‘Un hombre para la eternidad’: Las convicciones de Tomás Moro y de Fred Zinnemann

Zinnemann volvió a reflejar el conflicto entre la conciencia individual y el abuso de poder en Un hombre para la eternidad, adaptando a la gran pantalla el brillante texto de Robert Bolt. Dirigió a Paul Scofield en una interpretación tan creíble en el papel de Tomás Moro, que nos sentimos retrotraídos a la corte inglesa del siglo XVI. La película fue la triunfadora en los Oscars de aquel año, obteniendo seis estatuillas: película, dirección, guion adaptado, actor principal, fotografía y vestuario en color.

16 sep 2017 / 08:59 h - Actualizado: 15 sep 2017 / 00:01 h.
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  • Cartel de la película Un hombre para la eternidad. / El Correo
    Cartel de la película Un hombre para la eternidad. / El Correo
  • El excepcional dramaturgo y guionista británico Robert Bolt escribió la exitosa obra de teatro en la que luego él mismo basó el guion de la película. / El Correo
    El excepcional dramaturgo y guionista británico Robert Bolt escribió la exitosa obra de teatro en la que luego él mismo basó el guion de la película. / El Correo
  • Welles llegó a decir que se había dirigido a sí mismo en esta película. / El Correo
    Welles llegó a decir que se había dirigido a sí mismo en esta película. / El Correo
  • La recreación de la época es uno de los puntos fuertes de la película / El Correo
    La recreación de la época es uno de los puntos fuertes de la película / El Correo
  • La sintonía entre todos los elementos de la película dio como resultado una obra maestra. / El Correo
    La sintonía entre todos los elementos de la película dio como resultado una obra maestra. / El Correo
  • ‘Un hombre para la eternidad’: Las convicciones de Tomás Moro y de Fred Zinnemann

Uno de los estadistas que más huella ha dejado en Gran Bretaña ha sido el lujurioso y cruel Enrique VIII, el de las VI esposas. Hay innumerables obras literarias, cinematográficas y televisivas dedicadas a retratar los excesos del rey y cómo su encaprichamiento por Ana Bolena cambió el curso de la historia. Lo original de Un hombre para la eternidad (A man for all seasons, 1966) es que el protagonista de la trama no es el monarca sino un consejero del mismo, Tomás Moro, que a diferencia del resto de la Corte, tuvo el valor de permanecer fiel a su conciencia y no acatar las arbitrariedades del poder absoluto. La admirable hazaña de este político, humanista y teólogo le llevaría a la muerte y siglos después, a la canonización.

Con tan jugoso material histórico, el excepcional dramaturgo y guionista británico Robert Bolt escribió la exitosa obra de teatro en la que luego él mismo basó el guion de la película. Bolt fue uno de los más destacados guionistas de la época y a este brillante trabajo sumó Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago y La hija de Ryan. En Un hombre para la eternidad, el escritor creó diálogos con observaciones tan certeras sobre la condición humana, que parecen nacidas de la

pluma del mismo Shakespeare. Hace falta una inteligencia superior para imaginar las palabras que pudiera haber expresado un personaje histórico clarividente y Bolt demostró tenerla, al poner en labios de Tomás Moro reflexiones muy lúcidas sobre la conciencia individual, el poder o el abuso del mismo.

Zinnemann necesitaba un intérprete que nos transmitiera de forma creíble la inteligencia del político. Paul Scofield, que ya había representado al teólogo en las tablas, nos convenció por completo con su trabajo para la gran pantalla. Revistió al personaje de la agudeza mental, serenidad, dignidad, bondad, sentido común, ironía, cortesía, valor y honestidad que debieron caracterizar al gran humanista. Pero lo más interesante es que el ser dibujado por Bolt y recreado por Scofield no es un mártir que se resigne a serlo. Quiere permanecer fiel a su conciencia de manera discreta, no temerariamente y a costa de su propia vida. Por ello, intenta hacer valer su ingenio hasta el último momento para tratar de salvarse. Zinnemann obtuvo del actor inglés una afinada interpretación en la que transmitió la riqueza de emociones y el hábil juego intelectual de Moro con tanta autenticidad, que nos sentimos trasladados a la corte inglesa del siglo XVI. Cuando es condenado a muerte por no acceder a bendecir el capricho del monarca, acepta por fin su suerte: «No hago daño a nadie, no digo mal a nadie, no pienso mal de nadie. Y si esto no es suficiente para mantener vivo a un hombre, verdaderamente no deseo vivir». Hay tanta sinceridad en la forma en que Scofield expresa esas palabras, que tenemos realmente la sensación de que la idea no procede del guion sino que brota de su mente. Y es sobrecogedor presenciarlo.

Zinnemann contó que su escena preferida, no ya de esta película sino de toda su filmografía, fue la despedida de Moro de su mujer e hija en el calabozo. No es raro que así sea, puesto que pocas veces se ha tratado con tal belleza en pantalla el amor de una familia y se ha transmitido con tanta fuerza y delicadeza a la vez el desgarro de dar el adiós final a los seres queridos. Alentados por la sensible dirección del realizador, Scofield, Wendy Hiller como la esposa y Susannah York como la hija, recrearon las dolorosas emociones de los personajes insuflando de verdad el trágico momento.

El resto del reparto también realizó interpretaciones muy sólidas. Las risotadas de Robert Shaw y sus andares presuntuosos sentaron de maravilla al despreciable rey. Los otros dos grandes malvados de la función, Leo McKern como Cronwell y John Hurt como Richard Rich, concentraron en sus turbias miradas toda la mezquindad, doblez y ambición de sus repelentes personajes. No nos podemos olvidar tampoco de Orson Welles, en un corto pero importante papel como otro de los aduladores del monarca, el Cardenal Wolsey. Más allá de su talento como cineasta, como actor tenía una presencia única y con su personalidad devoró la única escena con diálogo que representó en la obra. Welles manifestó que se había dirigido a sí mismo en la película. Es dudoso que así fuera, pero Zinnemann era tan sencillo, que no se molestó en desmentir la grosera afirmación del actor. Por el contrario, parece ser que Welles y la modestia no tenían una relación estrecha...

Cabe mencionar que, en la década de los años 60, era habitual que en una producción rodada en Gran Bretaña, hubiera algún miembro del clan Redgrave en el reparto. En este caso, no hubo uno sino dos. Colin Redgrave dio vida al yerno de Moro y su famosísima hermana, Vanessa, encarnó a Ana Bolena. Su escena era muda y tan breve, que no aceptó que le incluyeran en los títulos de crédito. El realizador se quedó con ganas de trabajar de verdad con ella y se resarciría una década después, dirigiendo a la actriz en Julia.

Un elemento muy notable de la película es la magnífica recreación de la época y la riqueza cromática de sus imágenes. Como era habitual en él, el cineasta rodó en localizaciones auténticas, en Hampshire u Oxforshire, además de en los estudios Shepperton en Surrey y contó con profesionales británicos, que son insuperables en lo que a la ambientación histórica se refiere. Todos los materiales realzan y proporcionan textura a las secuencias en los castillos o en el hogar de Moro; las sedas, los brocados, los terciopelos, los tapices, la piedra, las maderas nobles, los metales bruñidos.... El colorido parece tener además una función simbólica, identificando las características de los personajes. Los tonos castaños denotan la sencillez de Moro y los suyos frente a los agresivos tonos primarios - rojos sangrientos, amarillos estridentes- que envuelven al rey y su Corte, resaltando su arrogancia y soberbia.

La sintonía de todos los elementos en juego lograda por Zinnemann dio como resultado una obra maestra. El realizador atribuyó generosamente el mérito a todo el equipo, manifestando que éste había sido el trabajo más sencillo de su carrera gracias a la altísima categoría de todos los artistas y técnicos involucrados en el proyecto. Debemos contradecir su modestia, porque llevó el timón con todo el saber hacer acumulado en décadas de trabajo infatigable. Y dejó su sello, poniendo el énfasis en lo que a él, como creador, le atrapaba de la historia. No le interesaba si desde el punto de vista religioso la tesis de Moro era teológicamente válida. A él le importaba el hecho de que, teniendo este político una convicción, fuera capaz de actuar conforme a los dictados de la misma, aunque hacerlo le supusiera la muerte. Porque al igual que Moro, Zinnemann sentía con todo su ser que esa fidelidad a la conciencia es lo que da sentido a la propia vida.

Un hombre para la eternidad fue la triunfadora en los Oscars de aquel año, obteniendo seis estatuillas: película, dirección, guion adaptado, actor principal, fotografía y vestuario en color. Es curioso que los dos largometrajes por los que el realizador obtuvo los premios de la Academia de cine a la mejor dirección y mejor película contengan la palabra «eternidad» en su título en español (la otra fue De aquí a la eternidad). ¿Es casual? ¿O tal vez alude al sello indeleble marcado por el cineasta en la historia del séptimo arte? Al fin y al cabo, Zinnemann y eternidad son dos palabras que van bien juntas.

Las risotadas de Robert Shaw y sus andares presuntuosos dieron a su personaje credibilidad. / El Correo