Trasto

08 jun 2019 / 09:34 h - Actualizado: 08 jun 2019 / 09:42 h.
"Literatura - Aladar"
  • ‘Cuando tenía seis años decoré mi cuarto con todas las palabrotas que había aprendido en el patio del colegio’. / Imagen cortesía de @deVillamediana
    ‘Cuando tenía seis años decoré mi cuarto con todas las palabrotas que había aprendido en el patio del colegio’. / Imagen cortesía de @deVillamediana

Cuando tienes quince años y pasas gran parte del tiempo castigado, da para pensar mucho. Quizá no para reflexionar, ni para cuestionarte temas trascendentales, pero sí para comerte el coco y lamentarte sobre tu existencia en general. Quien me esté leyendo puede sacar en conclusión que es algo intrínseco a cualquier adolescente el quejarse por todo. Si embargo, debo explicar que yo tengo mis razones, y éstas son de peso.

No tengo muy claro cuando mi nombre empezó a desaparecer, sustituido por el nuevo nombre con el que fui «bautizado» por mi entorno cercano. Creo que mi verdadero yo empezó a difuminarse junto con ese nombre que ya nadie utilizaba. He de reconocer que gran parte de la culpa fue mía, ya que me dediqué a hacerle honor, dando razón a todos. El lector puede llamarme Trasto, que es como me llaman y es, al parecer, lo que soy.

Mis primeros años fui un trasto inconscientemente, llevado por las circunstancias que me tocó vivir. Y es que no es sencillo, cuando eres tan niño, sobrellevar divorcio, traslado, nuevo colegio, otro nuevo colegio, y hasta un tercer nuevo colegio. Lógicamente era un trasto en cada uno de esos colegios y un trasto en cada una de mis dos casas, que no eran mías. Entiéndanme, mi nombre ya estaba desapareciendo, yo hice lo imposible por no desaparecer también.

En vez de tanto castigarme, deberían agradecer el tener anécdotas variadas para amenizar sus aburridas vidas.

Cuando tenía seis años decoré mi cuarto con todas las palabrotas que había aprendido en el patio del colegio, no hay nada como tener un nuevo compañero de clase para que el vocabulario soez se vea enriquecido en lo que podríamos llamar una tormenta de ideas en el recreo. Aún me dan nauseas cada vez que huelo un quitaesmalte, ya que me pasé días frotando las paredes con un trapo empapado de ese mejunje hasta que desapareció todo el rotulador. Evidentemente, el resto de mis trabajos de plástica de primaria estaban coloreados con inofensivos y aburridos lápices de madera.

El día de mi duodécimo cumpleaños tuvieron la fantástica idea de regalarme un diccionario y una enciclopedia de segunda mano, en lugar del ordenador que había pedido con la excusa de lo útil que me iba a ser para hacer los trabajos del colegio. El primer uso que les di a aquellos pesados y voluminosos compendios de conocimiento y saber, fue apilarlos debajo de la alacena donde se guardaban las legumbres, a modo de escabel. Una vez alcancé a coger los coloridos botes, mientras charlaban con los invitados a mi celebración, ninguno de los cuales figuraba en la lista que yo había confeccionado, dibujé una autopista de judías, lentejas y garbanzos desde la cocina a la puerta de salida. Un leguminoso y maravilloso camino de baldosas amarillas conducía a cada no invitado a su Ciudad Esmeralda. Me sentí el Mago de Oz. Una semana castigado sin salir de mi cuarto por el estropicio, mas otras dos semanas por reírme cuando resbalaban en las prisas por alcanzarme, fueron mi condena.

El tercer día de presidio, muerto de aburrimiento, busqué en el polvoriento María Moliner la definición del nombre que me habían dado. Así, descubrí que un trasto es un objeto que no tiene valor, que estorba, que no sirve para nada. Un trasto es algo que no funciona como debería. Fui consciente de lo que implicaba que dos adultos “se tiraran los trastos a la cabeza”, usándome como arma arrojadiza y excusa de sus miserables relaciones de pareja.

Imagínense lo ofendido que me sentí. Dediqué el resto de días de castigo a desmenuzar minuciosamente mi regalo de cumpleaños en diminutos pedazos que fui guardando en bolsas de supermercado. Conservé intacta, eso sí, la página donde aquella María Moliner había descrito con todo lujo de detalles el tipo de persona que yo era. El último día de castigo, a modo de celebración, lancé todo aquel confeti por la ventana de mi cuarto. Los siguientes tres días de lógico alargamiento de condena los pasé llorando como el niño que aún era.

Desde aquel momento decidí hacer lo posible para volver a ser yo. El aislamiento fue mi estrategia de defensa. Me aislé de ellos y del resto del mundo y busqué refugio en Internet. Llamé a mi avatar Emilio para cachondeo de todos los Frodos, Gandalf y Trancos que atiborraban las redes sociales adolescentes. Nadie entendió la ironía de que no hubiera mejor personaje de ficción que yo mismo.

Hoy ha sido un gran día. Alguien se ha acordado de mí y ha entrado en mi guarida gritando que estaba harto de verme siempre callado como un mueble. Soy una persona positiva, el paso de ser un trasto a ser un mueble es un ascenso al fin y al cabo.