No, no es melancolía. Hay mucho más que eso en el empeño que ha reunido a un puñado de amigos alrededor del proyecto MUFA, o Museo Ferroviario de Andalucía, con el que ahora van de despacho en despacho, cargados con informes y razones, intentando conmover a las autoridades de la Junta y el Ayuntamiento para que estos pongan en pie la idea tomando como base la antigua Estación de San Bernardo. No, no es melancolía únicamente, ni es solo que sean amantes de los trenes –que también–, ni devotos de su estética y de la atmósfera que envuelve ese mundo en apariencia circunstancial –el tránsito– pero tan esencial –el viaje– para nuestra sociedad. Hay aquí mucho más que un mero planteamiento romántico o de rebeldía contra el paso del tiempo que arrastra despiadadamente y sin contemplaciones todo cuanto pobló nuestra vida, como si despóticamente quisiera echarnos ya de ella –sentimiento que indudablemente también está ahí, en esa petición a los que mandan–. Sobre todo, se trata de un acto de honradez: por mucho que la modernidad pretexte la necesidad de reinventarse para no perder la comba del futuro, esto es lo que hemos sido y lo que somos, esto es lo que hemos vivido y lo que aún vivimos, y lo que soñamos. Y sin esto, no habría quien nos comprendiera. El viejo tren y su mundo están en el código genético de todas las generaciones vivas y de varias que ya no lo están.

Así que hay mucho más que nostalgia engollipada. Tal vez en parte sea poesía, cómo no. Pero sobre todo es recuerdo, recuerdo en prosa, pero fundamental; uno de esos sin los cuales no se puede ser quien se es. Quien pierde el equipaje de la memoria vaga como un mendigo por las estaciones del resto de su vida. El caso es que la historia no es suficiente: hace falta la memoria. La historia es el cadáver; la memoria es el alma de lo sucedido. Sirva esto de preámbulo para contar una anécdota llena de ruidos, incordios, carreras y extenuaciones: el caso de una familia llegando al tren. La anécdota no es nimia, porque servirá luego para explicar qué importancia tiene la creación del Museo Ferroviario de Andalucía, por encima de ordinarieces tales como el presupuesto y cualesquiera otros inconvenientes que lo son menos cuando hay voluntad.

La historieta en cuestión comienza, pues, con una familia al trote desmesurado por el andén de la Estación de Córdoba –para los puristas, de Plaza de Armas–. No se sabe qué hace más ruido a esas horas primeras de la sobremesa: si la herrumbre crepitante de los trenes rumiando, listos para partir, o la máquina de calentar la leche en la cafetería de la entrada, poblada toda ella de agentes comerciales en gabardina, orondos señores fumando en pipa y jugueteando con el azucarillo cuadrado junto a una muchacha con un paquete envuelto en estraza y liado con una guita, mozos chillones, vendedores de tortas y mostachones, loteros, mendigos y arrastrados. El abrasador café de la estación licuaba la campanilla, término de lo más ferroviario por cierto. Total, que ya está por fin la familia –matrimonio y tres niños– en su compartimento de segunda clase, como los que usaba Sherlock Holmes cuando iba a atrapar perros demoníacos por esos páramos siniestros de Devon. Solo que este tren, obviamente, no llegaba tan lejos: a Barcelona, todo lo más (y antes, a Valencia, destino de los protagonistas de esta anécdota). Era el llamado Correo o Catalán, todo él verdoso, amarronado, grisáceo, rotundo y anciano, tanto como pudiera serlo un transporte de masas en los años sesenta y setenta. Por mucho que se bajara la ventanilla, la barahúnda de voces, chillidos, temblores de hierro y lecheras hirvientes apenas permitía intercambiar unos cuantos adioses con los que habían venido a la despedida. Abajo estaba una tía con una perrita recién nacida, de nombre Tania, hecha una bola en una cajita de zapatos; y estaban los abuelos, claro (el abuelo había aparcado su Seat 850 allí mismo, por supuesto: entonces no había problemas de estacionamiento). Y más gente, porque entonces tomar el tren era un asunto trascendental que se despachaba con toda la solemnidad familiar posible. «Adiós, abrigaos bien de noche, que no veas la rasca que corre por Despeñaperros», y desde arriba mandaban besos y promesas de llamar en la inminente Nochebuena, mientras la señora del paquete liado con una guita corría por el andén buscando su coche, el tipo de la pipa pagaba al mozo chillón, el lotero voceaba sacudiendo su mercancía y el jefe de estación, gorra mediante y banderín en ristre, ordenaba por fin el milagro de que aquello se pusiera en marcha. Salida de Sevilla: tres y media de la tarde. Llegada a Valencia: seis de la madrugada. Entre lo uno y lo otro, puñados de quintos fumando en los vagones de tercera, trajín de termos y bocadillos y narices pegadas a ese témpano llamado ventanilla en un intento de adivinar la nieve en la noche negrísima y helada a través de las montañas. Y tantas otras escenas.

Ahora, en menos de lo que tarda un abuelo en ir a por su coche al depósito de la grúa, se planta uno en Valencia con el AVE, hecho un señor. Ahora viajar es un trámite de oficina.

«¿Pero cómo vamos a olvidar?», pregunta y se pregunta Adolfo del Corral, hombre de costumbres que también mantiene funcionando un museo dentro de su propia cabeza: no en vano la cita con el periodista es en el Bar Sevilla-Cádiz, uno de los escasos restos del naufragio de la memoria ferroviaria sevillana (el otro es una preciosa estación convertida en verdulería: la que está justo enfrente); es lo que queda de aquella época de las maletas sin ruedas, las fiambreras y los vendedores de mostachones. Cuántos cafés pudo haberse tomado allí aquel antiguo jefe de estación de San Bernardo, que se presenta en la reunión con el maletero del coche cargado con un cajón de fotos, los banderines de su oficio, las gorras, el uniforme, los aperos, documentos... Pero da igual, porque no se puede decir más de lo que él dice con menos palabras, sin necesidad de objetos que las ilustren. Adolfo del Corral es, por resumir, la vergüenza torera del mundo ferroviario. Con él están varios de los postulantes del MUFA, sorprendentemente jóvenes: Diego Pavón Ramírez, con su hijo Diego Pavón Sánchez de Lamadrid (una enciclopedia humana de todo cuanto tenga que ver con el tren) y Alejandro Galán Sánchez; los primeros vienen de Tomares; Alejandro acaba de llegar de Málaga para esta reunión. Todos ellos comparten la esperanza de que la retirada del proyecto de centro comercial para la antigua estación de San Bernardo permita recuperarla para el mundo del tren como gran centro museístico ferroviario de Andalucía, con ramificaciones y sedes en todas las provincias. Ese es, al menos, el sueño de todos ellos. Ya se encargarán los políticos, si finalmente aceptan la propuesta, de tunearla convenientemente.

Con la vieja mole de ladrillo y acero visible desde la ventanilla del bar, esa travestida Estación de Cádiz, a la charla le falta solo el traqueteo de un viejo tren para completar el contexto perfecto. «No estamos buscando el museo del tren, sino el museo ferroviario de Andalucía. No queremos solo los trenes, sino su cultura», dice Diego Pavón padre, entre cabeceos generales de aprobación. Para un profano, la memoria del tren está en las despedidas, en los andenes, en los viejos cacharros de novelón decimonónico. Pero para ellos, conocedores profundos del asunto, lo que se intenta recuperar es mucho más complejo y rico. Se trata de andenes y adioses, claro, pero también de ese entramado ferroviario que se extendió por Andalucía principalmente entre 1850 y 1900 permitiendo la apertura y la conexión de los mercados agrarios, las explotaciones mineras, los puertos de embarque de mercancías, colocando en una imaginaria palma de la mano el plomo de Jaén, el hierro de Granada, los aceites y las harinas de Sevilla, el vino de Jerez, los cargueros de Cádiz, el contingente humano... El tren fue el descubridor, diseñador y vertebrador del mundo que hoy conocemos, aunque en los libros escolares haya cientos de bobos solemnes y sucesos absolutamente prescindibles ocupando mucho más sitio que esta verdad oxidada, de la que no se habla por ninguna parte. «En Andalucía no hubo una revolución industrial, pero sí una gran evolución industrial», prosigue Diego. «Dos años después de la invención del teléfono por Graham Bell ya había un teléfono funcionando en una aceitera de Utrera, y había un desarrollo minero por la región».

LA GENTE SE LO PIERDE

Hacer justicia a este pasado no es, sin embargo, el único objetivo del proyecto MUFA. Como explica Alejandro Galán, «la idea también es traer turismo a Sevilla, recuperar el estado natural de la estación, el de las naves de San Jerónimo también, que fue un taller de locomotoras, y darle aquel mismo uso. Hay toda una cultura ferroviaria que la gente se está perdiendo. Porque lo que queremos no es que se haga un museo como tantos otros. Si visitas el de las Delicias, en Madrid, da igual que lo hagas ahora o dentro de cinco años porque siempre te encontrarás las mismas locomotoras puestas en el mismo sitio. Siempre es lo mismo. Se quedan ahí. Nosotros queremos renovarnos, llevar el tren a una ciudad, hacer trenes especiales como el tren mago para Navidad, donde van los niños y se dan caramelos... Es a largo plazo, pero está en el proyecto. Queremos hacer un tren turístico, un expotren; llevar todo el material expositivo, fotos, vídeos, gorras... con un tren antiguo, una locomotora de vapor o un tren diésel, a otros lugares de Andalucía».

«No estamos buscando el museo del tren, sino el museo ferroviario de Andalucía», lo resume Diego. Es decir, el retrato de un mundo. Y ahí entra el perrito en una caja, el señor de la pipa en la cafetería, el lotero, el mozo de cuerda y toda esa población flotante que se creaba alrededor de las estaciones, como en su día a los pies de los conventos. «Y eso no se lo puedes explicar a la gente mostrándoles un tren. Pero sí contándoles una historia». Lo que pasa es que las historias, al menos las buenas, están hechas de carne y hueso porque las cuentan sus protagonistas y llevan parte de ellos; personas como Adolfo del Corral, con su maletín de fotos, sus banderines en el capó, sus recuerdos personales de jefe de estación, su memoria llena no solo de imágenes sino también de sonidos, olores, tactos. «Por eso el tiempo juega en contra», dice Alejandro. O se aplican las autoridades o algún día ya no habrá nadie que pueda contar nada, y ya solo quedarán los trenes muertos, los cadáveres sin alma.

«Queremos hacer en San Bernardo una pequeña sala exclusivamente para ferroviarios como Adolfo», cuentan ellos, pasándose la palabra de unos a otros; «un espacio donde se recoja, se cuente y se exponga toda esa información». Sin embargo, a veces la memoria también hace las veces de denuncia o queja. «Antes, el tren unía y separaba a las personas con todas las de la ley». «Tengo amigos en Montilla que hasta hace diez años cogían el tren para ir a la playa en Málaga. Hasta que dejaron de hacerlo, porque el tren antes pasaba y paraba por los pueblos pero ya no lo hace. ¿Cuántos pueblos se han quedado hoy incomunicados por esta vía?», pregunta Alejandro.

El proyecto MUFA plantea para la hipotéticamente recuperada Estación de San Bernardo, como sede central, las exposiciones de material, salas polivalentes –para muestras temáticas, conferencias, proyecciones y actos diversos–, un centro de difusión digital, zona de hostelería y, bajo la marquesina central, un espacio expositivo completamente abierto a los ciudadanos que albergaría las piezas «simbólicas y llamativas». Junto a ello, habría que recuperar las naves del antiguo depósito de tracción de San Jerónimo para trabajos complementarios, almacenes y talleres de conservación y restauración.

«No se trata de un acúmulo de maquinaria y de trastos metidos en un salón, sino de contarle algo a la gente. Nuestra referencia respecto a otros museos no es buena, no queremos parecernos. No hay hilo conductor, solo objetos. Queremos un expotrén que vaya por las ciudades, un tren mago, una cosa viva. El mufito, que sería la mascota, un niño distinto cada vez, una imagen infantil con una gorra, porque esto empieza por los niños», cuenta Diego.

Y así, repasando las ideas recogidas en su proyecto, a estos incondicionales de la memoria ferroviaria se les van llenando los ojos de chiribitas en la misma proporción en que van siendo cada vez más conscientes de lo difícil que va a suponer para esa locomotora llamada ilusión, por muchos caballos que tenga, ascender por la cuesta de la decisión política y de la consecución práctica. Los gobernantes tienen la última palabra. Aunque más les valdrá saber –como saben los amigos del MUFA– que hay trenes que solo pasan una vez.

Quizá aún estén grabadas de algún modo mágico, en las gratinadas ventanas del viejo Catalán, las caras de aquellos quintos muertos de frío arrebujados al calor de una colilla. Como grabados se hallarán, también, los gruñidos de los vagones desperezándose en Alcázar de San Juan junto a un andén repleto de escarcha y lecheros madrugadores. O el vaho de las narices de aquellos chiquillos que jugaban inútilmente a ver la nieve en la negrura profunda de Despeñaperros. Hoy, con Plaza de Armas convertida en un centro comercial y San Bernardo en un puesto de coliflores, esos recuerdos son despreciados desde el engreimiento de quien cree que en el futuro están todas las respuestas que el ser humano necesita. Pero por poco que tarde el AVE en recorrer lo que antaño era una aventura, ya no hay despedidas en sus andenes. Será por seguridad; o para que los besos de las abuelas y las bolsas aceitosas de las fiambreras no ensucien la maravilla tecnológica del presente más envanecido que ha conocido la humanidad. Que cuente esto la historia, si sabe. Pero seguro que Adolfo del Corral lo hace inmensamente mejor.