Por lo general, los persecutores, los que se constituyen en jauría para dar caza al loco, suelen encontrar mejor acomodo en nuestra sociedad. Son una minoría, es verdad, pero deberíamos preguntarnos si algo de ellos habita en un pequeño rincón de todos nosotros.

Porque la risa que produce Florence, la he visto aflorar a mi alrededor a lo largo de estos años cada vez que alguien escuchaba sus interpretaciones. Enseguida algún voluntario se partía la caja al escuchar cómo cantaba aquella tipa loca. Incluso alguna vez dibujé mi propia sonrisa aunque estas reflexiones que comparto ahora, truncaron el gesto en algo más amargo con un ¿y tú de qué te ríes? de fondo.

Tal vez el mundo no sería tan interesante sin la disonancia que tienen todos estos soñadores desencajados, estos Quijotes condenados al fracaso, y sin añadirle a ellos, nuestro lado más raro que todos portamos en nuestro interior como una luz peculiar.

Comenzaba hablando sobre el precipicio en el que terminó cayendo Florence. Posiblemente, terminar diciendo que, quizás, sea tarea de todos acomodar algunos colchones en el fondo, por eso de tener un mundo más habitable y amable, en el que las disonancias encuentren su lugar entre nosotros, y nosotros quepamos en ellas, sea lo más adecuado.

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Alfredo García es barítono profesional.

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@AlfredoGarciabr