El laberinto español (II)

Es con la nueva dinastía de los Borbones, y no ‘en el tiempo de los moros’, cuando nace la Andalucía singular de hoy en día

16 sep 2017 / 21:26 h - Actualizado: 16 sep 2017 / 21:30 h.
"La memoria del olvido"
  • Una niña pinta una bandera de Andalucía en el suelo. / Efe
    Una niña pinta una bandera de Andalucía en el suelo. / Efe

En el siglo XVIII la España diversa –y así representada en los cuarteles de su escudo por los reinos de Castilla y León, Navarra, Aragón y Granada– del comienzo de la Edad Moderna se uniformiza porque una nueva dinastía, la de la Casa de Borbón, sigue en todo las líneas de actuación del tronco francés del que procede; y éstas estaban basadas en la racionalización de la administración pública. Felipe V no suprime las leyes catalanas por venganza, como se dice y se repite constantemente, sino que deja abolidas las del reino de Aragón; tampoco se trataba de normas que se hubieran dado democráticamente a sí mismos los ciudadanos de aquellos territorios sino privilegios particulares surgidos en la Edad Media y que ahora se suprimen con el propósito de uniformizar el gobierno de toda España.

Ese es también el propósito que guía a los ilustrados en otros muchos campos, algunos tan aparentemente inocuos como el de las Reales Academias que, nacidas con el propósito de fijar y extender el saber y facilitar la comunicación, producen efectos colaterales a veces perjudiciales –y muy a largo plazo– para colectividades tan extensas como la andaluza. La decisión de tomar como norma la dicción de Castilla (aunque la que se hablara en toda América fuera andaluza y Andalucía hubiera sido la mayor productora de literatura en castellano) supuso que, a partir de entonces, los andaluces «hablaran mal» o «no supieran hablar».

Eso no tiene importancia cuando los hablantes tienen dinero (a los estadounidenses blancos no les importa que le digan que hablan mal el inglés) pero sí –y mucha– si esos malhablados se hallan en una situación de inferioridad y eso es lo que comenzó a suceder en Andalucía tras la Guerra de Sucesión de principios del setecientos.

Aunque en estos tiempos estemos saturados de denuestos catalanes hacia los Borbones, en realidad, a éstos Cataluña les importaba entonces un pepino y, en realidad, la oposición verdadera la tenían en Andalucía donde se concentraba la mayor parte de la nobleza adicta a la Casa de Austria y que, tras la coronación de Felipe V, fue barrida de la nueva administración.

Con esta, Cataluña se posicionó en el Estado (ahora sí que ya podemos empezar a hablar del Estado español), como aclaró un historiador hispanista de la talla de Pierre Vilar, y recordaba hace unos días José Rodríguez de la Borbolla en El País. Pero en aquellos momentos a Andalucía le estaban cambiando el pie. Hasta entonces había producido caballos, vinos, granos... era el granero, la bodega y el establo de España, según el discurso protocolario que le dedicaban dos siglos antes los embajadores de la Serenísima república de los Dogos venecianos. A partir de ahora los Borbones y sus ilustrados se empeñarían en convertirla en un imposible territorio cerealístico.

Un dicho que llegó hasta mis años de educación escolástica decía: Quod Natura non dat, Salmantica non prestat. Lo usaban los malos maestros para denigrar a algunos de sus alumnos (y a algunos de sus maestros) en vez de reconocer las carencias pedagógicas del sistema pero en el fondo era verdad aunque, en el XVIII, sólo Humboldt, Mutis, el Magistral Cabrera y algún que otro estuviera aprendiendo a saber qué era la eso de la Naturaleza.

La ganadería, la viticultura, las artesanías antecesoras de la manufactura... todo eso que a finales de esa misma centuria y en la siguiente pasaría a manos de familias extrajeras o norteñas, llegadas hasta aquí conscientes de su rentabilidad, fue postergado para favorecer unos cultivos agrícolas que el clima meridional convertía en ruinosos; mientras, por otra parte, el hecho de que Sevilla se quedara sin Casa de Contratación –o sea, sin monopolio del comercio con las Indias Occidentales– en favor de Cádiz no era un simple trueque. En realidad era el final del monopolio y de la colonización castellana de América.

Gracias a la política nacional de los Borbones (por primera vez nacional), Cataluña, y en especial Barcelona y su puerto, puede comenzar a intervenir en los negocios ultramarinos sin traba alguna y emigrar sus comerciantes para hacer allí las fortunas indianas, tan importantes para su desarrollo mercantil y capitalista posterior y para la eclosión nacionalista actual.

Mientras tanto en una Andalucía postergada –en la que sólo Cádiz cumplía una misión acorde con su tiempo– comenzaban a desarrollarse, por imperativo categórico de la necesidad, los rasgos que, a partir de ahí, la distinguirían en el conjunto de España y, en el siglo siguiente, distinguirían España del resto de Europa.

Es entonces cuando se produce la rebelión contra las modas del gobierno en el ámbito de la cultura, cuando nace la tauromaquia (la corrida moderna) y, consecuentemente, las ganaderías de reses bravas, cuando florecen con rasgo identitario las ceremonias rurales ecuestres de las que nos dejó noticia José María Blanco White y las romerías como interpretación cíclica del mundo (no sólo va a serlo el Camino de Santiago), cuando aparece el flamenco fusionando las viejas melodías mudéjares con las que los negros afroamericanos habían impuesto en Cádiz, cuando las hermandades (salvo la de Los Gitanos) se convierten en representación de colectividades de barrio o de pueblo.

Fue una rebelión en toda regla que sólo ha sido estudiada de soslayo pero que, de no haber existido, habría dejado a España (a toda España) convertida en una colonia cultural de Francia lo cual no tendría que haber sido, en principio, ni malo ni bueno, sino distinto.

En todo caso es ahí, y no en el tiempo de los moros, donde nace la Andalucía singular que llega a nuestros días, con muchos más rasgos identitarios que esas «tres naciones» –Pedro Sánchez dixit– que están (no sabemos si como el pasajero Alien) dentro de la nación española.

(Continuará).