Uno de los mitos amorosos que han llegado con más fuerza hasta nuestros días es el de Orfeo y Eurídice. Que bajase a los infiernos para tratar de recuperar a su esposa hace de este cantor y artista uno de los héroes del romanticismo por excelencia. A él que ni siquiera era estrictamente griego sino tracio. Serpientes venenosas, viajes imposibles, asesinatos múltiples y terribles, oscuridad en las miradas o desapariciones eternas trufan un relato extraordinario
Su origen es cuestionado. Mientras que unos dicen que era hijo de la musa Calíope (de la bella voz) y del rey Eagro, otros cuentan que en realidad su padre era el propio dios Apolo, lo que haría más comprensible la buena relación que ambos mantenían. Tan buena era esa relación que Apolo le cedió su lira, creada por Hermes al principio de los tiempos (o milenio arriba, milenio abajo) sobre la concha de una tortuga. Sin embargo, durante su infancia y juventud, Orfeo (como buen tracio) no veneraba a Apolo, sino a Dionisio (lo cuento porque luego tendrá su importancia).
Hijo de la musa del canto y el dios de las artes, era lógico que Orfeo destacase. Fue considerado el mejor cantante y poeta de la antigüedad. Su voz y sus canciones eran capaces de atraer a toda clase de animales (por tierra, mar y aire) e incluso de mover las rocas y árboles, que lo seguían allá donde estuviera cantando. Se decía que su voz podía parar el curso de los ríos. Fue este don tan singular el que lo llevó a embarcarse con los Argonautas, en la busca del vellocino de oro. Alguien se preguntará qué utilidad tenía llevar un músico consigo y yo no me resisto a explicarlo. Por un lado, marcaba el ritmo a los remeros y por otro, cuando los argonautas se enfrentaron a las sirenas se encargó de salvarlos. Cantó mucho más alto que ellas, tanto que casi las silenció y logró que sus compañeros no perdieran el norte. Llevar una buena banda sonora en la nave era, como podéis ver una cuestión de vida o muerte en la Grecia mitológica.
Cuando regresó del viaje con los argonautas, encontró a la ninfa de su vida, Eurídice (también conocida como Agríope), se enamoraron y se casaron inmediatamente. Eran dichosos, pero ya sabemos que eso, tan deseable en la vida real, tiene poca utilidad a la hora de crear una historia dramática y pasó lo que tenía que pasar. Eurídice fue un día al campo a recoger flores, mientras su marido iba al pueblo más cercano a comprar unas delicadas telas para que se hiciera un traje (no había floristerías, ni Zara en la época). Y en el campo, un pervertido dios de la apicultura, llamado Aristeo, decidió violar a Eurídice, que puso pies en polvorosa y huyó del sátiro, que la perseguía con la cabeza tapada con una redecilla. En esa huida pisó una serpiente venenosa que la mordió, causándole la muerte inmediatamente. Fue entonces cuando Orfeo se convirtió en un personaje oscuro, triste y profundamente amargado.
Lloraba su pérdida a todas horas, las aves, los árboles y los humanos, se compadecían por su dolor, pero nada podían hacer por él. No había consuelo. Un día seguía a otro como una condena permanente, hasta que tomó una decisión impensable (para los demás): viajaría al reino de los muertos para recuperar a su mujer. Se dirigió hacia el sur buscando la entrada al Tártaro, utilizó el pasadizo que se abría en Aorno, en Tesprótide. Cantando, acompañado por su lira, se las apañó para lograr que el barquero Caronte le permitiera cruzar el lago Estigia sin estar muerto. También logró que el Can Cerbero, perro guardián de tres cabezas que impedía el paso de los vivos al mundo de los muertos, se apiadase y le permitiera atravesar las puertas del infierno. Su voz y su música eran tan conmovedoras que los muertos no dudaban en seguirlo a donde iba y los que estaban padeciendo castigos míticos (como Sísifo o Tántalo) durante un tiempo pudieron detener su tormento. Sin cesar de cantar llegó hasta Hades y su esposa Perséfone, quienes le permitieron llevarse a Eurídice con una única condición, que no la mirase hasta que hubieran abandonado el reino de los muertos. Si no lo hacía así perdería para siempre a su amada esposa. Orfeo aceptó y sin volverse a mirar a Eurídice inició el camino de regreso al mundo de los vivos. Él iba delante y ella lo seguía, orientándose por el sonido de la música y de su voz que no cesaba de sonar para no perder el encantamiento que ejercía en el reino de los muertos. Sin embargo (tenía que haber un pero) cuando divisaron la luz de la salida del Tártaro, Orfeo se volvió a mirar a Eurídice (tal vez para comprobar que estaba allí) y provocó su desaparición eterna. No hubo vuelta atrás. Ningún canto le permitió desandar el camino y recuperar por segunda vez a su amada.
Si la tristeza de Orfeo, la primera vez que perdió a su amada fue honda, en esta ocasión perdió toda ansia por vivir y desarrolló fobia hacia el resto de mujeres, decidió apartarse de ellas. No les permitiría acercarse a él. Abjuró del culto a Dionisio, fundó una orden religiosa masculina y proclamó el culto al dios Helios, a quien llamó Apolo, al que consideraba el dios más grande de todos. Fuera por la ofensa que le había provocado su abandono o por otro motivo, Dionisio predispuso a las mujeres de Tracia en contra de Orfeo, de sus cantos, sus poemas y sus reuniones religiosas y místicas masculinas, en las que, según se decía, también se practicaban asesinatos rituales y sodomía. Las mujeres llevaron a cabo las órdenes dictadas por el propio Dionisio, eso o que estaban hartas de que sus maridos se pasaran las horas muertas escuchando música y haciendo el frikie con Orfeo. Acompañaron a sus esposos hasta el templo de Apolo, que había fundado el oscuro Orfeo. Ellos debían dejar las armas en la entrada, lo que ellas aprovecharon para penetrar en el templo y matar a sus esposos y a Orfeo, a quien además despedazaron, dispersando sus trozos por los bosques cercanos. La cabeza del poeta no cesaba de cantar, ni cuando la separaron de su cuerpo, así que le pusieron la lira por peineta y lanzaron su cabeza al río Hebro. Así, sin dejar de cantar llegó la cabeza hasta el mar y después hasta la isla de Lesbos.
Por supuestos estas mujeres tracias fueron castigadas por los dioses (a pesar de obedecer órdenes de otro dios), fueron convertidas en encinas y enraizadas sin poderse mover. Los tracios que sobrevivieron a la masacre decidieron tatuar a sus esposas para advertirlas contra el asesinato de sacerdotes (y maridos).
Cuando la cabeza de Orfeo llegó a la isla de Lesbos fue recogida y puesta en una cueva consagrada a Dionisio en Antisa. Allí se dedicó a profetizar y lanzar oráculos mañana, tarde y noche, mientras penaba llamando a su amada Eurídice. Tanto y tan bien predecía sucesos, que la fama de su cabeza comenzó a hacer sombra al oráculo de Delfos, por lo que Apolo, molesto (y desagradecido) le ordenó que se callase. Desde entonces su cabeza guarda silencio, pero su alma sigue llamando en silencio a Eurídice que lo espera en el Tártaro.
Orfeo y Eurídice. / El Correo