Ecoperiodismo

Los oficios en extinción de la madera

Ajorreros, caleros, pegueros... oficios que antes estaban presentes en cada aldea, en cada pueblo, pero que ya son difíciles de encontrar. Con los últimos oficios en extinción desaparecerá también una forma de relacionarse de manera sostenible con la naturaleza, pero también se perderá una parte de nuestra historia etnográfica

Ricardo Gamaza RicardoGamaza /
17 mar 2019 / 07:00 h - Actualizado: 17 mar 2019 / 20:45 h.
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  • La Sierra de Segura. / Rafael Alcaide (Efe)
    La Sierra de Segura. / Rafael Alcaide (Efe)

Hola, buenas. ¿’Virolo’?”, digo saludando a un hombre recio del que me dan sus señas en el pueblo cercano. «Hola amigo. ‘Virolo’ soy para el que quiera y el que no, que no me lo diga», responde risueño. «¿Usted es el ajorrador?», le pregunto. «Entero. De toda la vida».

Virolo sigue trabajando de lo mismo que aprendió desde su infancia, en la madera, sacando los troncos de las zonas menos accesibles del monte, donde no llegan los camiones ni los tractores,.

«Yo fui arriero, desde que podía moverme. Y ya hasta que me muera. No me dejan ya la mujer y algún hijo, pero me gusta esto. Hombre ahora se vive mejor que antes. Antes no había coches y había que dormir en la cuadra. Y ahora hay coches y se viene uno a casa», cuenta.

El oficio de ajorrador es duro. Básicamente es llevar arrastrando los troncos que solo talan en lugares poco accesibles, hasta las serrerías. Era lo habitual hace muchos años, pero ahora con los viveros y plantaciones industriales de madera el oficio de ajorrador está en extinción. ‘Virolo’ se llama en realidad Ramón Piñero. Sus dos mulas llevan marcadas en la grupa sus dos acepciones: el nombre y el mote.

«¿Un trabajo duro?», le digo. «Que va. Esto no es duro. Antes es que no es como ahora, no había ropa ni cama. En sacos de paja he estado durmiendo yo a punta pala y mojado y como yo muchos», recalca y me anima a acompañarlo: «Vamos a acercar unos pinos que hay que ya es tarde pero mañana cuando vengan los camiones hay que cargar». Por el camino me va enseñando los utensilios y formas de este oficio ancestral: «Mira esto es la ballestilla y esto es el gancho catalán para que vaya dando vueltas la cadena en los mulos». «Yo llevo dos mulos», me aclara. «Dos es lo más común ¿no?», le respondo. «Sí, y cuando se enseñan bien enseñados se le nombra y se va detrás de ti. Antes no había tractores, no había más que mulos. Antes se hacía todo con mulos y ahora se hace nada más que un tramo, el mas difícil».

Me cuenta cómo, en una ocasión, la empinada cuesta que dejamos a un lado del camino casi le cuesta la vida: «Se soltaron los pinos y se llevaron por delante a los mulos».

‘Virolo’ vive del campo. Su oficio es el final de una cadena de producción que empieza en lo más cerrado del bosque.

En la Sierra de Segura, la masa boscosa más amplia de la Península, ha sido un lugar rico en recursos forestales, aprovechándose todos los productos derivados del bosque, pastos, apicultura, setas, betunes o alquitranes vegetales, plantas aromáticas y condimentarias, mantillos, frutos, caza, pesca, líquenes – o pelusa, como se la conoce aquí-, carbones vegetales, leñas y sobre todo: maderas.

Desde la época musulmana se tienen noticias de los aprovechamientos y transporte de madera a través del río Segura y Guadalquivir. En toda la comarca, las actividades derivadas de los aprovechamientos forestales han constituido históricamente una de las mayores fuentes de ocupación laboral de los serranos.

De todas ellas, el aprovechamiento de la madera, por sus connotaciones económicas, ha sido el más importante de cuantos se han realizado en estas sierras. Los trabajos derivados de la explotación maderera son un amplio conjunto de actividades, profesiones y oficios que podrían incluir tanto al leñador como el ingeniero. Pero el trabajo comienza con la decisión de dónde hay que talar, algo que determinan los hacheros (que también supervisan todo el proceso hasta la medición de los tablones finales). Tras ellos llega el momento del aserrador. Sin duda uno de los oficios más íntimamente relacionados con el campo. Dedicado a talar, pelar y trocear la madera.

Los aserraores, como los demás oficios, tenían sus ciclos a los cuales se adaptaba la forma de vida. Dividían el año en cuatro épocas, separadas por las fechas de Feria, Pascua, Semana Santa y San Juan. Cuando llegaban a la sierra en la época de engancharse al tajo, se sorteaban los tronzones y cada cuadrilla se instalaba en la demarcación que le había tocado. La faena se prolongaba durante 3 y hasta 4 meses, en los que estos hombres vivían en chozas construidas cerca de los tajos. Los pinches, aguadores y hateros eran otros oficios encargados del servicio de intendencia, consistente en migas de pan, ajo de pan y sopas de pan, y -cuando había suerte- hasta arroz o garbanzos, que llega cada ocho días a los tajos.

Pero si los oficios relacionados con las maderadas aún siguen vivos, hay otros donde este patrimonio cultural se ha perdido y cuya memoria queda sólo en algunas de las últimas personas que dedicaron su vida a trabajar en el campo.

Tal era la importancia del aprovechamiento de la madera que hasta la Sierra de Segura hay un río, que se llama río Madera. Muy cerca de aquí todavía hay personas que trabajaban en un oficio ya extinguido, el de peguero.

La peguera eran hornos para obtener alquitrán vegetal o pez. Aquí los pegueros encontraban una materia prima copiosa: la tea del pino.

El trabajo se hacía en dos temporadas: primavera y otoño. Se sometían a combustión durante varios días los residuos de la medra y se obtenía el alquitrán, una sustancia fundamental para impermeabilizar las casas.

«Esto es la tea que se hacían en rajillas pequeñas y se iban poniendo verticales. Si esto es la peguera se ponían en esta posición y se dejaban diez horas y se les pegaba fuego y se esperaba tres días o res días y medio y se venía a sacar pues 20 ó 25 arrobas de alquitrán», me explica Pedro Mañas, uno de los antiguos pegueros que aún recuerda el oficio.

«¿Los pegueros cuando dejaron de trabajar?», le consulto: «En los años 60. Porque ya las carreteras se hicieron de otra manera». «Pero este es un trabajo duro», a lo que me responde «Y tanto: El hombre que se llevaba trabajando en esto duraba poco. Los huesos se le volvían agua. Se deshacían de la calor».

Donde Pedro vivía había dos pegueras. En sus tiempos, cada aldea disponía por lo menos de una, aunque lo habitual es que hubiese dos o tres. El oficio de peguero no daba por sí solo para vivir. Había que combinarlo con otros oficios como labrar el campo.

Hace medio siglo el campo era la gran fábrica de todo lo que hacía falta para sobrevivir. Muchos de los cortijos que ahora vemos se levantaron con la cal que producían caleros como Ramón García. «Yo he estado de calero porque he sido el encargado de esta finca y daba permiso a los que querían hacer calera para echar los restos de brozas y todo se hacía con cal», me explica.

La cal se usaba para construir, pintar, desinfectar las cuadras, las gorrineras... Hubo un tiempo en el que todo se hacía con cal, recuerda este antiguo calero. «¿Se pagaba bien la cal?», pregunto. «Se pagaba, sí se pagaba, pero para lo trabajosa que es una calera no se pagaba bien del todo. Para vivir si daba porque las caleras se echaban en el otoño y en primavera que es cuando la gente tenía menos trabajo y se aprovechaban las ramas de olivo». Los señoritos dejaban a las personas hacer la limpieza del monte y con las ramas que estorbaban para el ganado, dejaban el monte limpio. «A lo mejor les daban tres fanegas de cal para el cortijo y así lo hacías».

Lo primero que tenían que hacer los calereros era ver el terreno «porque la piedra de arena no vale», me explica. Lo primero que hacían era «el hoyo y juntar la piedra». Empezaban con piedras pequeñas para ir formando una bóveda cada vez más cerrada, como un iglú petreo, y en la parte final ponían la calve que mantenía en pie la estructura. Tres días y tres noches dejaban ardiendo sin parar la calera. «De día y de noche sin parar de echarle porque la calera en el momento que le dejar de echar se hunde», rememora. «La ropa se nos hacía polvo de estar en el monte, era duro, era un trabajo duro».

Tiempos duros de una Andalucía que se va olvidando en la memoria. Desarrollo sostenible en la que el ser humano vivía en y del campo. Respetando lo natural. Viviendo en comunión con un mundo del que forma parte y que no le pertenece, sino más bien, al contrario.