Un paseo por 500 años de grandeza

La Universidad de Sevilla publica un libro con casi medio millar de personalidades que resumen la proeza de su larga historia y que demuestran que hay un honor, un prestigio y una fama que no se ganan en los platós de televisión

25 dic 2015 / 21:25 h - Actualizado: 25 dic 2015 / 21:26 h.
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  • Desde lo alto de la antigua Fábrica de Tabacos, la Fama alada convoca a los sevillanos al estudio en la Universidad. <br />/ Paco Cazalla
    Desde lo alto de la antigua Fábrica de Tabacos, la Fama alada convoca a los sevillanos al estudio en la Universidad.
    / Paco Cazalla
  • Ramón María Serrera, coordinador de la obra. / Manuel Gómez
    Ramón María Serrera, coordinador de la obra. / Manuel Gómez

La primera vez que uno entra en la Universidad de Sevilla, es un niño. No, no se trata de ninguna metáfora sobre la madurez ni nada por el estilo: uno es, literalmente, un niño. En Sevilla, la Universidad no es solo una institución académica; es, incluso, mucho más que un lugar al que ir. Se trata, sobre todo, de una geografía a la que se pertenece desde la infancia; de parte del callejero del caminante, sea cual sea su destino, su edad y su nivel de prisas. De pequeño se acude allí de la mano, como quien visita un museo, escuchando fabulosas historias sobre los años prósperos y las mujeres trabajadoras con niños mamando y puros en la boca. Luego, si uno tiene suerte, regresará por allí cuando la tarde (como esta tarde de diciembre, tan fugaz) se haya recogido, y escuchará los chasquidos de los pasos de gente barbuda sobre la grisácea solería, y verá huir a los gatos bajo la luz de los faroles de los patios repletos de ecos de sabiduría y de escamas de pensamiento. Y el precioso e inmenso edificio de la antigua Fábrica de Tabacos dejará entonces en el espíritu una impronta de lugar sagrado que lo volverá para siempre venerable. Más tarde, su condición de atajo, las celebraciones cofradieras y demás ocasiones invitarán a posteriores reencuentros. Más o menos lejos de allí están ya las diversas facultades, cada cual a su aire y con su estilo, desde las fantasmagóricas y becquerianas estancias de Bellas Artes hasta las anodinas y algo soviéticas líneas de las sedes científicas de Reina Mercedes. Pero la esencia de la Universidad, la que de un solo vistazo le habla a uno de la madurez, del estudio, del conocimiento, de la fraternidad de las almas elevadas, esa estará por siempre asociada a la estampa de la augusta mole de la calle San Fernando, donde la alada estatua de la Fama, desde lo alto, acoge y bendice la herencia de más de cinco siglos de enseñanza superior repletos de jóvenes y mayores que acabaron descubriendo enfermedades, ideando arte, enseñando a amar el conocimiento, escribiendo los más bellos versos, mejorando la vida. Pensando y sintiendo.

Más de quinientos años dan para muchos recuerdos. Tanto así que, cuando el catedrático Ramón María Serrera recibió el encargo de confeccionar el recién publicado libro con todas las grandes personalidades que han pasado por sus distintas sedes desde 1505, en tiempos de los Reyes Católicos, no solo se echó las manos a la cabeza sino que necesitó tres años de trabajo para producir un tomazo que requirió de la participación de nada menos que 175 autores para un total de 440 semblanzas. Y eso, contando solo algunos de los personajes principales vinculados de un modo u otro a la Universidad de Sevilla. Baste, como ejemplo de la tarea, «que solo en correos electrónicos tuvimos que mandar más de tres mil». Habla en plural porque en ese menester contó con la ayuda de las asistentes María Salud Elvás y Susana Pastor, amén de un consejo científico asesor compuesto por Leandro Álvarez Rey, José Antonio Ollero, Gerardo Pérez Calero, Rogelio Reyes Cano, Manuel Romero, José Luis Rubio y Guadalupe Trigueros. El resultado es un augusto tocho de 624 páginas que contiene mucho más que una antología de tipos con birrete, bigotes de puntas enceradas, batas blancas y bandas nobiliarias en retratos ovalados. Reúne, sobre todo, cerca de medio millar de razones para hacerle caso a la vocación, para ir más allá, para seguir el curso de la inquietud, para evolucionar y ser mejores, en beneficio de uno mismo y de toda la sociedad.

A todos esos nombres más o menos gloriosos no se les ha concedido el mismo espacio. «No es lo mismo, desde luego, lo que se le dedica a Susana Díaz que a Juan Ramón Jiménez», ejemplifica el profesor Serrera, «pero al menos, pese a las lógicas ausencias, sí se puede decir que están todas las grandes figuras», y en ese momento empieza el catedrático a soltar nombres desmayantes: Nicolás Monardes, Luis Cernuda, Alberto Lista, Jorge Guillén, Blanco White, Arias Montano, Mateo Alemán, Manuel Clavero, Felipe González, Manuel Barrios, Juan de Mata Carriazo, Ramón Carande, Juan de Mal Lara, Francisco de Pelsmaeker, Luis Olivencia, José María Izquierdo, José María Pemán...

UNA MISIÓN

«En todos los casos son personalidades que tuvieron una importante proyección científica, académica o pública por su especial relevancia», explica Ramón María Serrera; nombres que cumplen en este volumen una misión admirativa, ejemplarizante y acogedora que llame a la emulación y al respeto, además de como honra para la institución. También, en ocasiones, sirven para el lamento y la vergüenza no por ellos, sino porque otros no son como ellos. Cierta fuente académica, en animada conversación con este periódico, comentaba el otro día que la noche del debate a dos entre Rajoy y Sánchez llegó a un punto tal de hastío y abatimiento por la escasa alcurnia intelectual de los contendientes que casi estuvo a punto de pedirle a su mujer «que cogiera el mando y pusiera aunque fuese a Belén Esteban, mejor que aquel espectáculo deleznable falto del más elemental nivel». Ramón Serrera se ríe al escuchar la anécdota y asiente. Qué diferente esto de ahora, reflexiona, de los tiempos de la Transición, muchos de cuyos protagonistas se acuñaron ideológica, política e intelectualmente en la Universidad de Sevilla, como Felipe González, Alfonso Guerra, Manuel Clavero, Luis Uruñuela, José Rodríguez de la Borbolla, Soledad Becerril, Jaime García Añoveros... «Fueron», recuerda el coordinador de la obra, «personalidades tremendamente generosas. Tanto estos como los demás: Carrillo, Fraga... Todos hicieron enormes renuncias por el bien del país: Carrillo aceptó la monarquía, las Cortes renunciaron al Movimiento Nacional... y el franquismo desapareció. Aquí, por ejemplo, ya no tenemos extrema derecha. Eso se acabó. Aquellos personajes no han tenido luego otros a su misma altura».

Nombres muy célebres, desde luego. Pero si algo se agradece en la lectura de este precioso volumen, más allá de la semblanza de los más grandes prohombres paridos por esta Universidad de Sevilla que mejor o peor ya se conocen y se reverencian, es la presencia de esos otros tal vez algo menos famosos o directamente desconocidos por el gran público, pero que representan la mejor esencia de la institución; o que debieron superar enormes obstáculos para hacerse lo que comúnmente se conoce como personas de provecho, o que aportaron luego beneficios quizá no tan evidentes como los de un Juan Ramón Jiménez o un Demófilo, pero igual de valiosos.

Un caso especialmente emocionante, entre otros muchos que se podrían poner como ejemplos, es el de una maestra llamada Isabel Ovín Camps (1887-1972). Su padre murió siendo ella muy niña, y su madre se tuvo que meter a trabajar en casas de gente bien. Empezó como dama de compañía de la marquesa de las Torres, y más tarde se puso a cuidar a las hijas ya talluditas del prestigiosísimo doctor Gregorio Marañón. En esta casa, la joven Isabel entró en contacto con una atmósfera de extraordinaria sabiduría, aplicación y conocimiento. Como explica la reseña, firmada por Consuelo Flecha, la joven adquiriría allí experiencias que la ayudarían en sus aspiraciones intelectuales. Luego se trasladaron a Carmona y ella empezó a estudiar la carrera en la Facultad de Ciencias. Finalizó en 1917 con sobresaliente y recibiendo el premio extraordinario. Obtuvo el título de Ciencias Químicas, y entre sus discípulos tuvo al luego eminente Manuel Losada Villasante, premio Príncipe de Asturias, que dijo de ella: «Una profesora nata y disciplinada, de una inteligencia privilegiada, a la que muchas generaciones de carmonenses debemos sincera admiración y profundo agradecimiento y afecto. Solo puedo decir que, después de dudar de si yo serviría para estudiar, me hizo tan atractivas y comprensibles las ciencias que jamás encontraría después en ellas antipatía ni obstáculo durante mi carrera».

Pocas cosas más bellas se pueden decir de alguien que hizo de la enseñanza su vida, y que, al amor de la Universidad de Sevilla, forjó su carácter en los valores de la institución. Obviamente, la Hispalense no ha sido solo una incubadora de celebridades; también, y sobre todo, ha sido un modelador de espíritus que ha sabido inocular, en la gran mayoría de aquellos que han convivido entre sus muros, las más recomendables virtudes que sirven de instrumental para el conocimiento: la emoción, la altura de miras, la perseverancia, el trabajo, el estudio, la aplicación, el denuedo, la humildad, el pensamiento... Palabras que se resumen todas ellas, para un niño que pasea de la mano de sus padres camino de cualquier parte, en unos hermosos patios envueltos en aulas, murmullos y silencios, por los que jóvenes y mayores deambulan con sus libros y cartapacios al amparo de unos faroles en las tempranas noches del invierno.

EL RECTOR GANADERO

En esas 440 semblanzas destacan asimismo personalidades muy singulares y hasta cierto punto cómicas, dicho sea con todos los respetos hacia la figura de Pedro Manuel de Céspedes y Morales, atentos a su currículum: su padre fue un noble caballero maestrante y su madre la hija de unos indianos adinerados. Él fue, entre herencias y ganancias, un gran terrateniente con más de dos mil hectáreas de olivares en el Aljarafe, además de cortijos y dehesas en Guillena y Dos Hermanas. Fue capellán perpetuo de la Real Maestranza, tesorero de la Catedral, ganadero de reses bravas, canónigo y rector de la Universidad de Sevilla. Menuda mezcla. Dicen, y así lo cuenta el catedrático Ramón María Serrera, que el hombre tenía además el detalle para con los amigos de los doctorandos de regalarles una vaquilla para una capea después de que el estudiante leyera su tesis, con lo que los jolgorios taurinos en tiempos de Olavide parece ser que fueron consustanciales a la proclamación de nuevos doctores. Circunstancia que en la Hispalense, que se sepa, no ha vuelto a repetirse ni en forma de tales reses bravas ni siquiera de jamones ibéricos de negra pezuña.

Hubo y hay mucha gente extraordinaria en la Universidad de Sevilla. Todavía se recuerda, por ejemplo, el caso de Manuel Zarapico Romero (1914-2000), director que fue de los hospitales de las Cinco Llagas y Virgen Macarena, de quien se recuerda su extrema humanidad en paralelo a un rigor y una rectitud proverbiales. Atendía a cualquier persona que precisara de su auxilio médico fuera cual fuese su condición económica y social, a cualquier hora del día o de la noche, y si el medicamento fallaba, el desvelo no lo hacía nunca.

Como se evoca también la figura de José María de Álava y Urbina (1815-1872), investigador incansable de las enseñanzas de las leyes que despertó en sus alumnos verdadera admiración, devoción y cariño, como escribe Guadalupe Trigueros. Y que regaló a la institución cientos de libros y materiales. En 1865 mandó amueblar y reparar de su propio bolsillo las instalaciones del aula donde impartía su docencia. Y se recoge, entre otros muchos perfiles, el de un tal Francisco Franco del siglo XVI, médico judeoconverso, catedrático en el colegio de Santa María de Jesús y autor de un tratado sobre las enfermedades infecciosas que se publicó en Sevilla en 1589.

Miguel Soler escribe sobre Mercedes Formica (1913-2002), otro nombre propio de la Hispalense. Fue, indica Soler, una de las primeras mujeres en cursar la carrera de Derecho en Sevilla. Se matriculó en 1931, alternando estudios con los de Filosofía y Letras. En su libro de memorias, titulado Visto y vivido, refería ella el caso de una conversación que tuvo su madre con una religiosa que se ruborizó al saber que aquella señora tenía entre sus previsiones el de darles estudios superiores a su hijas. Intentaba disuadirla, escribió Mercedes, asegurándole que, si pisábamos la Universidad, nunca nos casaríamos en Sevilla. Las chicas estudiantes ocupaban, frente a la sociedad, una situación ambigua, mezcla de prostitutas y cómicas. Pues resulta que la jovencita fue efectivamente a esas clases, pero no como lo hacían los hombres de la época, ya que entonces las mujeres tenían que acudir al aula diariamente con una señora de compañía (las popularmente conocidas como doñas), que aguardaban en el denominado Salón de señoritas hasta que acababa la jornada. Pasados los años, siendo ya escritora, cuenta la reseña que hizo campaña a favor de los derechos jurídicos de las mujeres, con tanto empeño y acierto que ese propósito culminó con la reforma de 66 artículos del Código Civil en 1958, denominado en su honor como la reformica.

Entre estas otras personalidades de la Hispalense, las menos conocidas, cómo no incluir a José Contero y Ramírez (1791-1857), natural de Osuna, si fue quien introdujo no ya en Sevilla sino en toda España el conocimiento del filósofo Hegel. Menéndez Pelayo, alumno suyo, dijo de él que fue «el Sócrates de esta nueva doctrina», un hombre «de quien ni una sola línea que yo sepa se conserva escrita (...). Pero si no sus escritos, a lo menos su palabra en la cátedra bastó a formar una especie de cenáculo hegeliano» que dio grandes especialistas.

Cuántos más grandes hombres y mujeres no habrán pasado inadvertidos para la posteridad, en esta y otras universidades... «La de Sevilla fue una de las más importantes, y tuvo siempre que competir con las otras dos grandes de España, la de Salamanca y la de Alcalá de Henares, que era la original Complutense», dice Serrera, por lo que «está sin estudiar» toda la inmensa cantidad de personas que pasaron por sus aulas, más allá de los nombres imprescindibles. Para el coordinador de la obra, la figura más relevante de los últimos cincuenta años en la Universidad de Sevilla sería Felipe González, el que habría de ser presidente del Gobierno y quien participó en debates electorales en los que no apetecía cambiar de cadena. En las universidades está la esperanza de que vuelva a ser así tarde o temprano.

¿DE LETRAS O DE CIENCIAS?

Tuvo al científico Monardes, claro. Pero también a Machado y a Juan Ramón Jiménez. La Hispalense... ¿qué es, una universidad de letras o de ciencias? Serrera afirma que hasta el siglo XX en que se desarrollaron los estudios científicos, fue sobre todo de letras. «De hecho, su título, que data de 1772, es el de Universidad literaria de Sevilla», y el predominio de las letras ha sido patente en ella. Por el lado contrario, el de las ciencias, «lo que sí ha dado ha sido médicos» memorables, muchos de ellos recogidos en este libro titulado Universidad de Sevilla. Personalidades, donde el catedrático de Historia de América Ramón María Serreras, además de coordinar la obra, ha escrito un total de 28 reseñas.

TU NOMBRE ME SABE A CALLE

Se podría cruzar Sevilla de punta a punta caminando por las calles que tienen nombres universitarios. Entre los protagonistas de esta obra se encuentran Arjona, Gonzalo Bilbao, Cano y Cueto, Carlos Cañal, Rodrigo Caro, José Gestoso, Javier Lasso de la Vega, Mateos-Gago, Luis Montoto, Maese Rodrigo, Joaquín Romero Murube, Federico Rubio, Antonio Salado, Sales y Ferré, Ramón Sánchez-Pizjuán, Manuel Siurot, cardenal Spínola... toda una caminata. Con lo que, al final, también las calles (y no solo el noble edificio que alberga el Rectorado) son una forma de pasear por la memoria de la Universidad de Sevilla, convertida en nombres que a lo largo de los siglos han dando sentido y prestigio a la institución.