Febrero del 74. Suena el teléfono en un piso del Tardón. El rechinar de alpargatas alterna compás con un timbre devastador. Ring-ring. Varias repeticiones, hasta que por fin, una voz yerma, terriblemente vacía, atiende con desidia. «Señora, soy Javierre». Se oye al otro extremo del hilo. Toda Sevilla conocía a aquel sujeto. Cura obrero y periodista. Director de El Correo de Andalucía, periódico desde el que tensaba al régimen con hojas sindicales al tiempo que glosaba a papas y santos en publicaciones de su puño y letra. Pese a su sintagma clerical, Javierre estaba controlado al milímetro por una dictadura agonizante cuyos últimos coletazos parecían redoblar furias represivas. El asesinato de Carrero Blanco desató ansias revanchistas y, sobre todo, intención de constatar que el poder radicaba aún en El Pardo. «Señora, ¿está ahí? Le llamo por lo de Salvador. Hay que parar la ejecución de ese muchacho» Sólo en ese momento Dolores Barragán reaccionó. «Señor, yo no perdono, pero puede poner en su periódico que estoy en contra de la pena de muerte. No quiero que lo maten. No quiero que maten a nadie». Realmente la única muerte que esta buena mujer deseaba era la suya propia.

Pero la auténtica historia de este relato empieza meses atrás en el mismo piso de Triana, entonces repleto de color y dicha. Carlos tiene 13 años y un ídolo: su hermano mayor. Un poli de 24 años destinado en Barcelona. La suya es una familia oriunda de Pilas asentada en el Tardón, de amplias relaciones con los cuerpos de seguridad del Estado. El patriarca, Diego Anguas Ventura, es Guardia Civil. Benemérito hasta la médula, como lo fue su padre. Orgulloso de que su primogénito sea, a pesar de su juventud, todo un subinspector de primera en la brigada anti-atracos de la pujante ciudad Condal. Dolores Barragán Pelayo, esposa y madre, es una mujer de fuertes convicciones católicas. La extirpe la completan Rosario y Ramón. Todos, padres y hermanos, sueñan con ese instante. El del reencuentro con el hijo pródigo, que no hace mucho anunció una doble nueva. El paso por la vicaría y su nuevo destino: Jerez de la Frontera. La espera ilusiona tanto que se hace interminable. Es 25 de septiembre del 73 y un tropel de pintores adecenta el humilde hogar. «Yo estaba en la calle jugando. Mi madre arreglaba el piso para la llegada de mi hermano y cuando subí, encontré mucha gente en mi casa. Rápidamente una vecina me llevó con ella, para quitarme de allí. Acababan de comunicar a mis padres el asesinato de mi hermano». Así lo cuenta hoy, más de cuatro décadas después, Carlos Anguas, el benjamín de una familia que ese mismo día se hizo trizas. «Mi hermano Paquito era culto, alegre, cercano. Le apasionaba el cine, la literatura, el deporte.» Las palabras de Carlos sirven para concluir que la figura del subinspector escapaba a toda velocidad del cliché habitual de un madero franquista. Casi con la misma celeridad con la que transcurría su vida. Había estudiado Derecho y ya tenía entre ceja y ceja empezar con Filosofía y Letras. Salía a Francia para visionar cintas que en España ni se podían imaginar. Admiraba a Truffaut y bastaba conversar cinco minutos con él para preguntarse qué diablos hacía aquel joven enjuto, de mirada afable y sonrisa contagiosa enrolado en la policía. Sí, era algo así como la antítesis del oscuro, reaccionario y tan oloroso como bigotudo guindilla habitual de la España setentera. Paquito estaba a años luz de los grises que sacaban lustre a la porra en manifestaciones juveniles y obreras, pero sería muy injusto catalogarlo como atípico entre polis, porque a decir verdad, había muchos como él en un cuerpo que pese a defender la patria dictatorial empezaba a cultivar, por el influjo de sus nuevos cachorros, el convencimiento democrático. Tanto es así que Paquito se había incluso enfrentado a una sanción en el seno policial. El motivo: un ejemplar de Mundo Obrero en su taquilla. Ni tenía mala uva, ni era agresivo. Pese a Manuel Huerga y su película Salvador.

A Carlos se lo llevó la vecina mientras su madre, noqueada por la desgracia, repetía sin consuelo: «¿Cómo? ¿Quién? ¿Por qué?». Imagínese el numerito. Acaban de coser a balazos a un hijo que contaba los días para volver a casa. Para casarse y empezar una nueva vida más próximo al Tardón. Fue en un portal de la barcelonesa calle Gerona. En el número 70, para ser exactos. Paquito era uno de los miembros de la brigada que seguía la pista a los MIL. Un grupo revolucionario que se decía anarquista y que centraba su lucha obrera en atracar bancos para repartir dinero entre los huelguistas y financiar pasquines contra la represiva dictadura. Peligrosos atracadores para la prensa de la época, que disgregaba su actuación de toda reivindicación política. En uno de los atracos la policía dio caza a algunos miembros, y fruto de la tortura, uno de ellos cantó día, hora y lugar en el que estaba previsto un encuentro entre miembros de la banda. Ese fue el aciago momento. El 25 de septiembre de 1973.

«Yo siempre he pensado que mi hermano no quería ser policía. No era lo que a él le gustaba. Creo que lo veía como un trampolín para su futuro. Fue el número dos de su promoción y, a priori, tenía un futuro brillante en el cuerpo, aunque tampoco sabemos qué podría haber pasado». Antes de llegar a la anti-atracos de Barcelona, Paquito pasó por estupefacientes, en Sevilla. «Ese fue el motivo por el que se fue de su ciudad. No se sentía a gusto porque diariamente se encontraba con amigos y conocidos del barrio que tenían problemas con la droga». De ahí pasó a la escolta del entonces príncipe Juan Carlos, hoy rey emérito. No le dio tiempo a más, porque tras aterrizar en la anti atracos, se topó con el MIL. Volvamos a la historia. Fue en el bar El Funicular. Allí llegaron en un Simca destartalado Garriga y Puig Antich. La policía, que conocía sus movimientos, había dispuesto un operativo para apresar a los atracadores. Garriga no se resistió, pero Puig, armado con una pistola Kommer de 6,35, provoca un forcejeo. Los cinco policías introducen a los delincuentes en un portal de la calle Gerona. Desarman a Puig Antich, pero éste desenfunda otra pistola que llevaba oculta en la espalda. Un Astra de 9 milímetros. Una salva de disparos rompe los tímpanos de todo el Ensanche y revienta al subinspector. Paquito y Salvador (Puig Antich) vuelan hacia el hospital. Ambos quintos del 48, madero y transgresor, hechos un colador. En el Clínico certificarán la muerte de Anguas y la supervivencia, casi un milagro, de Puig, al que un tiro que le entró por la mandíbula casi le vuela la cabeza. La muerte de Anguas desata las connotaciones políticas de la muy conocida historia de Salvador, pero su mandato policial no era dar caza a un anarquista, sino a un roba bancos. El régimen no permitió una autopsia hospitalaria y el aparato represor del tardofranquismo cayó con toda su virulencia contra Salvador.

Tras un juicio sumarísimo, adobado por el miedo que los sectores más represivos del Gobierno tenían a un levantamiento y condicionado por el asesinato de Carrero Blanco por ETA, Puig Antich fue condenado a la pena de muerte. Nada lo pudo evitar. Ni la llamada del papa que Franco no quiso atender ni la que Javierre hizo a Dolores Barragán. En la fría mañana del 2 de marzo de 1974 Puig Antich fue ejecutado a garrote vil, un método medieval que asfixia al reo con un tornillo que aprieta su cuello en una anilla de metal. El último ajusticiado en España tardó 18 minutos en expirar. Pero su asesinato, a manos del Estado, no alivió el dolor de los Anguas Barragán. Ni mucho menos. «Estoy en contra de la pena de muerte. Ni siquiera apruebo la cadena perpetua. Y ya he contado que mi madre también decía que no quería que lo mataran», clama hoy el hermano. Sin embargo, las balas que segaron la vida de Paquito fueron también la dinamita que voló su familia. Dolores dejó de vivir. Un alma en pena colapsada por un paralizante proceso depresivo. Cuando el pequeño Carlos cumplió la mayoría de edad, se suicidó arrojándose desde el balcón del Tardón. La misma tristeza en la que se sumió el padre, Diego, le conllevó serios problemas de salud, como una embolia e infarto cerebral. También falleció. Igual que la hermana, víctima de cáncer.

Decía Salvador que no quería ser un nombre en la pared, pero el mismo movimiento obrero y catalanista incapaz de frenar la venganza del régimen lo hizo mártir. Una suerte de salvapatrias catalán. De igual modo, la otra España franquista y reaccionaria, encumbró a la categoría de héroe nacional a Paquito Anguas, con medalla de oro al mérito policial y glosas en periódicos del régimen. Las dos facciones utilizaron la memoria de los caídos, demonizando al contrario. Pero no eran más que dos chavales que perseguían sueños quizás no tan enfrentados, víctimas de un mismo verdugo. «Franco. La dictadura fue quien los mató».