Andaluces: el exilio perdurable

27 feb 2017 / 22:00 h - Actualizado: 28 feb 2017 / 09:52 h.
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Andalucía almacena en su armario miles de personalidades relevantes en los campos de las Letras y las Ciencias porque, en primer lugar, estuvo presente en la Historia del Mediterráneo desde una antigüedad remota y, en segundo, antes que un hecho histórico, es un «hecho geográfico», es decir, tiene –como el País Vasco o Galicia– unos límites naturales: cadenas montañosas por el Norte y playa por el Sur que, desde siempre, le confirieron personalidad diferenciada y también hizo que, quien llegaba de fuera, se acomodara y acabara sintiéndose de dentro.

Esa «suerte», que ya destacaba Averroes, ha tenido frecuentemente como contrapeso el exilio de lo propio, ya se trate de personas, animales, plantas o cosas que tienen o tuvieron aquí su nacimiento o aquí adquirieron carta de naturaleza. Todo eso podría achacarse a los cambios civilizatorios que esta tierra padeció a lo largo de su devenir y que fueron tan importantes como, primero, la pérdida de la lengua romance nacida tras dejar de usarse el latín (y de la que únicamente se conservan los pequeños restos de las jarchas) y, siglos más tarde, el árabe y el dialecto arábigo-andalusí en beneficio del castellano aunque éste terminara adoptado muchos de sus vocablos. Esas hondas fallas de continuidad cultural, salpicadas continuamente de episodios diversos, trajeron otras en la conciencia colectiva.

No creo que exista en el mundo una población como Santiponce cuyo término haya sido patria de tres emperadores romanos con tanta importancia, además, como Trajano, Adriano y Teodosio y que, sin embargo, no les haya erigido monumentos de relevancia. Sevilla tuvo otra familia real, la Abadí, tras la caída del califato cordobés cuyo solar y posesiones estaban en Tocina que, ni siquiera como nota su página web, guarda memoria de ellos. El final de la saga lo marcó el rey-poeta Almutamid que, a parte de acoger y ponerle el nombre de Cid a Rodrigo Díaz de Vivar, es el protagonista de una leyenda desperdiciada por el romanticismo y que hoy, hubiera producido dividendos. Se cuenta que iba un día por la orilla del río compitiendo con un amigo en terminar el verso que el otro proponía. Al quedarse en suspenso con uno de ellos, se lo remató una lavandera, Rumaikiya, que hacía allí su colada y se casó con ella. ¡No me digan que eso no da para novelas y merchandising! Los dos murieron en el destierro.

Isidoro de Sevilla

El padre de Almutamid, Almutadid, entregó el cuerpo de San Isidoro a Fernando I de Castilla y León, con lo cual no sólo nos quedamos sin patrono sino sin saber, realmente, qué había representado su figura en tiempos de la disolución del Imperio Romano y sin eso, es imposible comprender cómo esta tierra pudo ir como Pedro por su casa de la cultura romana a la andalusí. Isidoro de Sevilla es el gran compilador de todo el saber con el que la romanidad había evolucionado y su obra está siempre presente en ese largo y nebuloso período que, por llamarlo de alguna manera, llamamos «visigodo» aunque casi no existan en la Andalucía actual restos materiales de él por la sencilla razón de que apenas si los godos llegaron. El único con memoria fehaciente es alguien muy tardío y que escribe en árabe: el historiador Abenalcutía (el «Hijo de la Goda»). Ese tiempo debería llamarse Isidoriano.

Pero San Isidoro, aunque esté en el escudo de Sevilla y del Sevilla FC, no está aquí: fue trasladado a León donde goza de una excelsa colegiata. Con el cortejo que lo llevaba se iban también los nudos que ataban la cultura andalusí a la de Roma.

Algo parecido le ocurre a Averroes, el cordobés al que Dante cita en La Divina Comedia y Rafael pintó para las estancias del Vaticano. Aunque el noruego Jostein Gaarder no se lo dijera a los niños en su historia de la filosofía a la que llamó El mundo de Sofía, ese mundo, desde San Agustín, o sea, desde la caída de Roma, había caminado de la mano de una versión edulcorada de las teorías de Platón con el acento en que los destinos de la humanidad se regían desde el Cielo.

Como en el siglo XII eso comenzó a ser puesto en cuestión por el aragonés Avempace y el granadino Abentofail, un platónico iraní –Algazalí– contestó atacando la filosofía y, entonces, apareció Averroes recordando que en Grecia había existido otro filósofo, Aristóteles, con propuestas basadas no en un cielo lejano sino en la razón humana.

Averroes

La recuperación de Aristóteles fue, entonces, como la revolución copernicana en el XVI o la Teoría de la Relatividad, de Einstein ahora. Es más: sin Averroes es posible que no conociéramos ni a Copérnico, ni a Galileo, ni a Descartes ni a Einstein. Tampoco sabríamos nada de Santo Tomás de Aquino, que bautizó el redescubrimiento de Aristóteles realizado por el cordobés. Averroes murió en Marraqués; una mula, con sus restos a un lado y sus libros al otro, lo trajo hasta Sevilla. Quedó en el olvido su tumba –aquí o en Córdoba– y también su memoria mientras sus escritos llegaban a la Universidad de París; allí los del juez de Sevilla y los del monje dominico fueron quemados como contrarios a la verdad, pero eso no impidió el nacimiento y la extensión de los averroístas para abrir las puertas al humanismo del Renacimiento.

Otro andaluz desterrado por una historiografía tan desnortada como pronorteña es Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita. Como él había dicho en su Libro de Buen Amor: «Señores, soy de Alcalá», lo exiliaron de Andalucía, adjudicándoselo, sin más, a Alcalá de Henares sin pensar siquiera que podía tratarse de otra de las decenas de alcalás de España. La jiennense Alcalá la Real o Alcalá de Abenzayde es su verdadera patria, demostrado documentalmente y, sobre todo, razonablemente ya que un personaje-puente entre la cultura andalusí y la mixta que se estaba implantando a lo largo de los siglos XIII y XIV en los territorios entre el reino –ya castellano– de Jaén y el nazarí de Granada no podía nacer y estar criado en una población de la actual provincia de Madrid de la que el árabe hacía siglos que había desaparecido como lengua viva. Juan Ruiz, en cambio, la dominaba porque su libro es, en parte, una versión castellana de El collar de la paloma, de Abenhazán y sus versos beben de los céjeles de Abeguzmán (compuestos todos en dialecto arábigo andalusí). El Libro de Buen Amor es un retrato de aquella Andalucía convulsa y mezclada en la que estaban naciendo muchos de los rasgos que la distinguirían más tarde.

Olvidados en el ‘Siglo de las Luces’

Soslayando los Siglos de Oro en los que son miles los andaluces reconocidos y bastantes –como Juan de Mal Lara– sin reconocer, el setecientos nos dejó personajes y acciones muy relevantes que permanecen en la penumbra, por ejemplo los de las expediciones científicas que, desde el Cádiz de la Ilustración, llevaron a cabo marinos y científicos. Es incomprensible que mientras Alexander von Humboldt sea conocido –y con razón– en todo el mundo, José Celestino Mutis, Antonio de Ulloa o Alejandro Malaspina y sus aportaciones botánicas, geográficas, físicas y hasta mineras permanezcan en la oscuridad a pesar de que su siglo sea conocido como «el de las Luces».

El XIX le va a la zaga en eso de las sombras: científicos de la talla de Federico Rubio, médico pionero en las enfermedades del sistema reproductor femenino, es recordado en Sevilla tan sólo por una calle por la que la gente pasa sin poder saber nada del titular porque su biografía no aparece en los libros de texto.

Pero si hay un andaluz, con años en el siglo XX y que sufra el exilio, ése es el rondeño Francisco Giner de los Ríos. Sin Giner, probablemente no hubiera existido la Institución Libre de Enseñanza (en realidad, una academia fundada cuando lo expulsaron, junto a otros profesores, de la Universidad por «librepensador») y sin la Institución a lo mejor no hubieran existido Manuel y Antonio Machado, Federico G. Lorca, Buñuel, Dalí... y, sobre todo, la Escuela Pública española de hoy.

En el siglo XII dijo Bernardo de Chartres: «Somos como enanos a hombros de gigantes. Podemos ver más, y más lejos que ellos, no por la agudeza de nuestra vista ni por la altura de nuestro cuerpo, sino porque nos levanta su gran altura». Nosotros también, pero no lo sabemos: muchos de nuestros gigantes siguen en el exilio.