En busca del sol de Steven Spielberg

Se cumplen 30 años del rodaje de ‘El Imperio del Sol’ y viajamos tras las huellas que dejó en Trebujena

28 sep 2017 / 09:32 h - Actualizado: 28 sep 2017 / 10:53 h.
"Cine","Historia"
  • Escena de ‘El Imperio del Sol’ rodada en Trebujena y en las marismas del Guadalquivir.
    Escena de ‘El Imperio del Sol’ rodada en Trebujena y en las marismas del Guadalquivir.
  • Cartel de la película.
    Cartel de la película.

El tiempo ha cambiado de un día para otro y ha vuelto desabrida la playa. El cielo se ha vestido de nubes y mi hijo y yo hemos decidido llevar a cabo un viaje que habíamos dejado sin fecha fija: ir tras las huellas de Steven Spielberg que hace 30 años rodaba El Imperio del Sol en Trebujena.

De cómo las marismas del Guadalquivir acabaron siendo parientes de la Shangai ocupada por los japoneses en los años 40 se sabe que todo comenzó cuando un Spielberg, obsesionado por encontrar una puesta de sol que definiera el fin del imperio nipón, vio casualmente, en un documental sobre aceites, el ocaso sobre Doñana. Así fue internacional, unos años antes de que abriera sus puertas la Expo 92, esta Trebujena semivacía por mor de agosto a la que hemos llegado.

Que aquella película fue una etapa importante para las personas que rondan o sobrepasan los 50 es evidente; todas se refieren a ella como el rodaje y todas recuerdan con detalle los perfiles de la pagoda, del campo de concentración, el hospital, el estadio en el que, al final, se mostraba el batiburrillo de objetos requisados por los japoneses..., todo cuanto se construyó para plasmar la historia fílmica y después quedó abandonado, a merced del imperio del agua, del salitre y de los aires marismeños. Todo menos las palomas que formaban el arco del la entrada al estadio y que, recogidas por una mano sensible, siguen decorando la carroza de la reina del Carnaval. Lo hemos podido comprobar en varias fotografías.

En la desmedida llanura de la marisma, entre el pueblo y el río nos guía un topónimo pronunciado por cuantos interlocutores hemos tenido: Alventu o Alventus.

La palabra aparece escrita de ambas formas en las fuentes que consultamos y, al final, encontramos dos enclaves en los que parece estar la raíz de la diferencia; el primero es un cortijo y el segundo un pantalán. A su encuentro vamos por una carretera tan estrecha como recta que, partiendo de la ermita de Palomares, enlaza Trebujena con el Guadalquivir.

Yendo por ella aparece el cortijo y, tras él, la lámina casi ilimitada de un río, ya casi hecho mar por un lado aunque, por otro, sigue siendo laberinto de caños, tornos, brazos de agua y de vetas que hacen posible el transitar, plantar o pastar entre ellos.

Alventu fue una tierra donada por el rey a la casa de Medina Sidonia que, luego, siempre presumió de las vacadas que tenía por esta parte. En el cortijo, una lápida conmemora la visita de Alfonso XIII «a la ganadería de D. Carlos Olauturruchi en 1908» y nos cuenta que participó en las faenas de acoso y derribo.

En manos de otros dueños sigue y, en el paraje de La Vetas –donde se situaba el estadio de la película– hemos revivido una escena similar: porque los ocupantes de un coche nos han indicado que esperáramos a que un jinete con garrocha acabara de cruzar el camino con una punta de novillos bravos.

Una gran nube negra, viniendo de Sanlúcar, descargaba su agua mientras se acercaba; comenzó a lloviznar y el jinete pareció decidir llevar el ganado en dirección contraria. Cabalgó hasta rodear y ordenar la manada y, haciendo uso del palo, logró cambiar el rumbo de las reses con aparente facilidad pero, en realidad, con una maestría asombrosa.

Así podemos seguir hasta el sitio donde se situaba el estadio cuya portada la formaba esa bandada de palomas de metal que ahora lucen en la carroza carnavalesca. Nada queda de aquello, ni siquiera un mínimo fragmento de muro y tenemos que conformarnos con haber asistido a la escena campera desusada que nos trasladó a los años en los que Fernando Villalón hacía cosas parecidas apenas unos kilómetros río arriba.

Volvemos y tomamos la dirección del río por la carretera. Antes de que ésta gire en un ángulo de 90 grados, encontramos el mínimo puerto que sustituye al que, en la antigüedad, dio nombre a este lugar de la ribera. El Guadalquivir, desde la pequeña altura del pantalán, parece un río oriental desbordado; algunas barcas de riacheros con apariencia de abandonadas añaden aun más sabor a la estampa que acaba pareciendo salida de Platoon o La Chaqueta Metálica con la visión y el ronroneo de un helicóptero que sobrevuela, a escasos metros del suelo, un paraje cercano al pinar de la Algaida.

El resto es silencio, un silencio que, ondeando sobre el paisaje, sobrecoge durante un largo rato. Antes de tomar la dirección del pinar paramos a un ciclista que viene de allí. Le preguntamos donde se levantaban el campo de concentración, la pagoda... las edificaciones de la película y nos hemos encontrado con la sorpresa de hablar con alguien que siguió el rodaje muy de cerca: fue chófer de uno de los ejecutivos de la producción.

«En este llano fue donde se levantó todo eso», nos dice, indicando el que se extiende tras la cuneta izquierda de la carretera. «Allí (e indica la depresión hacia el río en el lado contrario) fue donde los aviones soltaban los víveres destinados a los prisioneros, y ahí –señalando una pequeña elevación– se hacían diariamente largas tomas de la puesta de sol de las que, luego, sólo se recogían 40 segundos, 1 minuto...»

Fotografiamos el terreno desde varios ángulos esperando que, al visionar la película, los cerros que cierran el horizonte o cualquier otro detalle nos guíen en la localización del punto en el que estuvo plantada la cámara. Es inútil buscar ese sitio desde donde se filmaba cada tarde el ocaso solar: el cielo está cubierto por las nubes de esta tormenta veraniega que ponen glauco el río y sombrean la castañuela y el jaguarzo.

Comenzó a llevárselas el aire poco antes de que el sol comenzara a descender sobre Doñana entre sus jirones. Fue entonces cuando, como en un milagro, se repitió, fotograma a fotograma, la caída del astro que Steven Spielberg, hace ahora 30 años, buscó atrapar diariamente aquí, en la marisma del Guadalquivir, el Imperio del Sol Poniente.