Hace unos años, cuando comencé a documentarme para escribir Azaría, busqué información sobre la situación de la mujer española en los años veinte y encontré un artículo muy interesante sobre las que a principios de siglo pasado comenzaron a mostrar rebeldía, a buscar su lugar en un mundo dominado (como ahora, pero más) por los hombres. Buscaban la posibilidad de ser ellas mismas, de poder firmar un contrato, tener tierras a su nombre, votar, dejar de ser cosas para ser personas. Ahí leí por primera vez su nombre y la anécdota que me conectó a esta mujer que nació en 1898, año que en España evoca el mayor de los desastres, el fin de la autocomplacencia. En ese artículo tuve referencia por primera vez de su libro de memorias publicado en 1991, Memorias habladas, memorias armadas, me estoy refiriendo a Concha Méndez.

Si habéis visto el documental de las Sinsombrero, o leído el libro del mismo título de Tania Balló (publicado hace poquísimo), tendréis la posibilidad de conocer a varias de estas mujeres que se unieron a los aires de libertad que se respiraban hasta la guerra civil: Maruja Mallo, Rosa Chacel, María Teresa León, Ernestina de Champourcín, Josefina de la torre, Ángeles Santos, Carmen Conde, Rosario Pi... Os recomiendo encarecidamente que no os perdáis ni el documental ni el libro, son una llamada a la memoria. Una voz decidida que se levanta contra el olvido al que hemos sometido a una generación de artistas sin contemplaciones.

Me fascinan estas mujeres, pero siento adoración vital por Concha Méndez, por su rebeldía, por mostrar un carácter a prueba de bombas, por ser nadadora, luchadora, independiente, solidaria, por enfrentarse constantemente a su familia. Y es que, si muchas de las otras mujeres englobadas en el simsombrerismo partieron con la ventaja de tener apoyo familiar a nivel cultural y de formación, Concha tuvo que enfrentarse a sus padres y seguramente a alguno de sus hermanos. Cuenta la anécdota de un señor amigo de sus padres que fue a su casa y preguntó a sus hermanos qué querían ser de mayor y que cuando ella dijo que quería ser capitán de barco, le dijo «Las niñas no son nada» y lo odió desde ese momento. Ese era el ambiente en el que se movía Concha, opresivo, condicionado, en el que las mujeres de familia acomodada tenían que saber lo justito para lidiar con la gestión de una casa: un barniz de francés, un poquito de música, unas cuentecitas. Cuando se presentó en una clase de la universidad como oyente y su madre se enteró (por uno de sus hermanos) la golpeó con el teléfono en la cabeza tan fuerte que le hizo sangre. Sin embargo Concha no desfalleció ante la embestida del autoritarismo materno, ni mucho menos. Recogen la anécdota que narra Maruja Mallo. La madre de Concha no quería que saliera a la calle sin sombrero: «Te tirarán piedras en la calle», a lo que ella respondió: «Me mandaré construir un monumento con ellas». Ese es el resumen de una actitud vital que fascina y atrapa.

Concha no tuvo la formación como la que tenían otros de los miembros de aquella generación de intelectuales, pero tenía una firmeza que logró convertirla en pocos años en una figura recognoscible de la cultura española.

Fue novia durante siete años de Buñuel, que no llegó a presentársela a sus amigos (no sé si avergonzado, celoso o porque temía que lo eclipsase). Pero una vez que él estaba en París, se las ingenió para conocer a García Lorca y al resto de miembros del grupo, presentándose como «la novia desconocida de Buñuel», y así fue integrándose, haciéndose parte indispensable del mismo. Trabó una amistad firme con Maruja Mallo, que la retrató en varias ocasiones, con Alberti (por entonces, pareja de la pintora) que la ayudaba a ordenar ideas y adquirir hábito de escritura. El tiempo la convirtió en amiga de Rosa Chacel, María Zambrano, Concha Albornoz, Ernestina de Champorucín, Josefina de la Torre, Ángeles Santos, Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Jorge Guillén. Si había alguien que supo hacer amigos, fue Concha Méndez, sin lugar a dudas.

En poco menos de tres años escribió dos poemarios Inquietudes y Sudrtidor firmado un guión de cine Historias de un taxi y se encontraba escribiendo una obra de teatro. Pasar de ser una señorita de tu casa a algo así es muy interesante. En 1929 tomó una decisión que marca el resto de su vida, puso tierra de por medio con su familia y se fue a conocer mundo. No se lo pensó dos veces y marchó a Inglaterra sola. Viajar así no parece complicado hoy (o tal vez sí dependiendo de a donde viajes), pero entonces era una completa locura. No informó a sus padres (yo tampoco lo habría hecho) aunque algunos de sus amigos sí sabían de su intención (y se lo desaconsejaron), pero a ella le dio igual. Con su título de profesora de español obtenido en el Centro de Estudios Históricos, se plantó en Londres donde impartió clases varios meses y se hizo con unos ahorros. Sus padres completamente indignados con su primogénita (era la mayor de once hermanos) rompieron a navajazos uno de los retratos que le había hecho Maruja Mallo. La relación con ellos no llegó a recomponerse del todo. Años después, en la boda de una de sus hermanas, el padre todavía no la había perdonado y Concha decía que la miraba de lado a lado de la habitación, pero sin dirigirle la palabra. Desde Inglaterra se embarcó para Buenos Aires, donde llegó en la Nochebuena de 1929, allí comenzó a colaborar con importantes periódicos y publicó su tercer poemario poco después: Canciones de Mar y Tierra donde dedica versos a Rafael Alberti, María Maeztu, Rosa Chacel...

En 1932 con renombre y mundo a sus espaldas regresó a España, publicó un nuevo poemario (De vida a vida) y se casó con Manuel Altoaguirre. Ambos contrajeron matrimonio vestidos de verde (ella además con un ramito de perejil) en la iglesia de Chamberí, con ocho testigos de excepción: Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, José Moreno Villa, Luis Cernuda (amigo de Concha hasta su muerte) y Francisco Iglesias. «Al salir de la iglesia Juan Ramón Jiménez empezó a aventar monedas a los niños de la calle; y según iba tirando el dinero, les decía Digan conmigo: ¡Viva la poesía! ¡Viva el arte! (...)». Con Manuel fundó una pequeña imprenta y una revista poética, Héroe, que publicaría buena parte de la prosa de Juan Ramón Jiménez.

Su matrimonio comenzó con mal pie porque falleció su primer hijo y esa es la primera ocasión en que Concha sufrió una tristeza inmensa y es que la pérdida de un bebé es complicada de asumir (casi imposible). Viajaron a Londres pensionados para hacer estudios tipográficos y allí nació su hija Paloma mientras continuaban con su trabajo como impresores. Su regreso a España en 1935 sería breve y es que el estallido de la Guerra Civil lo destrozó todo. Terminada la guerra partió con su marido y su hija al exilio y ya no regresaría a nuestra patria nunca más. Pasaron cuatro años en La Habana y después se asentaron en México donde Manuel la abandonaría por una actriz cubana en 1944. Dice Tania Balló con acierto en su libro Las sinsombrero: «A la chica trotamundos, a la mujer moderna, rebelde y sin miedo, la vida le apagó la sonrisa». A ella como a tantas otras la vida la aplastó como una apisonadora y todavía no le ha pedido disculpas.

Concha murió en 1986 en México, sin que nadie supiera quién fue, ni quienes fueron otras como ella. Esta es una cuestión de memoria histórica, una labor de pedagogía que nos corresponde hacer a quienes tenemos la oportunidad de dar voz a todas estas mujeres que nos faltan. Recuperar sus voces, sus poesías, sus pinturas, sus letras. Dejad que hoy me despida son sus palabras y su risa, que con total desvergüenza hago mía.

La risa

Alguien dijo que «la risa

es la gran enterradora».Algo se me está enterrandoporque río a todas horas.