Por el Programa andaluz de atención psicológica a adolescentes víctimas de violencia de género solo este año han pasado 120 jóvenes de entre 14 y 18 años. Podrían ser las nietas de Ana Orantes, la mujer calcinada por su exmarido en 1997 tras contar en televisión su historia de 40 años de malos tratos que supuso tal revulsivo social y político que desencadenó en 2004 en la primera Ley integral contra la Violencia de Género. Como estas chicas, Ana Orantes era apenas una adolescente cuando comenzó a sufrir malos tratos, pues se casó a los 19 años y su marido empezó a pegarle a los tres meses. Pero tardó 40 años en romper la relación y en denunciar su situación, una rebelión tras años de sumisión que su verdugo no pudo consentir.
La primera pregunta que se viene a la mente es qué ha pasado para que 18 años después (toda una generación) chicas del siglo XXI, formadas en la coeducación, bombardeadas con campañas contra los roles sexistas y con acceso al sistema educativo y al mercado laboral en supuestas condiciones de igualdad (otra cosa es el lugar que ese sistema y ese mercado les reserve) sigan expuestas al mismo tipo de violencia que soportó Ana Orantes. Pero se trata más bien de lo que no ha ocurrido: la transformación social necesaria para atajar la raíz de una violencia que, como define la ley, es la «manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres».
En realidad, como señala la experta en género Nuria Varela llevamos «un cuarto de hora» afrontando de manera específica este problema y su base está en una concepción cultural de lo que significa ser hombre y ser mujer y cómo se relacionan aprendidas «desde el Neolítico» aunque en continua actualización para mantenerse, dice el médico forense y exdelegado del Gobierno de Violencia de Género, Miguel Lorente. Con todo, no sería justo dejar de reconocer que esas 120 adolescentes son, de entrada, 120 mujeres menos que, por iniciativa propia o las más de las veces de su entorno, no han esperado 40 años para decir basta y no normalizarán lo que no es normal en una pareja. La primera vez que su marido pegó a Ana Orantes, ella se lo contó a su suegro que abofeteó a su hijo pero al enterarse su suegra, esta le recriminó que se metiera en cosas de matrimonios y ni en su familia ni en su entorno oyó que eso no era normal y que debía denunciar, más bien lo contrario.
Desde 2003, cuando se empiezan a contabilizar específicamente las víctimas de este delito, 807 mujeres (145 en Andalucía) han sido asesinadas por sus parejas o exparejas, siete solo esta semana (la última hoy en Marchena). Sirva como medida de la dimensión del problema que ETA asesinó a 829 personas en 43 años de terrorismo. E igual que además de matar, ETA secuestró y extorsionó, la violencia de género –dice la ley– «comprende todo acto de violencia física y psicológica, incluidas las agresiones a la libertad sexual, las amenazas, las coacciones o la privación arbitraria de libertad». Los asesinatos son la punta del iceberg. Según la última macroencuesta en España sobre el tema, realizada en 2014 a 10.171 españolas mayores de 16 años, el 12,5 por ciento de las mujeres han sido agredidas física o sexualmente por su pareja o ex alguna vez; un 25,4 por ciento ha sufrido violencia psicológica de control (aislamiento, acusaciones de infidelidad, esperar que pidan permiso para sus movimientos); un 21,9 por ciento insultos, humillaciones, amenazas veladas o intimidación y un 10,8 por ciento violencia económica (no dejar estudiar o trabajar fuera de casa, impedir realizar compras o tomar decisiones económicas, controlar el manejo del dinero).
Además la ley solo tipifica como delito de violencia de género cuando todo esto se produce en relaciones de pareja y ya hay voces que claman, y el debate de su reforma está sobre la mesa, por incluir a quienes son explotadas sexualmente por redes de trata, a las trabajadoras acosadas sexualmente por sus jefes, a las víctimas de violaciones y femicidios masivos en conflictos armados o a las niñas sometidas por su familia a la ablación. En todos esos casos, hay desigualdad y relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres. Un 11,6 por ciento de las mujeres encuestadas en 2014 habían sufrido violencia física fuera de la pareja y un 7,2 por ciento sexual.
Con los datos de esta macroencuesta, el INE realizó una extrapolación según la cual en España dos millones de mujeres han sufrido violencia de género alguna vez de una u otra forma y casi 600.000 la siguen padeciendo. Cifras que justifican las llamadas a convertirlo en cuestión de estado lanzadas el sábado en la primera gran manifestación convocada por el movimiento feminista en Madrid -con la asistencia de todos los partidos políticos- y en el VI Congreso para el Estudio de la Violencia contra las mujeres que ha reunido esta trágica semana en Sevilla a 1.500 investigadoras del movimiento feminista y profesionales del ámbito socioeducativo, sanitario o jurídico llamados a prevenir, detectar y proteger a las víctimas y desenmascarar, aislar y castigar al agresor (un 85 por ciento mujeres, que ya es un error). Cifras, sin embargo, ante las que solo un 1,2 por ciento de la población cita la violencia de género entre los principales problemas en el último barómetro del CIS.
Y es que, igual que para vencer al terrorismo etarra se considera que fue clave la reacción social ante los violentos hasta su aislamiento, ante el «terrorismo machista» también es necesario que la sociedad tome partido. Pero eso pasa por replantearse, transformar y reaprender algo tan básico, e interiorizado, como qué es ser hombre y ser mujer y cómo nos relacionamos.
Miguel Lorente insta a construir «nuevas masculinidades», formas de ser hombre en las que no sea obligatorio ni admirado ser el fuerte, el protector o el sustento de la familia, al tiempo que la mujer deje de definirse en base a su rol de cuidadora y objeto de protección. Son esos roles los que llevan a entender las relaciones en términos de posesión, en el caso de ellos, y de sumisión, en el caso de ellas, hasta el punto de normalizar los celos, el control y el menosprecio.
LA EDUCACIÓN DE AYER
Ana Orantes tardó 40 años en abandonar esa sumisión y ello le costó la vida. Cien de las 806 mujeres asesinadas desde 2003 tenían más de 65 años (este año, siete de las 46 víctimas mortales superaban esa edad). «Son mujeres programadas, por la educación y la religión, para la sumisión, la obediencia, el sacrificio, la cesión de su tiempo a los demás y las relaciones desiguales. De hecho, cuando abren los ojos o con la edad muestran más firmeza al decir no, después de toda una vida siendo amables y sumisas, empiezan los problemas», explica la gerontóloga Ana Freixas. Su aislamiento y el control de su tiempo dificulta acceder a ellas pero Freixas ve en el sistema sanitario el ámbito idóneo para hacerlo. «Estas mujeres van mucho al médico con los llamados males invisibles, ese me duele todo, no sé qué me pasa», dice, e insta a los facultativos a que «no miren para otro lado o se limiten a recetar pastillas o a achacarlo a los nervios o a las hormonas» e indaguen en la vida que llevan. Lamenta la «ceguera social» con las mayores, incluso por parte de los hijos.
LOS MITOS DE HOY
Hoy, en la escuela, las alumnas no estudian el manual de la perfecta esposa o códigos de buenas conductas que imponen la obediencia al marido. El sistema educativo incide en la coeducación y en los valores de igualdad. Pero la coordinadora del programa de atención a adolescentes víctimas de violencia de género, Paola Fernández, destaca que en las chicas más jóvenes «la dependencia emocional está muy presente y hace que el desengaño amoroso tarde mucho en llegar, son capaces de dar mil oportunidades». Al iniciar este programa, en 2012, pensaban que iban a trabajar con chicas que estarían sufriendo la violencia de género en fase muy incipiente, pero Fernández alerta de que se encuentran con jóvenes que «en siete u ocho meses de relación han pasado por todo tipo de episodios muy rápido, sobre todo violencia sexual no solo en forma de coacciones para mantener relaciones sino directamente de violaciones dentro de la pareja». Si en la escuela -y no siempre- reciben un mensaje, el cine, la televisión, la publicidad, la literatura o incluso la música siguen transmitiendo mitos del amor romántico que las llevan a normalizar los celos, la protección o el control (que ha encontrado en las redes sociales y las nuevas tecnologías una nueva herramienta), incluso como pruebas de amor, y «tienen dificultades para tomar conciencia de lo que es violencia». De hecho, no suelen ir por ellas mismas sino por sus madres muchas veces alertadas por un ginecólogo que ha visto una lesión o «por esa mejor amiga pesada a la que el novio no puede ni ver» que termina contando a los padres cómo trata a su hija el chico con el que sale.
LA DEPENDENCIA ECONÓMICA
Junto a la dependencia emocional, la económica es la principal dificultad para que una mujer salga del círculo de la violencia y afecta más a las mujeres mayores, sobre todo en el ámbito rural. La crisis no ha hecho más que empeorar las cosas con un paro y una precarización laboral que se ha cebado con las mujeres porque partían ya de una situación peor. Una mujer sin su propio empleo remunerado y sus propios recursos tiene más difícil alejarse de un agresor que la mantiene, subrayan los sindicatos. No es raro escuchar a víctimas justificar su rechazo a denunciar por no tener dónde ir, sobre todo si hay hijos de por medio.
Rosa del Mar Rodríguez Vela, coordinadora del Centro de la Mujer de Málaga, ha trabajado durante años en centros del ámbito rural y da fe de que esa es la realidad de muchas mujeres que «trabajan como burras» en el campo y en la casa, sin tiempo para formarse o buscar un empleo por cuenta ajena y que en la práctica no tienen nada propio ya que ejercen un trabajo no remunerado en tierras de las que tampoco constan como copropietarias. Pese a la red municipal de centros de información a la mujer, Vela reconoce que en el mundo rural hay un gran desconocimiento de los recursos y programas existentes de asesoramiento jurídico para la denuncia o formación e inserción laboral especialmente dirigida a víctimas de violencia de género, como el programa Cualifica. «Muchas te dicen que si hubieran sabido antes lo que existía no hubieran aguantado tanto», explica. También subraya que «el contexto social es especialmente dificultoso en el ámbito rural porque ella y el agresor tienen muchos lazos en común desde la infancia». Que las vean entrar en el centro de información a la mujer le puede acarrear tener que dar muchas explicaciones a medio pueblo cuando no agravar el problema. «Hay que respetar sus tiempos», dice, y facilitarles acudir a otro punto o un profesional social de referencia para «no tener que contar su historia a siete u ocho personas cada vez que accede a un recurso».
ESPECIALMENTE VULNERABLES
Si la dependencia económica afecta especialmente a las mujeres mayores y del ámbito rural, las mujeres con alguna discapacidad tienen casi el doble de posibilidades de ser maltratadas y constituyen una de las bolsas de violencia más ocultas junto a las inmigrantes, que representan más de un tercio de las víctimas (17 de las 47 mujeres asesinadas este año eran extranjeras, ente ellas la acuchillada ayer en Madrid). La reforma de la Ley de Extranjería impide que sean expulsadas en caso de no tener papeles si denuncian pero muchas sí tienen permiso de residencia en vigor vinculado a su marido por reagrupación familiar y ello las retrae de denunciar por temor a perderlo (pueden lograr uno independiente). No están en su país y no siempre tienen acceso a la información en su idioma. No tienen el apoyo de un entorno de confianza o de una familia y esta, incluso lejos, no solo no las anima a denunciar sino que las disuade. «En muchos países de África se paga dote y si se separa, su familia tiene que devolverla», explica Gloria Peter, presidenta de la Asociación de Mujeres Entre Mundos. También la familia de él la presiona «porque el dinero que les manda es su sustento y le dicen que si lo meten en la cárcel de qué van a vivir ellos».
Todas estas circunstancias hacen que más del 70 por ciento de los casos de malos tratos no lleguen a la Policía y los juzgados. Si se calcula que casi 600.000 mujeres en España sufren violencia de género, en sus diversas manifestaciones, las denuncias anuales rondan las 120.000, también sobre conductas variadas ante las que tampoco cabe reclamar las mismas medidas. De las 46 mujeres asesinadas este año, solo ocho habían denunciado, en cinco casos ellas mismas y en tres personas de su familia o entorno o terceros de servicios sociales o sanitarios.
La minimización del riesgo, el miedo a represalias y la vergüenza son las principales razones que impiden dar el paso a las víctimas e incluso, una vez dado, a renunciar a seguir o declarar contra el agresor. Pero, ¿y a esa chica que ve cómo el novio de su mejor amiga le impide quedar con ella o la controla constantemente? ¿Y a esos médicos que ven asiduamente en su consulta a mujeres mayores sin mal físico aparente pero con evidencias de llevar mala vida? ¿Y a esos familiares que ven cómo su hija, madre, hermana, prima o sobrina, es humillada en público? ¿Y a esos vecinos que escuchan gritos y amenazas? Apenas el 3,5 por ciento de las denuncias son puestas por familiares o terceros (salvo los partes sanitarios de lesiones que suponen el 11,7 por ciento) y, más allá de acudir al juzgado, el entorno es clave para acompañar a la víctima a salir de una situación que no siempre implica un riesgo inminente a su integridad física pero sí coarta su vida y su desarrollo personal.
Quizás también lo minimicen pese a las cifras. O quizás les cuesta tanto como a las víctimas cambiar su forma de ser hombre o mujer y de entender las relaciones. A muchas mujeres les ha costado muchos golpes. ¿Cuántos golpes necesitamos el resto?