Olvido del habla andaluza

En Andalucía no sólo no se hablaba mal sino que se pusieron las bases para lo que sería la estructura de la Lingüística española con sus derivaciones

12 mar 2017 / 09:56 h - Actualizado: 12 mar 2017 / 10:05 h.
"Historia","La memoria del olvido"
  • Instalaciones de la Real Academia Española (RAE) en Madrid. / Samuel Sánchez
    Instalaciones de la Real Academia Española (RAE) en Madrid. / Samuel Sánchez

En la Morena Clara de Fernando F. Gómez y Lola Flores y en medio de las escenas de una Cruz de Mayo, el magistrado de la Audiencia –Anuel Luna– dice, con tanta sorna como genialidad, que «los sevillanos habían aprendido a hacer fiestas viendo sus fiestas en el cine». Lo mismo, pero al revés, ha ocurrido con el habla y, gracias al cine, la radio y la televisión, seguimos «hablando mal» para que, cada vez que a alguien se le ocurre aprovechar trenes baratos a fin de justificar los complejos de una colectividad en el contexto nacional o intenta restar méritos a cualquier figura sureña relevante en la política eche mano del cliché e insinue que ocho millones y medio de palurdos han de conformarse con lo que le toque.

Como ya quedó dicho en anterior ocasión las reglas que rigen los idiomas, tanto hablados como escritos, no son sino frutos de acuerdos que, en Europa, se generalizaron en los siglos XVII y XVIII. Antes de ahí no sólo no existían en el castellano y tampoco en el francés, el italiano o el alemán. En este contexto tanto el habla como el léxico de Andalucía estuvieron diferenciados de los de otros territorios españoles y es a través de Andalucía, principalmente, por donde se incorporan al castellano miles de vocablos provenientes del árabe y del dialecto arábigo-andaluz que hoy son usados comunmente, como aceite... En el habla también existieron desde el paso de estas tierras a la corona de Castilla diferencias, la del cambio de la c por la s, la principal, explícita ya en el Cancionero de Baena, pero también otras.

Ello hizo que el habla andaluza se diferenciara de las de otros territorios españoles pero eso no supuso algún menosprecio; en unas partes se hablaba de una manera y, en otras, de forma distinta. Es más: en el XVI son frecuentes los elogios de gente ilustrada al habla clara de Sevilla, sin duda porque fue aquí donde apareció la figura del erudito –la persona que almacena conceptos y noticias–y donde se forjó su valoración social. Lo resaltó Ortega y Gasset en Meditaciones del Quijote.

Erudito y humanista se convierten entonces en sinónimos y ahí entran Nebrija, Juan de Mal Hara, Fernando de Herrera, Rodrigo Caro, Hernando Colón y un larguísimo etcétera. Este último saca la biblioteca del ámbito conventual para convertirla en una institución ciudadana. Y ahí sigue, en la calle Alemanes aunque, al contrario de lo que sucede con la Marziana de Venecia, no presumamos de ella. Mal Hara, al recoger los refranes de la gente, convierte su habla en lenguaje culto (ése es el papel que Cervantes confiere también a Sancho), Rodrigo Caro instituyó el concepto de patrimonio no sólo histórico sino también lingüístico en sus Días Geniales o Ludricos y Fernando de Herrera defendió el dialéctico poético andaluz frente a la lírica caduca de los imitadores de Garcilaso. De Nebrija, autor de la primera Gramática de la Lengua, ni hablamos.

O sea: que aquí, en esta tierra, no sólo no se hablaba mal sino que, además, se ponían las bases para lo que, después, sería la estructura de la Lingüística española con todas sus derivaciones.

¿Como se dio todo esto la vuelta?

Fue en dos etapas. La primera se corrió en la fundación de la Real Academia Española de la Lengua, un organismo copiado del que, con anterioridad, habían puesto en marcha en Francia los cardenales Richelieu y Mazzarinos, jefes de gobierno de los monarcas galos, para establecer, precisamente, esas reglas que, en adelante, distinguirían a los que hablaban bien de quienes hablaban mal. Entre los componentes de la española no hubo ni un solo andaluz y como norma por la que habría de regirse la lengua castellana se tomó, naturalmente, la de la Castilla más profunda.

Los profesores de Lengua, Gramática y Retórica se pusieron desde entonces a separar el bien del mal y a enseñar el buen camino no sólo de la escritura sino también del habla. Eso dificultó a muchos ejercer oficios como el de funcionario y condenó a los alumnos de la Escuela de Actores, de Olavide a ejecutar papeles de gracioso. A partir de ahí no hubo obra de teatro que no tuviera su parte escrita en andaluz a fin de que pudiera declamarla así cualquier actor o actriz que, aunque hubiera nacido en Valladolid, se esforzaba cuanto podía por hablar en andaluz profundo.

El segundo paso se dio cuando toda España, a mediados del XIX, se vistió de andaluza para poder ser distinta en un mundo que, dominado por el exotismo, creaba el amor por los viajes y la comunicación y en el que, sucesivamente, fueron apareciendo el cine y la radio, medios donde los géneros o subgéneros literarios y musicales ambientados en Andalucía ocuparon lugares y tiempos de preeminencia.

La suerte de los andaluces que hablaran en público seseando y sin impostar su acento estaba echada. A Federico García Lorca podía comparárselo sin miedo con Miguel Ligero y a Felipe González con un analfabeto. El proceso de aculturación (dejar sin cultura a una colectividad) se completaba con la ocultación de cuanto las tierras sureñas peninsulares (no sólo Andalucía) habían aportado a la lengua y la literatura común de los españoles.

Claro está que, a esa tarea, han contribuido denodadamene en los últimos tiempos nuestros medios de comunicación audiovisuales (en particular los públicos) aunque de eso apenas se diga nada. Seguramente, haría falta otra versión de Morena Clara para que uno de sus personajes dijera que han sido ellos (amén de los humoristas -los actuales graciosos-) quienes han enseñado a los españoles como se habla en Andalucía.