13 sueños

Ahora que se acercan las vacaciones, llega la hora de recomendar libros para niños, jóvenes y demás criaturas insólitas

03 jun 2018 / 20:47 h - Actualizado: 04 jun 2018 / 09:50 h.
"Libros"
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El río que se secaba los jueves (y otros cuentos imposibles) es uno de esos libros benditos en los que uno empieza preguntándose qué clase de historias le están contando y acaba riéndose por lo bajini durante un par de horas. Son, realmente, relatos muy absurdos, y lo que tienen de gracioso es que todos los cuentos deberían serlo y solo lo son estos y otros cuantos que hay por ahí. Con esta idea por delante, uno hace memoria de otras cosas que ha leído hasta la fecha, observa su gravedad, recuerda cómo tosían sus autores en aquellas buhardillas en donde escribían lo que salía de sus fosas abisales mientras se morían a pedazos y, quiera o no, se le arquean las comisuras. Lo que ha escrito Víctor González en este libro de Kalandraka ilustrado por Pablo Amargo es humor, entendido como el monumento que la inteligencia humana erige a la fugacidad de la vida. De manera que a uno se le queda el cuerpo flojo y le bota la barriga recordando La fábrica de princesas, El prólogo más largo del mundo, El mar y el maíz, El pescador de atunes y Los reyes godos y la mnemotecnia, que son solo algunos de los noventa cuentos de este volumen, a cual más original y sorprendente. Es seguro que el autor se partió de risa escribiéndolos. Y eso siempre es una garantía. Involucrarse en algo suele ser (al menos, en literatura) un presagio prometedor. Como esos escritores románticos que se suicidaban después de escribir un poema terrible y lleno de imposibilidades amorosas. Otros incluso se suicidaban antes de escribir el poema, con lo que ahorraban al lector momentos de una compasión angustiosa. Esto no lo comprende nadie mejor que Víctor González. Por eso se abre con él esta ronda de recomendaciones de libros infantiles y juveniles con ruego encarecido de lectura a los adultos.

Otro que se lo pasaba muy bien siempre que podía era el uruguayo y muy barbudo Horacio Quiroga, que en paz descanse. Cuenta de él Antonio Santos que era un «romántico enamorado de su entorno, de las mujeres jóvenes y hermosas, de la naturaleza todavía salvaje como, antes de ser expulsados del Edén, aún la conocieron nuestros primeros padres». Lo dice en el prólogo de la elegante y apaisada edición que ha sacado ahora Nórdica de sus celebérrimos Cuentos de la selva, a la que Santos aporta sus dioramas. Es complicado precisar por qué, pero lo cierto es que estos relatos sencillos, sorprendentes, a veces morales y a veces no, suelen dejar un raro regusto, como de fatalidad, o de tristeza, de fracaso aceptado, pero también dejan esa instrucción fundamental de hacerse uno preguntas y repensar las cosas. «La primera vez que entré en contacto con la obra de Horacio Quiroga fue a través de la abuela de una amiga argentina, de Rosario, que me regaló una edición de los Cuentos de la selva», apunta el ilustrador. «Al leerlos, descubrí a un gran escritor que me abría las puertas a una naturaleza y fauna de animales fantásticos y nombres misteriosos. Fueron días llenos de esencias junto al Paraná, viendo pasar cargueros como ciudades enormes y camalotes rumbo al estuario». Quiroga, que tenía un pedazo de finca de agárrate y no te menees (alrededor de doscientas hectáreas) en la provincia argentina de Misiones, vivió enamorado (y rodeado) de parajes y seres extraordinarios: el tapir, el aguatí, el jaguar, el puma, el carpincho, el oso hormiguero, el manatí, los pájaros de plumaje, «que ni nuestros sueños más alucinados hubieran podido imaginar», y que «son los protagonistas de historias donde la naturaleza de revuelve y lucha por no perder sus derechos. Y vence en muchas ocasiones». Fue allí donde sus cenizas quedaron esparcidas, por expresa petición suya antes de morir a la edad de cincuenta y ocho años. Unas cenizas que ocuparon mucho menos que si hubiesen ardido todos sus libros de cuentos.

Iberoamérica, que tuvo en Quiroga a uno de los reyes de su narrativa breve, facilita mucho el trabajo al escritor, no obstante: es tan abundante, exuberante y mágica que no ofrece la menor resistencia a la imaginación, a poco que uno tome un lápiz. Prueba documentada de ello es lo que ahora lanza Anaya con la firma de Gloria Cecilia Díaz y el título Cuentos y leyendas de América Latina. Un libro que viaja por las horas del entresueño colectivo en que los padres relatan historias a sus hijos al irse a la cama: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela dejan en este libro sus alucinaciones, sus miedos, sus supersticiones. Aparece en él ese Pombero argentino con su gran sombrero de paja que se lleva a los niños que no se echan la siesta. Está también el Inkawakana, ese peñón boliviano donde llora el inca. Y el alicanto, ave enorme de plumaje dorado que vive en Chile, vuela de noche sobre el desierto de Atacama y se alimenta de oro y plata. Y el simpático diosecillo del Altiplano, el Ekeko, que parece un buhonero y trae buena suerte. Y el feo y peligroso árbol del amate que crece en El Salvador, ante el que más vale pasar de largo.

De esta misma editorial llega un cuento infantil firmado por alguien tan poco sospechoso de carecer de sentido del humor como el Hematocrítico. Lo hace en compañía del ilustrador Alberto Vázquez. Es El lobo con botas. Como en materia de narraciones para niños no se da puntada sin hilo, esto de aquí es una fábula contra el consumismo. Cuando las cosas dejan de ser lo que son, algo muy frágil se rompe y luego hay que ir pidiendo presupuestos para arreglarlo, licencia de obras... en fin, un jaleo. Mejor corregir a tiempo y educar a los niños (hasta donde educar a los niños siga estando bien visto) en la importancia de las cosas sencillas, y contra los perniciosos efectos que deja en el alma el apetito por lo que no se tiene. Al final todo es codicia, como explicaba Hannibal Lecter en El silencio de los corderos, una película antigüita y sin superhéroes, por si alguno no la ha visto. Tampoco es que haya que irse mucho más allá en la reflexión sobre un cuento que protagonizan el Lobo Feroz y el Gato con Botas, pero bueno, se pone uno a tirar del padrastro y ya se sabe cómo acaban estas cosas.

Otra recomendación con animalitos dentro: Para hacer el retrato de un pájaro, se llama. Lo escribió Jacques Prévert y lo pintó Mordecai Gerstein. Es un libro muy honrado, de sentimientos claros y emociones sin trampa, la verdad. Muy poético, también. Lo publica Kalandraka, que tiene un gusto bastante exquisito para abrir la caja de libros que guarda el tiempo en su desván y traer al presente las obras que jamás deberían perderse. Esta, en concreto, fue escrita en 1943, y tuvo por primera vez las ilustraciones de esta artista en 1953. Qué habrá sido de los niños de entonces y hasta dónde les nutriría su lectura. Habla de la ingenuidad de ciertas ilusiones, de la necedad de determinados caprichos y de lo poco que dura la satisfacción de hacerlos realidad. Es inútil, por ejemplo, querer atrapar a un pájaro y que siga siéndolo. Es imposible, si uno quiere conservar intacta la definición emocional de la palabra pájaro. Y del propio pájaro, ya que estamos. Pero hay una belleza indiscutible en el afán y en la paciencia con que los niños sueñan sus imposibles. Y es bueno que de vez en cuando aparezcan por algún lado autores que quieran recordarlo.

Punto y aparte, que vienen palabras mayores: Guía de monstruos, bestias y seres extraordinarios, de Montse Rubio, publicada por Edelvives. Este libro tendrían que señalarlo en las librerías con flechas de neón y un tipo bailando claqué. Hacía ya tiempo que no se veía por los anaqueles un desparrame tan prolijo de fantasía aplicada al recuento de criaturas imaginarias, que nada tiene que envidiar a las muy loables obras de J.K. Rowling. Lejos de conformarse con estas comparaciones, Rubio ha ido mucho más allá, concretamente a la tierra conocida como Enunlugarremoto, donde ha encontrado seres de los que nada se sabía en ninguna mitología, creencia ancestral ni antología precedente, es decir, que ha partido del kilómetro cero de la imaginación. Para ello ha contado con la colaboración de Severina Malaespina (es lo bueno de crear: que tus propios personajes te pueden echar una mano), una veterana exploradora que la autora describe como «una eriza vestida a lo Jane Austen» y que junto a la documentalista Pimpinela Dosplumas (a la sazón, una ardilla) y la inventora Odila Libela (una marta) está confeccionando un catálogo de lo que el título indica. La cosa se estructura en bestias domésticas, seres hortícolas, bestias jardineras, seres acuáticos y monstruos boscosos. Pero no es un mero recuento; no se trata solamente de decir que existen los guisántidos (esos que pasan de guisante a mariposa en tres minutos), la remolacha de mar (la única conocida que corre de lado) y otros prodigios a cual más deliciosamente imaginativo: son también sus historias. De hecho, tal vez lo más bonito de este libro es que tiene una historia. Muchas.

Atención, que viene efeméride: la exitosa Kika Superbruja cumple veinte años, así que la editorial Bruño ha hecho honor a su nombre dando brillo de nuevo a su primer número, Detective, para que una nueva generación de chavalería internacional se asome a este personajete y sus andanzas como si fuera la primera vez, con el entusiasmo propio de quien estrena un mundo. Una reedición luminosa para unos libros que han sido traducidos a más de cincuenta idiomas, desde los caracteres asiáticos hasta el braille, y han llegado a más de 27 millones de hogares, desde el círculo polar ártico hasta Sudáfrica.

Pero no debe uno irse de esta editorial sin un auténtico número uno de los que hacen que los niños se desternillen y se echen a rodar por los suelos, exclamando cosas como: ¡Por fin un libro que nos comprende!, y similares. Es Familia, amigos y otros bichos peludos, una nueva entrega de la colección del personaje Tom Gates, obra de Liz Pichon, y la verdad es que es tronchante. Lo de menos es que haya ganado un porrón de premios (el Roald Dahl, el Waterstones, el Blue Peter). Lo que de verdad cuesta creer es que alguien adulto sepa exactamente, recuerde al milímetro, cómo es un niño. Qué cosas le preocupan, cuánto y cómo; cuáles le dan vergüenza, de cuáles otras hace su vida, cómo son las relaciones grupales, cuál su lugar en el mundo entre los padres, los profesores, los compañeros, las mascotas, las obligaciones, el azar catastrófico. El humor infantil (el bueno y el malo), las grandezas y las miserias de los niños. Está lleno por todas partes de dibujitos y de palabras a distintos tamaños y tipografías; parece que esté guarreado por los propios niños. Se ven las pizarras, se oyen los gritos, hay tachaduras, pensamientos, listas, traumas... Qué dura es la vida de los niños. Durísima. Qué pena que se tenga tanta fuerza y vitalidad a una edad a la que uno solo hace memeces como saltar sin parar de una silla sin propósito alguno, y luego, cuando de verdad le hace falta gasolina a espuertas para hacer frente a las necesidades más dramáticas, como ganarse la vida, le duela todo y no sea capaz de pasar un día sin lamentar algo de su estado de salud. Urge un Tom Gates para adultos.

Aviso: hay un libro que comienza así: «Mi padre murió dos veces. La primera vez tenía treinta y nueve años, y la segunda, cuatro años más tarde, doce. Morirá una tercera, lo que parece un tanto excesivo, pero eso es algo que no puedo evitar». Lo ha escrito Ross Welford y lo publica Edelvives con el título Viaje en el tiempo con un hámster. «Supongo que si me hubieras preguntado antes, te habría dicho que una máquina del tiempo es como un submarino o algo parecido. O tal vez como un cohete espacial. En cualquier caso, algo con un montón de interruptores y paneles y luces. Un artefacto hecho de hierro o un material semejante, grande, muy grande, con propulsores, motores, reactores... En lugar de eso, tengo ante mí un portátil y un barreño de cinc de una tienda de jardinería. Esto es la máquina del tiempo de mi padre. Está a punto de cambiar el mundo... literalmente. Bueno, por lo menos, el mío», añade. Si estas palabras bastan para que alguien se interese por su lectura, lo mismo estamos ante el glorioso encuentro entre un niño y un libro; esa alianza indestructible para los restos que le reportará llanto, disgustos, diferencia, reflexiones, silencios, inquietudes, ideas propias, sentido del humor y toda esa suerte de calamidades englobadas bajo el nombre común de felicidad.

Ya se ha hecho referencia en estas páginas al Atlas Mundial del Fútbol, de Anaya, pero aunque sea de paso hay que citar entre las recomendaciones esta obra donde Gabriel García de Oro y Jacobo Fernández presentan todo lo que un pollo pera necesita saber para presumir ante sus amigos de dominio del asunto: quién metió trece goles en un mismo mundial; a qué portero llamaban la Araña Negra, el único que consiguió el Balón de Oro; qué equipo le endosó treinta y un goles a otro en un solo partido... y ese tipo de cosas. Datos de estadios, anécdotas, curiosidades, números, mitos.

No deja de maravillar uno de los libros más sorprendentes y recomendables de cuantos han salido al mercado últimamente, incluso para adultos. Lleva el sello de Libros del Zorro Rojo y se llama La guerra de las salamandras, del checo Karel Capek, con ilustraciones de Hans Ticha. Probablemente, no existe nada igual. No sabe uno qué le gusta más, si el planteamiento de la historia, sus significados profundos, la fantasía arrolladora del relato o las ilustraciones vanguardistas de Ticha, que lo mismo parecen experimentos de pop art que antiguos carteles rusos. Hipnótico desde el comienzo. Todo comienza con el descubrimiento de unas enormes, inteligentes y apacibles salamandras en una isla perdida del Índico; unas criaturas que acaban siendo convertidas en mano de obra, como suele suceder después de una conquista. Pero claro, tontas no son, así que empiezan a tomar conciencia... y pasa lo que tiene que pasar.

Hay dos novelitas con menos matices y más inocentes que los niños van a disfrutar leyendo, si es que les da por ahí. Ambas son de Anaya: Apestoso tío Muffin, de Pedro Mañas e ilustrado por Víctor Rivas; y El último sueño de Lord Scriven, de Eric Senabre. La primera ha obtenido el XV Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil, y cuenta de forma simpática y graciosa lo que pasa cuando uno no sabe qué hacer con sus miedos, aparte de sufrir... hasta que viene alguien y ayuda a poner remedio. La otra ha sido reconocida con el Premio Saint-Exupéry y el Premio de las Bibliotecas de París, y es puro misterio detectivesco con Londres como escenario.

Trece es un número bonito que da suerte en las loterías, dicen. El placer de convertirse en lector o de serlo cada vez más también tiene algo de azar caprichoso que bien podría confiarse a esa apuesta. Es el número de recomendaciones de novedades editoriales para niños y jóvenes –y para quien guste– que aparecen en estas páginas y que tienen su interés ahora que se acercan las vacaciones. Pero las librerías están llenas de mundos y de sorpresas, y sería una necedad prescindir de la posibilidad del flechazo. Y si puede ser, además, que haya tebeos. El personaje de Mortadelo cumple 60 años, qué más excusas hacen falta para lanzarse a este género indispensable. Así que toca curiosear. Dicen que la curiosidad mató al gato. Pero un gato no tiene ni la mitad de vidas que un lector.