{Cualquier cosa que se pueda ver en una farmacia la ha visto Manuel Pérez Fernández, presidente del Colegio de Farmacéuticos de Sevilla. Esta Navidad próxima cumplirá treinta y tres años de oficio que le han dado no solo para atender al vecindario en su establecimiento de la Plaza de San Marcos, sino para hacer, incluso, algún amigo del alma. «Pasan muchas cosas y muy bonitas en una farmacia», afirma. Quién lo diría.
—¿Es frecuente que se den este tipo de afectos?
—Yo creo que sí, que es frecuente, porque hay que tener en cuenta que el tiempo medio –según un estudio que hemos realizado en el Colegio– que un farmacéutico desempeña su labor en una farmacia supera los treinta años. Eso quiere decir que a lo largo de treinta años, con todos sus días y todas sus noches y todos sus avatares, se viene a conocer a todo tipo de personas y se llega a alcanzar en algún caso un grado de amistad íntimo.
—A usted, ¿cómo lo ha cambiado el ser farmacéutico?
—Yo creo que ahora soy más humano que cuando terminé la carrera. Se ven muchos problemas y se lleva uno muchas alegrías en la farmacia, evidentemente, y se vuelve uno más humano cuando ve lo útil que puede ser para determinadas personas que precisan de una ayuda tan cercana.
—El que la gente sepa ya tanto de medicamentos, ¿ha mermado el protagonismo del profesional?
—El paciente sabe algo de los medicamentos que suele utilizar. Algo. Y puede conocer la actividad farmacológica, puede conocer la dosis, puede conocer la posología y algún efecto secundario, alguna interacción, pero hablamos siempre de una parte. Es como si usted me dice que por el mero hecho de tener un carnet de conducir desde hace mucho tiempo usted entiende de mecánica. No. Usted sabrá cómo arrancar el coche y cómo cambiar una rueda. Tener unos conocimientos básicos no quiere decir que se entienda de medicamentos. Entender de medicamentos es complicado hasta para los farmacéuticos.
—¿Qué es eso a lo que huele en las farmacias?
—Pues huele a muchas cosas. Pero desde el punto de vista físico huele a medicamentos. Desde el punto de vista social huele a ayuda, a apoyo a los pacientes, a preocupación por su salud, a muchas cosas.
—Últimamente se ha habilitado una aplicación para tener en el móvil la farmacia abierta más cercana. Los tiempos cambian, y los hábitos de consumo también. ¿Qué se ha dejado la farmacia por el camino en toda esta evolución?
—Yo creo que la farmacia no ha perdido nada, al contrario, ha ganado muchas cosas. Por ejemplo, con todos los intentos liberalizadores que ha habido, la farmacia ha sido capaz de demostrar que esa cercanía al paciente, que algo tan importante como que cualquier habitante de España tenga cualquier medicamento, incluso la última novedad terapéutica, viva donde viva y al mismo precio. Eso ha hecho que las farmacias sean muy bien valoradas, ese modelo que estamos denominando marca España, que hace que nos hayamos ido adaptando a las necesidades de los pacientes y hoy día creo que la mejor noticia sobre farmacias es que no hay noticia, al menos negativa.
—En 2020 se celebrará en Sevilla el Congreso Mundial de Farmacia. ¿Ha costado mucho trabajo conseguirlo? ¿Qué tiene Sevilla de especial para que el mundo de la farmacia haya decidido venirse aquí a celebrar su congreso?
—Pues ha costado esfuerzo, sí, pero lo que pasa es que se ha llevado con tanta discreción que parece que ha sido fácil; ha habido que competir con otras sedes y al final se han decidido por Sevilla, una ciudad muy atractiva en el mundo. Los encargados de tomar la decisión vinieron, vieron lo que era Sevilla y, finalmente, se dieron cuenta de que lo que se dice por ahí de Sevilla es cierto. Y a pesar de que los españoles y los sevillanos en concreto siempre somos muy negativos con nosotros mismos, y muy críticos, cuando vinieron los señores de la Federación Internacional de Farmacia y vieron la infraestructura hotelera, las comunicaciones –a pesar de que hay ciertos defectos en esas comunicaciones como el aeropuerto, que no termina de ser un aeropuerto internacional, y sobre todo también la comunicación del aeropuerto con la ciudad, que pudo influir de forma negativa– y cuando vieron todo en su conjunto decidieron apostar por Sevilla. También cuando vieron la farmacia andaluza, cuando vieron la estructura de la representación de los farmacéuticos, el papel de los colegios de farmacéuticos de España, Andalucía y Sevilla, concretamente, se decidieron por Sevilla.
—¿Pensar en haberse traído a Sevilla algo como la Agencia Europea del Medicamento habría sido mucho soñar, ¿no?
—El primer alcalde que pidió la Agencia Europea del Medicamento en España fue el de Málaga, Francisco de la Torre. En ese momento, le estoy hablando de hace un año o año y algo, creí oportuno escribir un artículo en medios profesionales en el que apoyaba abiertamente la candidatura de Málaga. Porque Málaga sí tiene esas infraestructuras que estamos comentando, tiene el tren de alta velocidad, una estructura hotelera muy importante y también un aeropuerto queramos o no mucho más importante que el de Sevilla. Eso hizo que Málaga contara con importantes opciones para ser sede de la agencia. Finalmente, otros alcaldes, también el de Granada, el de Alicante, etcétera, hicieron la misma petición, lo que fue diluyendo las posibilidades de que alguna ciudad española fuera sede de la Agencia Europea del Medicamento. Nunca se apostó por Sevilla por lo que hemos comentado: porque es una ciudad muy atractiva para ciertas cosas, pero para otras no. Barcelona evidentemente reunía todos los requisitos, no tengo ninguna crítica, pero también escribí un artículo hace cuatro o cinco meses aproximadamente en un medio de comunicación profesional en el que creía que Barcelona no iba a ser la sede por todos los avatares políticos en los que está en estos momentos Cataluña.
—Si volviera a ser joven, ¿volvería a hacer lo mismo, montaría su farmacia...?
—Volvería de la a a la zeta y con todas sus consecuencias. Pero vamos, con los ojos cerrados.
—¿Y qué le dice su familia de su dedicación?
—Pues mi mujer es farmacéutica y mi hija también. O sea, cuando una persona decide seguir los pasos de sus padres es que algo bueno habrá visto. Tengo también otro hijo que no es farmacéutico, con lo cual también es el contrapunto, también habrá algo que haya visto que no le habrá gustado del mundo de la farmacia.
—En una casa donde el matrimonio son farmacéuticos y la hija también, ¿de qué se habla en la mesa?
—Yo intento que de todo menos de farmacia. Pero claro, al final sale siempre el tema.
—Y en esas reuniones, ¿qué anécdotas se cuentan?
—Pues me estoy acordando de un día que entró un chico con un hacha en la farmacia, que venía a por un medicamento para quitarse el mono, que la verdad es que no fue una anécdota muy simpática; se recuerda ahora con simpatía pero la verdad es que en aquel momento no lo fue. Afortunadamente, no ocurrió nada. Conseguimos tranquilizarlo... entre otras cosas, porque ese medicamento no lo teníamos en ese momento. Si lo llegamos a tener, a lo mejor llegamos a la solución fácil que sería habérselo dado. Pero no lo teníamos, entonces hubo que disuadirlo por medio de la palabra y fue complicado.
—¿Sintieron miedo?
—Bastante.
—¿En alguna otra ocasión también?
—En los años setenta, con las drogas, era tremendo. Había momentos en los que aparecía la policía por el barrio y empezaban a tirar dentro de la farmacia bolas de droga envueltas en papel, por aquello de que no los cogieran con ella. Porque en los setenta se había legalizado el consumo pero no el tráfico. Entonces, si te cogían con alguna papelina no pasaba nada pero si te cogían con algo más te podían detener. Y de buenas a primeras salías y te encontrabas en el suelo con unos bultos que no sabías lo que eran al principio, no los tocabas, los dejabas ahí y cuando la policía se iba ellos entraban, cada uno cogía el suyo, no tenían las iniciales pero cada uno sabía cuál era el suyo y santas pascuas.
—Capítulo aparte serían las jeringas.
—Así es. Antes no había tanta información como hay ahora sobre determinadas patologías, estoy hablando de los primeros años ochenta, y había mucha demanda de jeringas de insulina para la administración de heroína inyectada. Había chicos que no podían pagar lo que valía la jeringa (que tampoco era tanto dinero, pero bueno, no podían pagarlo) y nosotros valorábamos dos cosas: una, los intentos de evitar la transmisión de enfermedades, y también valorábamos de una forma importante nuestra seguridad. Entonces, cuando nos pedían una jeringa se la dábamos pero claro, había quien la escondía luego en algún agujero de algún solar o de una casa abandonada, y la volvía a utilizar. Y claro, cuando nos enteramos de aquello le decíamos al que venía que sí, que le dábamos una jeringa, pero que la vieja la tenía que traer. Y traía la jeringa vieja. E hicimos una especie de sistema de retirada de jeringas de insulina utilizadas: una caja de cartón envuelta en cinta adhesiva con un agujerito donde metían la jeringa y no se podía sacar. Y después se entregaba en Lipasam y se hacía una labor preventiva bastante importante aunque fuese de forma rudimentaria.
—¿A usted que otras cosas le gustan, aparte de la farmacia?
—Me gusta leer, me gusta pasear por el campo, me gusta hacer turismo cuando puedo. Me gusta estar con mi familia y con mis amigos, aunque estoy bastante menos tiempo con mis amigos de lo que debería por aquello de que el cargo me quita mucho tiempo. Y me gusta ser útil hasta en el tiempo libre.
—¿Qué es ser útil, para usted?
—Ser útil es hacer un poco feliz a los demás, hacer lo que los demás esperan que uno haga y, sobre todo, ayudar. Todos debemos dejar alguna huella, todos. Y yo creo que todos la dejamos. Aunque sea solamente la huella de un buen recuerdo en la familia.
—Y a usted, ¿cómo le gustaría ser recordado?
—Como una buena persona. Con eso me daría por satisfecho.