«Repetiría todos mis dibujos»

Astiberri relanza ‘Siete vidas’, de Josep Maria Beà, tres décadas después de su publicación en pleno boom del cómic español

01 sep 2017 / 17:06 h - Actualizado: 01 sep 2017 / 18:41 h.
"Cómic"
  • Josep Maria Beà, en una foto de Vicente Ortega.
    Josep Maria Beà, en una foto de Vicente Ortega.
  • Portada de la publicación.
    Portada de la publicación.
  • Ilustración de Josep Maria Beá para ‘Siete vidas’.
    Ilustración de Josep Maria Beá para ‘Siete vidas’.

{Uno se muere muchas veces a lo largo de su existencia hasta que por fin lo entierran. Más o menos como los gatos de Siete vidas (Astiberri), ese hermoso cofre de maravillas del gran tesoro que es el cómic español, reeditado ahora 32 años después de su creación, y donde uno de los más grandes autores del género, Josep Maria Beà, volvió a dejar claro que hay cosas que son para siempre.

—La mayoría de los autores con los que he hablado en los últimos años me dicen lo mismo: que el cómic se ha dignificado mucho desde los viejos tiempos del trabajo a destajo por cuatro perras, y que les importa un pimiento haber dejado atrás los quioscos, el punto bohemio del oficio y ese cariz popular y un poco canalla de los tebeos de antaño si a cambio se trabaja mejor, se cobra algo más, sus obras aparecen en los anaqueles de las librerías en formato de libro con rango de género literario y la labor gana en prestigio. ¿Comparte usted esa opinión?

—Dichos autores desconocen en absoluto lo que ocurrió antaño, cuando existían en España varias agencias de producción y distribución de cómic a nivel internacional.

Selecciones Ilustradas, dirigida por Josep Toutain, fue la más importante de Europa. Carlos Giménez, Alfonso Font, Esteban Maroto, Fernando Fernández, Víctor de la Fuente y yo mismo, por citar a algunos dibujantes, fuimos representados por S.I. y percibíamos liquidaciones mensuales muy importantes por los derechos de autor de nuestros trabajos. Nuestras series se vendían simultáneamente en varios países que las publicaban en revistas casi siempre mensuales. Eso suponía en los 70 y 80 unos ingresos muy elevados. Por decir algo, la mayoría de dibujantes de cómic aquellos años pudo comprar pisos, coches y vivir a un nivel envidiable. En cuanto a los dibujantes que admitían trabajos de encargo, puedo certificar que cobraban unos precios envidiables (yo también fui dibujante agencial), muy parecidos a los que perciben actualmente colegas que dibujan para el mercado yanqui de superhéroes. Es decir, lo de trabajar a destajo por cuatro perras es inexacto, algo así es más propio de lo que les ocurre en estos momentos a los autores españoles, salvando casos puntuales.

Y despreciar la función de los quioscos es algo muy desafortunado. Los quioscos formaban una red de ventas que cubría toda la geografía del país y, gracias a ella, podían distribuirse los miles de ejemplares de cómic que se editaban mensualmente. No olvidemos que revistas como 1984, Comix Internacional, Cimoc o El Víbora, alcanzaban tirajes de 50.000 ejemplares por número y en ocasiones los sobrepasaban.

En cuanto a lo de que el cómic aparezca en las estanterías de las librerías, para mí es algo anecdótico. Opino que lo importante para un autor es centrarse en el trabajo e intentar gestar una buena obra. Donde vaya a ser expuesta después es para mí algo secundario.

—¿Qué le parecen sus Siete vidas treinta años después?

Siete vidas fue el primer trabajo que realicé después de la trilogía de fantasía Historias de Taberna Galáctica, En un lugar de la mente y Esfera cúbica. Fue un ejercicio de género costumbrista donde quise exorcizar los fantasmas de mi pubertad, mostrando la tarea traumática empleada por el nacional catolicismo bajo la dictadura franquista. Para ello convertí a los personajes humanos en gatos antropomórficos con la intención de distanciarme del dramatismo del relato. A pesar de que Siete vidas apareció por primera vez en la revista Rambla en 1983, no la había vuelto a revisar; ahora, verla de nuevo después de tantos años me ha despertado emociones muy lejanas en el tiempo, emociones muy tristes propias de los oscuros tiempos de posguerra. Supongo que algo así habla a favor de la historia narrada. Parece ser que esta edición, que Astiberri ha tratado con un cuidado exquisito, ha tenido una muy buena acogida.

—¿Qué ha ganado y qué ha perdido usted a lo largo de su prolífica y variada trayectoria como autor de cómics? ¿Cuál fue su mayor acierto y su gran error, si lo tuvo?

—El cómic me ha dado la posibilidad de hacer lo que he querido en esta vida. Siempre he tenido la suerte de poder marcar los horarios de trabajo a mi conveniencia y he podido vivir muy bien dibujando lo que yo he querido dibujar. A veces pienso que gracias a mi oficio mi vida ha sido como una especie de vacaciones.

El cómic me ha dado momentos impagables. Por ejemplo, que en una edición del Salón del Cómic de Barcelona una persona me confesara que gracias a la lectura de una de mis historias se salvó del suicidio. Qué maravilla, ¿cómo puede ocurrir una cosa semejante? Por algo así ya ha merecido la pena todo el esfuerzo, que tampoco ha sido tan duro, lo verdaderamente duro es nacer en Siria o Irak.

¿Qué he perdido al ser autor de cómic?, pues el no haber podido dedicarme a otras actividades por las que siento una inmensa estima, por ejemplo la música. Me hubiera encantado ser músico profesional. De adolescente toqué en un grupo durante tres años y la respuesta emocional del público es inmediata, estás allí arriba con la guitarra y ves en la cara de la gente si lo que haces gusta o no. Con el cómic, esa devolución de la señal es tardía, el feedback es lento y a veces se pierde en desconocidos laberintos.

Hay muy poca cosa que me guste de todo el trabajo que he realizado en mi vida como autor de cómic. No soporto ver mis dibujos, no me gustan nada, los repetiría todos. Abro un álbum y recuerdo que en tal página aparecerá aquella horrible viñeta que ya es imposible retocar, ¡y aparece! Nunca me ha gustado leer mis historias, actúan sobre mí como un psicoanálisis sin control, remueven esa nebulosa que es el pasado y afloran recuerdos que prefiero obviar. Para mí, la nostalgia es un sentimiento despreciable.

En cuanto a mis errores, que han sido muchos, siempre he querido olvidarlos. No creo en lo de aprender de las equivocaciones cometidas, como tampoco creo en el triunfo de la voluntad o del éxito gracias a un supremo esfuerzo. Siempre me ha gustado trabajar en un estado de cierta placidez, ilusión y serenidad, donde las cosas fluyen más o menos por sí solas en una especie de trance semiextático. Si el ejercicio del cómic hubiera supuesto para mí un gran esfuerzo me habría dedicado a otra cosa. El supremo esfuerzo lo reservo para situaciones extremas que poco tienen que ver con el dibujo, lo reservo por si algún día tengo que luchar contra una enfermedad severa, por ejemplo.

—¿Echa algo de menos en los cómics que se venden ahora en España? ¿Le gustan o le aburren? ¿Considera que el tebeo está yendo por caminos prometedores y nuevos, o advierte usted que hay demasiados palos de ciego en el intento desesperado de encontrar filones?

—El cómic actual está a un nivel muy alto. Afortunadamente ha dejado de ser un producto de consumo infantil para convertirse en un medio dirigido a un público adulto. Estoy al corriente de todo lo que se edita actualmente, he leído montones de novelas gráficas que me han recomendado colegas muy jóvenes y algunas de ellas me han parecido extraordinarias. Por fin, los dibujantes se han podido librar del corsé que suponía tener que expresarse con un estilo muy realista, eso ha supuesto una liberación. Antiguamente la historieta entraba por los ojos, había hambre de imágenes y lo que prevalecía era un discurso gráfico con un contenido argumental irrelevante. Ahora, por suerte para los autores, el dibujo está al servicio de un buen guion y no tienen por qué involucrarse en excesos plásticos. Opino que un dibujo realista muy elaborado puede frenar el ritmo narrativo. Someter el cerebro a una tarea de descifrar un gran acúmulo de información gráfica es perjudicial para la comprensión lectora: Menos es más. Dicha afirmación queda comprobada al adentrarse en obras realizadas con tratamientos muy esquemáticos, alejados del cosmos fotográfico, como los empleados por Art Spiegelman, Chester Brown, Joe Matt, etc., cuyos argumentos son tan potentes que no es necesario realizar una exhibición de dibujo realista sino todo lo contrario. Maus dibujado Hal Foster sería infumable.

Puede que en estos momentos haya una excesiva oferta en el mercado. Las librerías especializadas están sobresaturadas de novedades, los álbumes acaban formando una selva de papel de imposible análisis.

La industria del cómic está sometida a factores de toda índole. Los autores de mi generación tuvimos la gran suerte de iniciarnos en un tramo histórico de gran bonanza económica, todo iba a más, vivimos casi cuarenta años de esplendor donde la oferta de trabajo era ilimitada. Ahora estamos en la situación opuesta, la crisis económica ha hecho estragos en todos los ámbitos pero estoy convencido de que se saldrá de esta lamentable etapa. Todo es cíclico.

—¿Qué fue de sus compañeros de generación? ¿Sigue en contacto con ellos?

—Del grupo de amigos con los que comencé a dibujar a mis catorce años en la agencia Selecciones Ilustrada quedan muy pocos, es tristísimo, la mayoría ha muerto. No hace mucho, con un amigo de aquella época, en un desafortunado ejercicio necrológico decidimos hacer una lista de todos los compañeros dibujantes, ilustradores y guionistas que habían fallecido y llegamos a sumar cuarenta y cinco. Quedamos tan impresionados que, como estábamos en la terraza de un bar, decidimos neutralizar el golpe a base de alcohol. Estos últimos quince años han sido devastadores, como una guerra. Ahora, por mi edad, soy yo el que está en primera línea de fuego, oigo el silbido de las balas, por eso procuro pasarlo lo mejor posible antes de que se acabe la función.

Con Carlos Giménez me escribo muchísimo y no pasan quince días sin que hablemos unas dos horas por teléfono aunque creo que, más o menos, siempre tenemos la misma conversación pero es nuestra conversación preferida, esto lo hacemos desde hace muchos años. Ceno una vez al mes con Felipe Borrayo, el autor intelectual de Makoki. De tanto y tanto voy a comer con Jordi Bernet, la gran fiera del dibujo realista. Con Jaime Martín somos casi familia, nos vemos cada mes y siempre nos enzarzamos con temas informáticos. También me llevo muy bien con autores de las nuevas generaciones, me llenan de energía, me encanta aprender de ellos, me encanta que me mantengan al corriente de lo que está ocurriendo en el ambiente y, como he dicho antes, agradezco sus recomendaciones sobre ediciones de actualidad.

—¿Por qué dejó usted el cómic?

—Porque llegó un momento en el que descubrí que ya se habían cumplido todos mis objetivos, había hecho todo lo que quería en mi oficio, creí que había llegado al techo de mis posibilidades y percibí que lo que vendría a continuación sería una reiteración, una constante repetición de todo lo anterior pero en un estado de lamentable desaceleración.

Para el oficio de dibujante de cómic uno debe estar en plena forma, hay que saber retirarse a tiempo para no ser espectador de la propia decadencia. Yo nunca me planteé morir atado a la mesa de dibujo y sudando tinta china, qué va, hay vida más allá del cómic. Incluso me lo paso muy bien yendo en bicicleta por el frente marítimo de Barcelona.

Además, toda generación borra a la anterior y hay que dejar paso a los jóvenes, no hay que interferir en su camino a menos que uno sienta la misma ilusión de antes, como es el caso de Carlos Giménez que a sus setenta y seis años va lanzadísimo, a dos álbumes por año.